No. 139/CRÓNICA

 
La santa de los casos perdidos


Norma Irene Aguilar Hernández
Facultad de CIENCIAS POLÍTICAS Y SOCIALES, unam
 


Por los violadores... ruega por ellos. Por los ase­sinos... ruega por ellos. Por los secues­tra­do­res... ruega por ellos. Los fervorosos que la desesperación ha convocado en el recinto guardan si­lencio, aprietan los ojos y se concentran para pre­sen­tar todos sus males —por orden de importancia— al esqueleto con túnica de soberana celestial.

Con los ladrones, los presos, las prostitutas y los en­fermos de sida se acaba la lista de peticiones en coro. Ha llegado el momento de implorar clemencia parti­cular a La Santísima Muerte, la que todo lo puede, la que todo lo da —juran los convencidos— en menos tiempo que San Judas Tadeo o cualquier otro acree­dor de la gloria en las alturas.

Aunque descalza y privada de carne, aquella ar­ma­dura de huesos a tamaño natural es la imagen prin­cipal de la estropeada casona sin tendencia barroca. Sus cuencas vacías paralizan a quien la mira por pri­mera vez, pero consuelan a quienes la ensalzan como sabedora de todos los dolores humanos. Hacia Ella camina, escurriendo tristeza, una mujer que no aguan­tó restregarse la cara con el manto de encaje hasta que terminara la misa.

De rodillas, aquel ser humano —de alma con­tra­riada y cabeza encogida— soba dos manos yertas pa­ra escupir la súplica de una vida mejor. Aunque igno­ra las miradas que se han clavado en su agonía, un ensordecedor reclamo le obliga a alejarse del tuétano milagroso, por demás frío y con un aspecto que re­cuerda los dientes podridos:

¡Óyeme negra, pareces burra! ¿Qué no sabes que na­die puede saludar a La Santa hasta que acabe la mi­sa? Primero es Dios y después Ella, así que no pases como Juan por su casa y arrodíllate frente al altar mayor. Si pasas, persígnate, si regresas, persígnate... Todo si­lencio.

punto de partida 139¡Carajo! Entiendan que mientras estemos bien con Dios y con La Santa, que se vayan a la tiznada los an­gelitos... termina de vociferar el padre David Romo Guillén con la misma mezcla de orgullo y seguridad que le provoca el que todos sepan que casó a la actriz Niur­ka con su amante, Bobby Larios. Así, queda cla­ro que primero está Dios y después La Santa Muerte, y tam­bién que esta noche sobra pedir a los ángeles, a otros san­tos y a los hermanos que intercedan por uno ante Dios.

Enmudecen las bocas que parecían murmurar sólo la letra S, como si hubieran comido con mucho chile. Cuando los fieles abren los ojos, la esperanza de vi­sualizar a La Flaquita se convierte en otro intento fa­llido por conseguir el milagro del que hablan muchos, en el recinto y también en revistas como Devoción a la Santa Muerte, La Santísima y Altares.

A las ocho de la noche con quince minutos, el San­tuario Na­cional de la Santa Muerte ve ocupadas todas sus si­llas de plástico. Cerca de trescientas personas recordaron que cada día 1º y 15 del mes hay que agra­decer las bon­dades recibidas. Otros, desempleados, indi­gen­tes, sala­dos, con mal de ojo, pobres, alco­hó­li­cos y demás necesitados de misericordia divina tam­bién acudie­ron a esperar pronta respuesta.

Fiel y única compañera de Jesucristo después de la cru­cifixión, concédenos sentir tu fuerza, poder y omni­presencia esta noche, 15 de diciembre del 2005... A excepción de unos cuantos desesperados de reciente devoción, todos los presentes saben cómo responder a las palabras del hombre con sotana violácea y blan­ca: Alabada seas Santa Muerte hasta el fin de los tiem­pos... alabada seas.

punto de partida 139Algunas personas que no alcanzaron asiento, no pierden tiempo y acomodan —lo más cerca que se pue­da del altar mayor— sus botes, mochilas o lo que trajeron para escuchar a gusto la misa del último día 15 del año. Las ancianas que ocupan los mejores lu­gares, miran de reojo la escena y se jactan por haber llegado a saludar a La Niña Blanca —y a reservar sus sillas con bolsas de mandado— desde antes que ter­minara la misa de las seis de la tarde.

No se les olvide que el 2006 será el año del ad­vien­to. Córranle a comprar sus veladoras en la limosnería por­que son necesarias para el proceso de la purifica­ción. Des­pués va a valer gorro, ¿eh?... no termina de ad­ver­tir el padre David cuando ya una marea de fieles —con sus cuarenta pesos en mano— se ha desplazado a la tien­di­ta de recuerdos que se encuentra junto a la iglesia.

