Mi novia me dejó por otro y yo quedé lo que se dice devastado. Carcomido, literalmente, por la desesperación. Empecé por masticarme las uñas y ya encarrilado me seguí con lo demás: dedos, nudillos, muñecas… Terminé sin brazos y perdí el empleo. Era pianista.
Me dijeron que buscara ayuda (mi abuelita lo dijo), así que fui a eso de los Comedores Compulsivos.
Era una casa gris: parecía elefante viejo y despedía un olor desagradable.
La puerta rechinó como la tapa de un féretro y yo entré y vi a Palmenia, la encargada del grupo y dueña de la casa. Palmenia: alta, corpulenta, pesaba doscientos kilos (ella misma lo decía: hola, mi nombre es Palmenia y peso tanto). El pelo teñido de rubio, la boca pintada de amarillo.
¡Es preciso que te quedes en la casa!, dijo con aquella boca.
¿A vivir?
A vivir.
¿Cuesta mucho?
Gratis.
Lo pensé un segundo y dije: vale.
Las habitaciones eran diminutas. Muros verdosos. Camas duras. Había sólo una pequeña claraboya, cerca del techo, por donde se filtraba una luz blanquecina y lechosa. Una luz enfermiza.
Andaba todo el día masticando un juguete de caucho para distraerme.
Desayunábamos, comíamos y cenábamos platos de avena y vasos con agua. Había otros pacientes, aparte de mí. No había televisión. La mayor parte del día la pasábamos arrastrando nuestros cuerpos contra las paredes, confeccionando llaveritos de madera, pulseritas de plástico. Además, reflexionábamos. Había que reflexionar y luego hablar de nuestras reflexiones.
Palmenia levantaba el dedo índice (largo y pesado, un cañón) y lo apuntaba sobre ti para después bramar tu nombre.
¡Roberto!
Yo no me llamo así. Roberto era otro paciente.
Su problema: lo andaban queriendo casar con cierta muchacha no precisamente fea pero muy pesada de carácter y él se oponía con fervor. Había intentado, sin lograrlo, cancelar la boda. Entonces decidió escapar. A través de sí mismo. A través de su propia boca se fue escabullendo poquito a poquito, bocado a bocado. Primero las manos, los brazos, las piernas, el torso… ya sólo quedaba la pura cabeza. Roberto era pura cabeza. Depositada sobre una silla, con semblante inofensivo, soñoliento.
¿Eh? Sí, mis reflexiones, dijo, aclarando la voz:
…De niño yo quería ser punk pero no me dejaron.
Lo dijo despacio, como repitiendo la tabla del dos y no queriendo equivocarse:
…Pintarme el pelo de verde y usar camisetas con dibujos de calacas. Mi madre… ella, embadurnaba mi cabello con… brillantina. Y perfume, litros de perfume. Yo quería ser vagabundo, no abogado. Me obligaron a estudiar. Y ahora tratan de obligarme a… contraer… matrimonio. ¡Obligar, obligar, obligar!
Aquí la voz de Roberto se quebró, dando paso a un lloriqueo finito y lleno de tropiezos. Un paciente negro de nombre Fortunato que estaba sentado junto a él deslizó por sus ojos (de Roberto) un pedazo de papel higiénico.
¿Señorita, le gustó mi reflexión?
La señorita Palmenia hizo un mohín y agitó la mano (cubierta de anillos) en el aire, como si fuera un avioncito que se tambaleara y dijo: sí, bien, más o menos.
En seguida: ¡Fortunato!
Éste adoptó la pose del pensador; con voz estudiada, mirando a Palmenia, dijo: me gustan las mujeres, mucho…
Había que creerle. Su novia, de nombre Lola, también estaba recluida en la casa. No podían tocarse, lo tenían prohibido. Es que había entre ellos un romance carnal pero que muy apasionado, de esos que destruyen. A Fortunato le gustaba tanto Lola que le había comido varios cachos, como si en lugar de novia fuera un postre. Lola era guapa, o lo había sido, y tenía un buen cuerpo, aunque ya no le quedaba demasiado. Le faltaban un brazo, una pierna, un ojo, una chiche y un glúteo.
…Son deliciosas (machacaba Fortunato): pero Lola… es una verdadera exquisitez. Qué sabor, señorita Palmenia. Los dedos le saben a miel, los pechos a tequila. Yo me emborracho con Lola y vivo atormentado, señorita, con la idea de lo finito. ¿Qué voy a hacer cuando se acabe, cuando ya no exista más Lola en el mundo? Todo lo que puedo hacer es devorarla de a cachitos, para que me dure. Qué proeza. Porque siento el impulso de arrojarle un solo gran mordisco y engullírmela de golpe, aunque muriera yo de indigestión.
