¡Carajo, que se callen!, dijo, pero las voces, allá atrás, seguían hablando entre murmuraciones que él no comprendía y que nomás lo sacaban de quicio. Dio una vuelta forzada cuando vio, apenas con el rabillo del ojo, la esquina que buscaba y corrigió el trayecto de un volantazo. Las llantas rechinaron al girar y también cuando se detuvo de golpe frente a la casa con el número que buscaba, que se le apareció así de pronto. Estar brincando de casa en casa para hacer entregas en un muladar desconocido lo hizo sentirse un poco molesto. Carajo, me han de ver con cara de turista, pensó, o de fuereño, corrigió, para adjetivarse con las mismas palabras que estarían usando los adolescentes descamisados que lo miraban en las esquinas, tomando cerveza en miércoles.
Después de apagar el motor sin estacionarse, él se metió adentro del cámper de la pick up y sacó una de las cajas. Luego tocó el timbre mirando el reloj, algo molesto por la hora que marcaba. Si hubiera traído un mapa o si hubiera pedido referencias…, pero ya qué.
Busco al señor de la casa, ¿sí se llama así?, preguntó y leyó el nombre junto a la dirección de su lista. Un niño de cara sucia lo miraba y miraba también la caja. Le vengo a dejar esto. ¿Hay que firmar o revisar algo, don? Hay que revisar rapidito, muchacho, pero tú no puedes; háblale a tu papá que todavía tengo que entregar varias. Si será pendejo, dijo el niño, ofendido, yo reviso todo lo que le mandan a mi papá; pásese, yo se la recibo. Él se aguantó un sopapo para el escuincle, era tarde, así que mejor se pasó e hizo que el niño firmara junto al nombre del padre. Salió.
Encontrar la siguiente dirección en la lista de entregas fue aún menos sencillo. Ninguna calle tenía nombre y había que sortear toda clase de obstáculos regados por la vía, además de enjambres de mocosos que revoloteaban sobre el olor a drenaje de las calles. Y los murmullos todavía detrás, en la caja de la pick up. ¡Carajo! ¡Se callan, cabrones! Pero lo ignoraban y seguían con su barullo. Le subió el volumen al estéreo, y se arrepintió de inmediato porque sentía que con la música no veía los números de las casas, se distraía. Además, los murmullos. ¡No la canten, pues! ¡Si le subí para que dejaran de chingar! Muy a su pesar, el canto continuó aún después de haber apagado el estéreo.
Niña, cómo te va, vengo a dejar esto para tu papá, le dijo. La niña se miró los pies descalzos y luego lo vio a él. Qué paquetote, oiga, y la caja también está bien grande. Ah, qué la chingada, pensó, ni tan niña. Y la misma historia otra vez. Tú no puedes revisarlo, llama a tu papá. Si será pendejo, yo reviso todo lo que le mandan a mi papá, aquí déjeme la caja. Qué suerte que sea niña, pensó, porque dos madrazos no me aguanto… Ah, qué papás de estos tiempos, ya parece que mis hijos iban a revisar mis cosas así, como si uno fuera su igual. No, de veras que no. No le parecía correcto ni justo, pero daba igual, y se pasó con todo y caja. Ella firmó; él salió con prisa.
Otros dos y me regreso, ah, qué barrio tan feo. Las casas tenían un manotazo de pintura sobre otro y donde no había niños corriendo, basura o escombro, había baches con agua podrida. La camioneta caía sobre ellos sacudiéndose y levantando olas de agua fétida. ¡Carajo! ¡Yo manejo como me dé la gana! ¿Qué no? Estos igualados, ¡y cállense, cabrones! Tuvo que dar otra vuelta haciendo chillar las llantas porque de nuevo encontró la calle con el rabillo del ojo, distraído por las voces en la parte de atrás. Enfrenó fuerte hasta hacer alto total de golpe porque un adolescente descamisado se le atravesó por media calle y se quedó ahí parado frente a él, mirándolo muy fijo. Adolescente, pues sí, pero también entrón porque se rascó las bolas en lo que otro muchacho en camiseta sin mangas llegó a la ventanilla del pasajero a preguntarle qué chingados estaba haciendo por allí. Trabajando, escuincle, no sé si sepas lo que es eso, le contestó al fulano, que apenas pintaba un bigotito adolescente, y ya que estás de ofrecido, ¿sabes dónde queda esta dirección, cabrón? Me urge. ¿Ya viste?, le dijo el del bigotito al descamisado que esperaba frente a la camioneta, es tu casa. El descamisado y el otro muchacho se encontraron a medio camino entre la defensa y la puerta del conductor, hablaron por lo bajo. Nomás eso me faltaba, otro escuincle alzado, pero ni modo, yo cumplo con entregar, murmuró para sí mismo. El adolescente descamisado y al rape miró el papelito y vio las direcciones y los nombres anotados arriba de la suya. Se acercó a la ventanilla y le pidió la caja para recibirla. Pues nomás porque llevo prisa, pinche chamaco; espérame tantito. Sacó la caja y el muchacho no esperó a que se la ofrecieran, la tomó antes de que él pudiera reaccionar y ahí, en plena calle, la iba a revisar, así nomás por los suyos. Espérate, pues, que me dijeron que no las abrieran en público, si quieres nos subimos adelante y ahí le echas un ojo. Así le hicieron.
