Después de presentarse individualmente en el Palais de Tokio en 2012, Fernando Ortega (Ciudad de México, 1971) exhibe actualmente en la galería Kurimanzutto once obras realizadas en el inicio de este año. Fue en el desaparecido Museo Universitario de Ciencias y Arte (MUCA, 2008-2009) que se realizó la anterior exposición monográfica de este artista; entonces se mostró una selección que comprendía casi una década de su labor bajo la curaduría de Patrick Charpenel. En los tres años que median entre estos dos eventos, durante los cuales pasó estancias en la India y Francia, Ortega continuó desarrollando su discurso estético a modo de un elogio de la transitoriedad.
A diferencia del ready made creado por Marcel Duchamp a principios del siglo XX, las múltiples prácticas de Land Art coinciden en la conservación de los significados de la realidad con que operan, mudando de este modo la constitución de la obra de arte de la representación a la instauración de la presencia. Las acciones de Fernando Ortega son herederas de este hecho y sus consecuencias. Los objetos recuperados y congregados por Ortega emplazan su dimensión en el espacio aséptico de la galería, quedando “expuestos” al devenir de su naturaleza. Como en ciertas obras povera de Giovanni Anselmo [Sin título (Estructura que come), 1968, y Aliento, 1969] o en instalaciones de Félix González-Torres [Untitled (Placebo-Landscape-for Roni), 1993, y Untitled (Perfect Lovers), 1987-1990], las obras de Ortega existen mientras “suceden” en el tiempo de exhibición, acentuando su precariedad ante lo monumental, firme y permanente.
Un recuerdo —dijo Ramón Gómez de la Serna en alguna de sus greguerías— es una “arañita que baja del techo”. Para Fernando Ortega, la memoria es la tensión que dibuja el delgado hilo de la araña sobre el espacio. A través de una demorada observación, el ejercicio de Ortega establece un estado de alerta entre presencias distantes y cotidianas. Ya sea el vacío que aísla dos muros en el umbral de una entrada (Open TV) o la exaltación que rompe el frágil silencio de una telaraña (Vacancy), cada obra es, a un mismo tiempo, el testimonio de un gesto a punto de desaparecer y el rastro —sutil y equívoco— de su ausencia. Así sucede con las cuatro botellas de champagne tituladas Second chance, donde cada una de éstas se haya inestable a merced del estallido que haga saltar el corcho y el pequeño chapulín insertado encima de aquél. La obra concluye con la huella que el vino deja al derramarse en derredor del pedestal blanco. Paradójicamente, el mensaje que el trabajo de Ortega comunica sólo perdura en el cambio. Su sentido mismo radica en el efímero equilibrio que provoca.
Atento a las pulsiones, rincones y sucesos menores de la vida diaria, la actividad de Fernando Ortega traza geografías domésticas, olvidadas e inesperadas para la rutina, el hastío y la espectacularidad de gran parte del arte contemporáneo local e internacional. Si Louise Bourgeois encontró en la gravedad del bronce la forma justa para su araña Maman (1999), Ortega dispone ante el público Vacancy: una leve e intrincada telaraña tejida entre los extremos de una antena para televisión. El espectador debe, en consecuencia, acercarse a la obra más de lo habitual para conocerla, comprometiendo la integridad de ésta misma y, a veces, también la propia (Adagio sostenuto). Y no sólo eso, pues al hacerlo, el espectador participa de una dinámica distinta y aún arriesgada para la correcta recepción de las obras. Semejante a una constelación, la situación planteada por el artista modifica las relaciones con el espacio de exposición y, evidentemente, con los eventos sitiados por sus muros. Sin embargo, pareciera que la intención de Ortega fuera desbordar el espacio —y al espectador con él— al construir un orden que mudará en azar y desconcierto.
Inesperadamente, las botellas de champagne romperán su silencio y cordura haciendo saltar insectos sobre el aire, mientras que las cuatro armónicas en equilibrio (Harmonic variations) caerán dejando esparcida su estela de esquirlas de vidrio y notas agudas sobre el suelo; la araña contenida en el frasco sobre la mesa de madera (Por si las moscas) escapará de su reclusión y vagará a espaldas de quien en vano intente contemplarla; alguien subirá la escalera de metal (K5-Hidden Peak) y hará resonar el triángulo que paciente aguarda justo encima de ésta. Ninguna obra es, sino está siendo, suspendida entre lo previsto y el desconocimiento.
Al final del recorrido, Fernando Ortega colocó a cada lado de dos muros la mitad vertical de una fotografía, custodiando la entrada y salida de los visitantes. La nombró Open TV, y en ella se aprecia la vista longitudinal de una banqueta: al lado izquierdo, pequeños locales comerciales y un hombre sentado en una silla mirando de frente, al lado derecho se logra ver el paso de autos, un hombre a lo lejos y un mueble viejo sobre el que descansa una televisión aparentemente encendida. Vista de frente, un vacío blanco habita entre la fotografía, suscitando una mirada horizontal e incierta. Una grieta, diríase, en medio del muro. El espacio configurado por Ortega —al igual que la obra— es abierto, dispuesto a encuentros sin prisa, aunque furtivos.
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Christian Barragán (Ciudad de México, 1985). Estudió Psicología en la UNAM. Es poeta, curador independiente y coleccionista. Ha publicado en
Punto de partida, Tierra Adentro, Crítica, Luvina, Periódico de Poesía,
Metapolítica, La Jornada Semanal, Viento en Vela, Literal, Taxi Magazine
y AAD MX. Su libro De un oscuro oleaje (inédito) mereció el III Premio
Nacional de Poesía Joven Gutierre de Cetina. En 2009 fundó BaCO, agencia
de arte contemporáneo emergente.
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