Aquí la voz de Fortunato también se quebró. Un quebradero de voces era aquello.
¡Lola!
¿Qué?, dijo ésta, y le ganó la carcajada (juar juar).
Tenía pinta de muñeca nueva que envejece de un solo, implacable zarpazo. La greña: enredada, esponjada. Una ojera, una sola, bastante profunda. La sonrisa estirada en su rostro causaba un poquito de miedo.
¡Qué!
¡Tus reflexiones!
El ojo de Lola patinó un momento.
Yo siempre… —dijo— ¡hequeridoserdevoradaporunegro!
Lo escupió de repente, con gran seriedad, y nos miró a todos, como sorprendida y asustada de sí misma. Y volvió a estallar en risas.
¡Puf!, dijo Palmenia, ¡estás insoportable!… ¡Florencio!
Un sujeto robusto de rasgos vikingos, rasgos duros y encabronados, posiblemente estaba así de nacimiento. Ése era Florencio. No hablaba gran cosa. Tenía problemas con la gente. Lo escuchabas mascullar a cada rato: “no tolero a los pendejos”. Cuando le caías pesado te zampaba de mordidas. Un jefe que tuvo, que era bien mamón, acabó patizambo de una sola tarascada. Una novia que era muy sentimental y que lloraba mucho terminó sin ojos. Te observaba siempre fijo (cuando se dignaba observarte) como si estuviera decidiendo en qué casilla entrabas tú: pendejos/no pendejos.
¡Reflexiones!
La respuesta de Florencio fue una leperada típica.
Palmenia prefirió no molestarlo. Al fin dijo: Vladimir.
Y respingué, por menso.
Platiqué lo de mi novia (yo tenía una novia que…): se me compadecieron. Más que reflexiones mis palabras parecían lamentos, canciones rancheras.
Concluyó la charla y salimos al patio.
Un patio interior de mosaicos quebrados, cubiertos de moho.
Tiempo de sudar, proclamó Palmenia.
Y puso un caset de música moderna; mientras nosotros efectuábamos agachadillas, lagartijas y demás flexiones (conmovía ver a Lola, con su sola pierna, realizando agachadillas), Palmenia nos contemplaba pacíficamente desde una mecedora, dirigiendo nuestros movimientos, como si de una orquesta se tratara, con su largo y pesado meñique.
También Roberto, la cabeza de Roberto, nos observaba desde otra silla, con ojos alegres.
Uno. Dos. Tres.
Uno. Dos. Tres.
Luego a fabricar más llaveritos y pulseras.
Las noches en la casa eran de un silencio casi total, sólo perturbado por unos lamentos que salían como fantasmas cada diez o quince minutos a recorrer los pasillos. ¿Lamentos de quién? ¿Míos? Fuera de eso la superficie del silencio incólume, un silencio como un pozo. Tú, a lo largo de la noche, ibas descendiendo por ese pozo y con cada minuto transcurrido tu soledad se volvía más intensa, más irremediable, hasta que llegabas al fondo y te sentías como en las nubes. Empezabas a entender. A veces, en las profundidades de la noche, uno ve mejor las cosas. Yo, por ejemplo, pude contemplar mejor los amargos puntiagudos jodedores contornos de mi soledad.
Alejandrina. Eso éramos: Alejandrina y Vladimir. Pues bien: Alejandrina jamás me había querido. Recordé, estando en el fondo del pozo, cómo nunca se acordaba de mi cumpleaños, cómo le costaba incluso recordar mi nombre. Le gustaban los músicos, nada más. Y yo era pianista. Pero se aburrió del piano y me cambió por un saxofonista. Maldita mujer.
Comprendí que estaba solo y sin amor. Me sentí más tranquilo y ligero.
Había encontrado, como quien dice, la paz.
Perfecto, la Paz.
Corrí a decírselo a Palmenia.
Oyes Palmenia, fíjate que ya encontré la paz y…
En eso estaba, rindiendo el informe de mi memorable hallazgo cuando ¡sopas! Recibí en la cara un gigantesco puñetazo. Mi descubrimiento al parecer le importaba un comino. Entonces deduje (desde antes ya tenía sospechas) que estaba secuestrado. El dolor nos vuelve ciegos, ya lo decía mi abuelita.
Se lo dije a los demás, lo del secuestro.
