No. 139/EL RESEÑARIO

 
(Sencillamente) espectacularmente
supersónico


Luis Tellez Tejada




 

punto de partida 139Con el estigma de ser música de ele­va­dor, de avión, de película de Mauricio Gar­cés (hay ciertos círculos que si­guen odiando lo insulso de aquel cine que re­­tra­ta lo ingenuos que fuimos hasta pa­ra el erotismo), de comercial, incluso los arre­glos y com­posiciones de Juan Gar­cía Es­quivel permanecieron mucho tiem­po ol­vidados, rele­ga­dos a puestos de dis­cos de segunda mano, perdidos entre joyas sonoras igual­mente ve­ja­das por el tiempo en ca­jas pol­vorosas expuestas bajo el sol en espera de al­gún ar­queólogo musical que valorara su contenido encriptado en el código del vi­nil.

Desde la década de los cincuenta del siglo que se fue hace seis años y hasta po­co antes de morir en 2002, Esquivel se mantuvo fiel a la música, a la re­creación del espíritu humano a través del oído frente a su piano y al amparo del supino ingenio que lo acom­pañó, únicos recursos con que invocó la vitalidad im­presa en su obra. Sin embargo, el legado del crea­dor de la música sonorámica quedaría aletargado en el ir y venir de modas que hicieron del pop el sound­track de los últimos treinta años del siglo XX.

Y cual lugar común en que se convierten las bio­grafías de artistas, ahora se re­con­sidera la música de Esquivel y se le llama visionario; se dice de él que se an­ticipó a su tiempo y todo un rosario de frases he­chas que afortunadamente cobran sentido ante genios co­mo el músico morelense del que hablamos.

punto de partida 139 Abril llegó a la Ciudad de México con un homenaje a Juan García Esquivel, te­niendo como escenario el neoclásico y recientemente re­mode­la­do Teatro de la Ciu­dad (siempre será más bonito decirle Esperanza Iris, los lugares con nombre de mujer despiertan emo­cio­nes corporales) y como marco el XXII Fes­tival de México en el Cen­tro Histórico (ha cambiado tanto de nombre que en rigor sería el segundo o ter­cero, mante­niendo la calidad y el alma origina­rios).

Lloviznó sobre el centro de la ciu­dad, el aforo del recinto se completó a tem­pra­na hora. El público era bastante sintomático del fenómeno loun­ge: o jóvenes o vie­jos, todos notados conocedores de la música antaña que regresa a ocupar los gustos de numerosas personas; en medio, una generación au­sen­te, los padres de los pri­me­ros, hijos de los segundos, aquellos que dejaron el kitsch para dar paso al re­sur­gimiento (y si seguimos con revaloraciones, a este paso nuestros hijos van a rescatar las seña­s de humo) de la música popular y tradicional de los pueblos latino­a­me­ricanos, aquellos que marcharon con Leonard Co­hen y que recorrieron el mundo cantando a Silvio Rodrí­guez. Aquí estaban los que dejaron atrás los extre­mis­mos y han apren­dido gozosamente a llevar en el reproductor de mp3 a Mahler y a Rigo Tovar, o aque­llos que jamás dejaron la música instrumental y ahora sintonizan El Fonógrafo (le da la hora y la tem­peratura) enojándose cada vez que programan a Mo­ce­dades o a Napoleón porque va contra la nostalgia bolerística y de big band.

La música instrumental (el simple término remite a un abuelo bonachón rocian­do colonia Sanborns en su pañuelo para salir a co­brar la pensión) de Esquivel no dis­frutó en otros tiempos el escenario de un espa­cio consagrado al arte, era mú­si­ca de centro nocturno (una reco­pi­la­ción de Es­quivel da cuenta de ello: Ca­ba­­ret ma­ñana, RCA, 1995), como lo sugieren las fotos mostradas en una pésima pro­yec­ción que despertó el chiflido desde pri­mera fila hasta gayola, que daba cuen­ta de los lugares futuristas en ciudades estadou­ni­denses (los supersónicos en su máximo es­plendor: unicel y papel aluminio) donde se presentaba la or­ques­ta de Es­quivel.

Llegó, pues, dicha música a un escenario en el cual apre­ciarla, interpretada por un conjunto ecléctico en donde los haya de intérpretes que como solistas le ha­cen al blues, a la música de cámara, al jazz o al tiki: la Waitiki Orchestrotica, sí, una or­questa de música exótica. Y no es que haya música exótica per se (no ima­gino qué adjetivo le pondría un decimero jarocho a Ute Lemper), más bien las relaciones que se esta­blecen en la aldea global entre parientes lejanos que descubren rasgos co­munes con el otro y viceversa es lo que des­pierta la sensación de exotismo. ¿Por qué aquello que parece tan distinto me es tan cercano? (que no igual).

De aquellos extraños encuentros surge este ho­me­naje: un disco hallado en una tienda de saldos, la im­posibilidad de encontrar las partituras, divertirse en el es­ce­nario y llenar un teatro con un público ex­pec­tante, que esperaba desde hace déca­das o desde hace un par de años sublimarse con un cóctel de jocosidad magis­tral­mente construido.

Los veintiún músicos en escena rápidamente llena­ron el espacio con “Night and day”, primero dejando, paulatinamente, crecer a los ins­­trumentos, acústicos to­dos, para después dar paso a las fusiones rítmicas que hicieron grande a Esquivel: chachachá en “Andalu­cía”, mambo en “Frenesí”, jazz en la “Marcha nup­cial” de Mendelssohn.

Así es el lounge, la dimensión de la mez­cla, ese espacio identitario para la con­vivencia de los géneros, de los tiem­pos, de los lugares más disímbolos (va­rios de­sea­ban acompañar la música con un martini de man­go y mezcal), la Waitiki mues­tra lo sublime de la va­riedad, saxofones y acordeón, guitarra acústica y corno, orquesta y voces sublimando las diferencias al com­pás de “Mini skirt” (“faldita” traduciría Brian O’Neill, gran promotor y bailarín de la noche) o de “Senti­mental journey” (con silbidito de obrero neoyorkino y toda la cosa).

Asistir aquella noche al concierto de la Waitiki Or­chestrotica pareciera un viaje al pasado y al futuro, a ese lugar temporal en donde se encuentra el futuro ima­gi­nado que es posible en el arte, en el lounge, en el kitsch, de disfrutar con lo que al­guna vez fue insul­so. Faltaron temas, no hay quien después de escuchar “Torna a Sorrento” con arreglos galácticos quede tran­qui­lo. La concurrencia pedía varios e insospechados títulos (conocedor el público para citar a los clásicos): “Nereidas”, “El mambo universitario”, “Mucha mu­chacha”, y por supuesto, aquel tema que sigue a la es­­pera de una buena persecución cinematográfica: “El cable”.

La orquesta agradeció el aplauso y la alga­rabía con un inacostumbrado encore que cerró la más supersó­ni­ca de las noches de la primavera de 2006.