NARRATIVA MICHOACANA/No. 178


 

El relojero



Diana Ferreyra
Morelia, 1990

 

 

 

Salió de la casa para contemplar la tarde. A los cinco minutos ya era de noche. A los diez minutos había amanecido. En otra casa, eran las tres y media de la tarde. Con la vecina aún no desayunaban. Ni con el panadero comían o con el cerrajero, que era el último en dormir porque tenía dos días sin Luna.

—Creo que es hora de tomar el té —decía con afán de olvidarse de los otros relojes.

En su casa se escuchaban ecos de tic-tac, al mismo tiempo. Decía el relojero que si se escuchaban en coro es que ponía la hora correctamente; de lo contrario estaba más loco. Tenía en su mesa relojes de cuerda con alfabeto katakana, griego y una que otra palabra alemana, que eran las más largas, como “PanchitavonMalcriado” o “Nichtchenada”. El relojero no entendía, ni deseaba, sólo estaba concentrado en arreglar los relojes que tenía en su mira.

De pronto, uno de ellos se oía más lento.

Su tic-tac sonaba después de los demás.

Se levantó asustado, no podía creer que había fallado, y lo peor del asunto es que el reloj no estaba en la habitación para encontrarlo con facilidad, sino en el Muro de los Relojes.

Caminó por su pasillo con fotografías de los antiguos Areneros, desde el Arenero I hasta el Arenero XVIII, con un reloj de mano, claro está. Su familia se hizo de ese oficio porque intentó explicarse cómo ganó Picaporte y el Sr. Smith al dar la vuelta más rápido por la India, si no podían medir el tiempo en todos los viajes. Ante esa duda, descubrieron la forma de medir el tiempo y compartieron el secreto con los relojeros que tuvieran el don de cuidar los segundos, como él. Por eso le decían al relojero Teté, por las dos tés: técnico y testarudo.

El reloj que sonaba más lento estaba escondido. ¿De quién era ese latoso?, se preguntaba. Empezó a recordar los nombres de los clientes que le enviaron la semana pasada. Margaritita no creo que tenga un reloj necio, si fue bien simple su problema, recordaba; tampoco el del don Heriberto: sólo le faltaba que le cavaran una tumba. Pensó que quizá necesitaba darle cuerda, una manecilla puede que se haya atorado con un número o, para colmo, que haya retrocedido un número para hacerse el chistosito y causarle dolor de cabeza.

Pero el reloj cambió de lugar.

Se oía en el sótano.

—¿Pero cómo un reloj se fue hacia el sótano? —se preguntaba.

Siguió el tic-tac. Por las tuberías, por los libros que aún le faltaba encuadernar (con pegamento y papel picado, no le gustaba gastar en una imprenta), por las cajas que dejó empolvar a falta de orden mental y por las coladeras se escuchaba el reloj. Desesperado, se sentó.

—En cualquier momento lo escucharé cerca —tenía fe.

De la nada, el tic-tac estaba afuera del sótano. Se levantó mientras se limpiaba el saco oscuro y corrió.

Las escaleras resonaban.

—¡Pero no veo nada! Desesperado, subía escalón por escalón, pensando que podía pisar el reloj. No encontró alguno.

Entre los botines que había en su habitación, como herramientas de relojero y de orfebre, recetas de cocina hindú, pastillas para dormir, inciensos con olor a lavanda, lentes de distintos colores y dimensiones, perforadoras, manuales de construcción para llegar a Venus y otras alquimias, no podía esconderse un reloj. Las paredes seguían blancas, los objetos en orden. Todo, inclusive la cama en medio de la habitación, como precaución en caso de mareo. No había un lugar donde se pudiera esconder un relojito, si es que había alguno.

Regresó a su estudio.

—Eso ya no es un reloj —se inquietó.

Inhaló y espiró lentamente, como le decía su madre antes de que sufriera una crisis de esquizofrenia. “Si ya no te aguantas, date un tiro”, también le aconsejaba, como ella lo hizo. Pero este caso no era tan valioso para sacar la escopeta, por eso insistió en la búsqueda.

Escuchaba de un cuarto a otro sus demás relojes. Los escuchaba al mismo tiempo, menos a ése que lo seguía, y se iba detrás de él. Oía el tic-tac en la cocina, en la bañera, en el calendario solar, en cada una de las esquinas. Ya no le importaba en ese momento si la vecina estaba en la media noche, si el que no dormía durante días ya sufría una narcolepsia de esas que no se salvan, o si era la mañana, la una y media de la tarde o viceversa. Se angustiaba por el reloj que iba detrás de los demás relojes y también por no encontrarlo. Se sentó en el escalón de la entrada para arrancarse los cabellos y organizar sus pensamientos.

—No quiero usar aún la escopeta —se repetía mientras se abrazaba a sus piernas, como en una posición fetal, pero sentado. Le picaban los huesitos del trasero, más que de costumbre. Le sudaban los dedos, lo que jamás puede ocurrirle a un relojero. Todo le pasaba, hasta la lluvia y la nieve que tenían la fábrica detrás de su calle.

De repente, volvió a escuchar el tic-tac. Quiso llorar.

Se tocó el pecho.

Lo escuchó con cuidado.

—¡Ah! —se acordó de algo—. Me haces falta tú.

Se desabotonó la camisa y metió su mano en un pliegue de la piel. De allí sacó un marcapasos lleno de moho.

—Eras tú quien me molestaba…, debo darte cuerda para que me dures más…

Limpió el marcapasos y lo programó nuevamente. Sabía que la cuerda sería para siempre, siempre y cuando no tuviera moho. Cerró la puerta y empezó a trabajar con los relojes para los futuros vecinos que vendrían; él ya tenía cuerda para controlar el tiempo.

 

Diana Ferreyra. Egresada de Lengua y Literaturas Hispánicas de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Ganó el Premio Nacional de Cuento Carmen Báez en 2006 y el Premio Nacional de Poesía al Mar en 2007. Ha publicado En medio de la fogata (Librería Luz, 2007), Borrones (Secretaría de Cultura de Michoacán, 2012) y la plaquette de cuentos eróticos Habitación para dos (Sueño Colectivo, 2013).