¿Mmmm, secuestrados?, dijo Lola, con recelo, como si tratara de encontrarle un saborcito a la palabra y por lo visto se lo halló chistoso porque se aventó a reír: juar juar.
Fiu, fiu, silbaba Roberto. Secuestrado, no secuestrado. Le daba lo mismo.
¡Déjenos ir, señorita Palmenia!, reclamó Fortunato.
¡Ni madres!
Florencio, enfurruñado en el rincón, no hacía más que gruñir, gruñir y dirigir a Palmenia sus miradas de vikingo encabronado, las miradas más temibles que haber puede. Mientras tanto aquella conminaba con sus labios coloridos: ¡Llaveritos!
¡A la mierda con sus llaveritos!, dijo Lola.
¡Pónganse a reflexionar!
¡Reflexionar mis huevos!, dijo Fortunato, apretujándose los consabidos.
Cuántas leperadas.
En las noches yo miraba el cielo azul marino por la claraboya, miraba mis manos patinar sobre un teclado imaginario e infinito. Extrañaba la música, es la verdad.
Y una de esas noches, mientras yo (tal vez no sólo yo) deliraba, Roberto, la tierna y tranquila cabeza, desapareció. Al día siguiente lo buscamos y nada.
Nos hallábamos (por fin lo veíamos) cual inocentes moscas atrapados en la tela de una araña gorda y repugnante.
¿A todos los internos te los comes, verdá? (voz de Fortunato).
Cochina (voz de Lola, entre risitas).
Tragona (yo).
Comegente (otra vez Fortunato, con exaltación).
¡Por eso ya quedaste así! (voz de Lola).
¿Así cómo? (Palmenia, furiosa).
Pues panzona (risita de Lola).
Con lo cual se terminó de armar.
Palmenia, rígida, cerró los ojos, o dejó caer los párpados, mejor dicho, y luego hizo un ademán que parecía el saludo nazi pero que quería significar “esperen”.
Se metió por un pasillo y regresó con un palo.
Eléctrico.
Vaya corretiza.
¡Prac!, chispeaba el palo cuando te rozaba y tú sentías que te zumbaban hasta las orejas.
Pero al final Palmenia se hartó de correr y se echó a descansar en medio del patio. Allí estaba, con las piernas abiertas, desparramada sobre los mosaicos rotos. No sólo cansada, resoplando, sino triste, al filo de llorar.
Lanzó la reflexión siguiente…
De niña soñaba despierta que vivía en el campo. Una casita color amarillo. En la casa había conejos y tortugas. Un perro grande que en lugar de perro parecía caballo. Luego dejé de ser niña, me puse a crecer y crecí demasiado. No cabía ya en la casita que tanto soñaba y paré de soñar. Me resigné a vivir aquí, en esta casa gris y grande que huele a podrido. ¿Por qué huele tan mal? ¿Seré yo? El amor jamás lo conocí. Ni los conejos. No tengo amor ni paz. Tengo eructos y tormentas.
Y quiso continuar pero en lugar de ello se tapó los ojos con las manos. Una mole de carne sollozante es lo que era. Me inspiró mucha ternura, para qué mentir, y me acerqué para tratar de consolarla, ¡pero cómo, con qué manos! Con el pie derecho estaba a punto de brindarle unas pequeñas palmaditas… No lo conseguí, porque la mole sollozante se tornó de pronto en mole sonriente; sujetaba mi pierna con codicia, cual si fuera un pastelito. Abrió la boca, vi sus dientes amarillos y cerré los ojos.
Después lo que hubo fue un ruido aplastante como el de una tromba y…
Crunch, crunch, crunch…
¡Florencio!
Florencio me salvó la pierna y de paso la vida. Mgff ghhmm, rezongaba el vikingo, masticando un gran pedazo de mondongo, que luego escupió. Mientras tanto Palmenia, lo que todavía quedaba de ella: en el suelo, en medio de un charco de sangre.
En medio de un charco de aplausos.
Nos largamos por fin de la casa y nuestras vidas continuaron. Fin.
Florencio se metió de cobrador. A la gente le dicen: o nos paga o le mandamos al vikingo. Y todos pagan.
Yo sigo tocando el piano (con los pies) y la gente me adora.
Lola ya no existe; Fortunato, pese a todo, se la terminó de escabechar y como consecuencia padeció profundas depresiones. Me corrijo, fue una sola profunda depresión, que ya es bastante. Anduvo solo y triste por un tiempo… más bien corto, porque no tardó en hallar otras mujeres de sabores exquisitos que accedieron, con grititos de emoción y todo, a ser devoradas por él.
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