Quienes se abstuvieron de comprar anillos, dijes con ojos de piedritas, escapularios, estatuillas de La Ni­ña o veladoras permanecen en sus lugares, listos para canturrear y aplaudir los versos que el arzobispo primado de la Iglesia Católica Apostólica Tradicional México-USA entona al micrófono: No hay Dios que ha­ga maravillas, como las que haces tú. Y la montaña se moverá, se moverá, se moverá. Gloria, Gloria, ale­lu­ya, La Santa avanza ya.

En casa de La Santa Muerte los sonidos no rebotan ni se atoran en los oídos. Cada plegaria, súplica o re­primenda del padre David huye hacia la otra mitad del terreno, la que no tiene techo y donde espera atención no sólo la Virgen de Guadalupe, sino también San Ra­món Nonato —el que les encadena la boca a los chis­mosos— y una enorme figura de bulto que, asomada desde una esquina sombría en lo alto, recuerda a San Judas Tadeo.

Muchos rostros desfigurados, gracias a que la vida se ha vuelto una pesadilla, piden fuerzas a La Santí­si­ma Muerte para que los dos colores de sus veladoras de adviento surtan efecto en el 2006. Todo el pasillo que da vida al santuario de La Peloncita se tiñe de ro­sa y morado, en espera de que ahora sí se enderece la gente gasta pesos y cuida centavos; además, de que por fin se aleje el infortunio y llegue la prosperidad a la familia, la salud y el amor.

Los que alcanzaron un pedazo de suelo donde des­cansar las rodillas, elevan su veladora para que el sa­cerdote haga y diga lo suyo: Santísima Muerte, mi mano está llena de tu bendición. Mátales los piojos a todos es­tos con la gracia de Dios... Un inconveniente corta la oración y hace que el padre David no termine de lan­zar su plegaria al cielo:

¡Ay, cómo serás baboso! Sí, tú, el gordo de amarillo. Las tres monedas benditas se le quitan a la veladora an­tes de prenderla. Esas son para que las lleves a tu casa cada día 1º y 15 del mes. ¡Con razón te estás que­man­do, burro! La vergüenza dibuja una sonrisa engaño­sa en la cara del reprendido quien, para evitar que se le siga achicando el corazón, saca una estampita de La San­­tísima Muerte y se dispone a repetir la oración de La Guadaña Protectora.

punto de partida 139 Sigue la verbena para atraer la atención de La Ni­ña Blanca. Los feligreses se incorporan —como Dios y La Santa Muerte les dan a entender— para ungirse con un baño espiritual, frotándose todo el cuerpo con la veladora de adviento, empleando la fuerza nece­sa­ria para arrancar toda costra de mala suerte que trun­que el año venidero. Mientras algunos hombres tallan con viva pasión sus brazos, cabeza, espalda y piernas, las mujeres po­nen especial atención en el bajo vientre —más las em­barazadas—, el pecho, la nuca y los ojos. Niñas y niños suplican a sus padres que los purifiquen también. Uno que otro confiesa, a una desconocida, su esperanza de que la Señora de las sombras interceda por ellos en la escuela y acabe con las malas califi­ca­ciones.

El hombre de cuarenta y tantos años, que está al mi­crófono, mira a su gente y dice con su tono carac­te­rís­tico: Lo importante es dejar de ser tan mula para que se le salgan a uno los chamoys. Porque, ¿ahora sí, no? Ya viene Navidad y muchos sólo esperan tragar en la cena del 24 y en Año Nuevo. Luego se ponen todos tu­rulatos y hasta atrás ¿verdad? Pero eso sí, en la arru­lla­da de los niños aí nomás las abuelitas andan re­zando.

Va de nuevo el sermón para quienes —a falta de una figura de Jesucristo crucificado en el altar mayor— insisten en violar el primer mandamiento de la ley de Dios: ¡Persígnate cuando pases al frente, chamaca! Uno que otro devoto aprovecha que el padre besa la Biblia y limpia el cáliz, para caminar de puntitas ha­cia La Santísima Muerte y acariciarle el cráneo, tocar su manto y apretar los huesos secos de sus manos.

Se acerca la parte final de la misa y muchos ya sa­ben que hay que estar junto a los agradecidos en fe­chas importantes, porque son los más dadivosos a lo largo del día. Mientras el padre David reza entre dientes y otros fieles atienden el reverso de sus veladoras, fa­mi­lias com­­pletas regalan velitas rojas en forma de cala­vera, escapularios de La Niña, estampitas para la cartera y una buena dotación de dulces.