El descamisado se sentó de copiloto y el escuincle del bigotito y la camiseta, que había estado esperando junto a la pick up, se regresó con la bolita de muchachos de la esquina. Abrió dos cervezas y corrió a pasarle una al que estaba dentro de la camioneta, luego se regresó, pero se les quedó mirando. Ok, dijo muy convencido el descamisado, sí es. Pues qué bueno, ponme aquí una firmita y te la llevas derecho para tu casa, tu papá tiene que recibirla hoy mismo. El muchacho agarró el lapicero y firmó junto a su dirección y junto al nombre de su padre, luego se le quedó viendo. Si será usted pendejo, le dijo. Se bajó de la pick up.
Escuincles desgraciados, cada vez respetan menos a sus mayores, ¡a dónde vamos a parar! Ya nomás le quedaba por entregar uno, que ni cantaba, que ni hablaba, que ni hacía murmullos. ¿Ya te aburriste, cabrón?, le preguntó y le subió a la música hasta llegar al tope. Luego le bajó por la mitad y cantó mientras buscaba la dirección que le faltaba.
La última casa quedaba de salida, pero de salida de la civilización, en lo más alejado del barrio. Se fue metiendo, metiendo entre callecitas y a cada rato se le hacía más difícil esquivar al chiquillerío que se le cruzaba corriendo a alcanzar pelotas de fútbol desinfladas o que le gritaban maldiciones porque los hacía cambiar de lugar las porterías marcadas con botellas de vidrio. En cada esquina había una bolita de adolescentes bebiendo cervezas. En cada calle, manadas de niños descalzos, sucios y malcomidos jugaban sus juegos entre la basura y el agua pestilente, apedreaban un perro, quemaban una llanta o puteaban a otro niño más sucio y malcomido que los demás. Las pocas casas que tenían pintura se escarapelaban como si usaran la piel de los leprosos; el resto mostraba los tabiques desgastados de su obra negra. Descamisados con bigotes ralos y cuerpos de talles aún estrechos lo veían fijo, cerveza en la mano, poniéndose en pie o retirando las espaldas de las paredes, amenazantes, cuando interrumpía a los menores.
Llegó al último domicilio a encontrarse con más de lo mismo, porque el señor de la casa no estaba y alguien menor respondió a los golpes en la puerta. Pero sí hubo variedad en la entrega, porque la muchacha que le abrió estaba más bien adolescente y traía una playera medio transparente, bajo la cual se le delineaban los pezones renegridos. Ella no dijo nada acerca de que su papá la dejaba ver las entregas que le llegaban ni le alzó la voz ni le vio el paquete. Ella nomás se levantó la playera hasta enseñarle el ombligo y lo invitó a pasar. A él se le hizo mala idea, pero como que ella tenía el pechito muy puntiagudo y los shorecitos muy cortos. Pues ni tan niña, pensó, y se pasó.
Ella abrió el paquete y lo miró. Lo dejó ahí en la sala mientras se ofreció a traerle una cerveza. Pues te la acepto, le dijo, pero ella llegó con dos porque hacía calor y la casa se sentía sola. Ya acabó de entregar, ¿verdad, don?, le preguntó. Pues sí, ya acabé, nomás fírmame junto al nombre de tu papá y eso es todo. Ella se sentó frente a él en un sillón con manchas de humedad. Abrió las piernas un poquito y le dio un trago a la cerveza. Si será pendejo, dijo. Ah, pinches muchachos, cómo son de irrespetuosos, susurró y la niña separó las piernas un poco más. Le propongo algo, don: si me da su dirección y su nombre, le hago una visita cuando usted me diga para repetir la dosis. ¿La dosis de qué, mija? Pues de lo que le voy a dar ahorita, no se haga pendejo. Se pasó la mano por el espacio indecoroso entre una pierna y otra, muy apenitas, pero muy de a de veras. Él se levantó y con su mismo lapicero anotó la dirección en un papel que sacó de su cartera. La acompañó a la recámara que se veía desde la sala.
Nomás cosa de entrar, le cortaron la cabeza. Ni cuenta se dio de quién. Ella se fue por la caja que había quedado en la sala y del interior sacó la cabeza de su propio padre. La acomodó junto a un florero de gerberas rojas muy abiertas y puso la cabeza del otro adentro de la caja. Copió la dirección en otra lista y la puso junto a las otras cajas de la recámara, que empezaron a murmurarse reclamos unas a otras en cuanto se reconocieron las voces. Varios adolescentes descamisados entraron a la casa y comenzaron a cargar las cajas en la parte de atrás de otra pick up que un hombre bigotudo había manejado hasta allí, haciéndola saltar entre basura, baches y cuerpos ovillados. La camioneta nueva se llenó y el hombre al volante dio un grito para acallar el incomprensible coro de murmullos, ¡carajo, que se callen!
El hombre arrancó su camioneta y revisó la lista. Junto a él, niños sucios y malcomidos ya empezaban a quemar la otra pick up, le arrojaban cadáveres de perros.
Ah, pinches muchachos, pensó, si serán pendejos.
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