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Con todo y bullicio, las gargantas vuelven a dar mues­tra de sus dones vocales: Creo en vos, arquitecto o ingeniero, artesano o carpintero, albañil o labra­dor... Durante el torrente de aplausos se distingue otro re­gaño, ahora para el hombre que se desvive por acer­car a los fieles más recónditos un costalito de ter­ciopelo verde, amarrado a un palo de escoba: ¡Recoge hasta la última limosna, baboso! Y ustedes no sean tan ojos con La Santa y móchense con algo, es para hacer­le más bonito su altar.

Nadie se quiere ir sin saludar a La Niña y sin con­solidar las múltiples bendiciones de la noche con una rociada de agua, así que, en un segundo, todos elevan cualquier cosa que traen de La Santa Muerte y se apre­tujan para que los alcance un raquítico chorro que sale del agujero de una botella de plástico.

¡Suficiente! Ya saben que nuestro bálsamo es más fuerte que el agua bendita y de todos modos quieren que los bañe... se defiende el padre David de la gente que todavía no puede irse contenta. Sus últimas pa­labras dan luz verde a todos los que ya no resisten acercarse a La Santita:

¡Oigan! El 1º de enero vamos a tener mariachis pa­ra La Niña. Anótense con Ivonne los que vayan a coo­perar. Ya están disponibles los costalitos con semillas de la abundancia en la limosnería. Acuérdense que ca­da mes se quema el vestido que usó La Santa y con las cenizas se hacen estos amuletos.

¡Ah, se me olvidaba!, el 29 de diciembre es mi cum­pleaños y chin chin el que no me traiga regalo. ¡Pus sí! Todo el año lo traen a uno negreando y me lo merezco. Aunque ese día ni me van a ver porque me voy con mi fa­milia, me dejan todos mis presentitos en la oficina, ¿eh?


En la planta baja de aquella casa que todavía su­pli­ca su terminación, yace improvisado un letrero tras la úni­ca puerta de entrada: Parroquia de la Mi­seri­cor­dia y primer Santuario Nacional de La Santa Muerte. Quie­nes consideran que no sólo la vida tiene su en­canto, ca­mi­nan hasta el fondo de la construcción para de­saho­­garse ante la osamenta engalanada con ofren­das dis­persas, ataviada con un cetro y una corona dignos de toda quinceañera que quiso fiesta con chambe­la­nes.

Exilian las preocupaciones al verla. Ella, desde su tro­no, agacha la cabeza, mira a todos y conserva la ma­no ex­tendida para mostrar todo lo que le han obse­quia­do los que la saben gustosa del tequila, ron, je­rez, mezcal, cerveza y aguardiente. Alguien parece adivi­nar que a La Niña Blanca se le antojaba un cigarro.

Se extienden las espirales de cada fumada que el acomedido lanza al rostro descarnado de La Santa Muer­te, en su honor. Pronto las flores, dulces, frutas, cho­co­lates, tabaco, incienso, loción contra todos los males y muchos alientos humanos espesan el aire en aquel rincón de rocas verdosas a media luz.

Es el momento que todos aprovechan para depo­si­tar una moneda —que no le dieron al hombre del cos­ta­lito— en una máquina con muchos foquitos en forma de flama. Por cada peso se enciende una velita que —según un letrero— es igual de efectiva que las de pa­rafina.

Ya pasan de las nueve en el reloj y quienes trajeron sus fi­guras mortuorias a escuchar misa, protegen su teso­ro con el mismo cuidado que se procura a un recién na­ci­do: cobijas con laboriosos bordados, gorritos de es­tam­bre, trencitas postizas. No muchos se acuerdan de pe­dir, en la limosnería, su algodón impregnado de Aceite del Santísimo.

Es bien bueno para quitar cualquier dolor. Usté no­más se frota bien duro donde le duela, reza tres ve­ces el Padre Nuestro, tres el Ave María, luego quema el al­go­dón y lo tira lo más lejos que pueda... aconse­ja Ma­ría Sánchez, la encargada de la tiendita, a una mu­jer que acude por primera vez. Después, reza la Oración para casos y cosas desesperadas, porque ésa es la más efec­tiva. Uy, verá que se va de su vida cual­quier dolor. Aquella mujer, como de cincuenta años, ocupa los últimos minutos de la jornada para con­sen­tirse con un cigarro y para reafirmar el conteo de las ga­nancias del día.

Las vendedoras del puesto aledaño sorprenden a la misma mujer con una pregunta que, suponen, es la cau­sa de su naciente devoción: Oye, amiga, ¿quieres te­ner a tu amado comiendo de tu mano? Para esos casos tie­nes que tener una Santita con túnica roja. Que ya venga preparada, ¿eh? Primero la consagras en el chorro de agua y le dices: "Santísima Muerte, desde hoy dispón de mi casa como tú quieras."

Antes de dar la fórmula secreta para el amarre, las dos jóvenes ponen de cabeza una estatuilla de La San­ta Muerte en color rojo, para mostrar a su clienta que La Niña le hará el milagro de hallar el verdadero amor —por trescientos cincuenta pesos nada más— gracias a todo lo que trae incrustado en la parte de abajo: se­mi­llas de pirú, fino polvo dorado...

 

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Primero mezclas tu loción y la que usa tu hombre, luego pones a hervir un manojo de hierbas de aire. A la agüita donde herviste el ramo le echas la mezcla de los perfumes, medio litro de agua de azahar y veintiún go­tas de esencia de La Santa Muerte. Con eso te bañas tres días seguidos sin que te seques con toalla, le pides a La San­ta y verás que cae porque cae.

Las calles de Bravo y San Antonio Tomatlán se vuel­ven cómplices de lo sucedido en la colonia Morelos. Saben que, según las dos jóvenes que atienden el pues­to, es importante elegir bien el color de la túnica que tendrá La Santa Muerte antes de llevarla a casa.

El blanco limpia las malas vibras y la envidia; el do­rado atrae el dinero y el negro es protección contra la brujería. Te conviene llevarte una de cada color. O la de las siete potencias, que trae todos los colores. Vale mil pe­sos, pero La Niña viene con su guadaña de la justicia, con el mundo en la mano, un buho que la cuida, su re­loj de arena para llegar por ti a la hora y una balanza que nivela la vida y la muerte.

Enfrente del santuario hay un hombre seguro de que La Santa Muerte también ocupa un lugar a la derecha del Padre, o del Hijo. Franelero por gusto y amor a La Huesuda, Juan se acerca al último coche estacionado para que los dueños no se vayan sin pagar el estacio­na­miento. En un segundo, mete la cabeza por la ven­ta­na del conductor y congela la sangre de los que van a bordo.

Ustedes me cayeron bien y les voy a platicar algo. Yo como que le tengo coraje al padre David porque cuan­do yo estaba de chalán para construirle su altar a mi Ni­ña, nada más me pagaba cuatrocientos pesos, y al me­ro me­ro le daba ochocientos. Yo era el que se llevaba to­das las friegas, pero dije: ¡Pos por mi Niña yo hago todo! Y an­daba bien entusiasmado con eso del altar, hasta una fuen­tecita con lucecitas le iba a poner.

Sólo la molestia que le causa quitarse la gorra lo in­terrumpe. Para entonces, un ligero vaho alcohólico se ha internado en el automóvil. La vez que me cansó el pa­drecito, de plano yo dije: ¡Hasta aquí! y dejé de ir a seguir con el altar. Es que aquella vez estábamos en mi­sa, y el David que le grita a una chava: ¡Bríncale, brín­cale, muévete con fuerza aunque te reboten las chichis!

 Sus ojos intentan mirar a la mujer que ya conoce la fórmula del amor; su lengua, entorpecida, dice: Yo le tengo mucho cariño a mi Santita porque me hizo un mi­lagro bien grande. Ya tenía rato que yo andaba per­di­do por una chava, pero perdido en serio. Total que anduve tras ella y se hizo mi novia, pero yo creo que fue para que la dejara de molestar. Según éramos novios y siempre me decía que no tenía tiempo para mí. Fue cuando yo le supliqué a mi Niña que me ayu­da­ra. Le dije: Si ella es para mí, déjala conmigo, tú sabes cuánto la quiero. Y no tardó mucho, como un mes. ¿Y qué creen que pa­só?... Se fue con otro. Por eso yo di­go que mi Santi­ta es bien milagrosa. Ella sabía que esa chava no se iba a quedar conmigo y me ha dado fuerza, pus pa' se­guir aquí...

Aunque sabe interminable su lista de peticiones, La Niña Blanca tiene muy pocos ruegos para des­can­sar en paz en su trono: Hijo, por favor no me dejes ci­garros encendidos porque me quemo, ayuda para mi vestido dejando tu donativo en la oficina y no me dejes billetes en la mano porque me los roban.

El viento amenaza con volverse más frío en el ba­rrio de Mixcalco. Una racha helada se atora en los hue­sos. Mientras otros santos fueron venerados en minúsculo altar, en aquella casucha de lúgubre semblante pide tregua La Santa Muerte, llevando en su hábito las úni­cas estrellas de la noche.