Y me solté el cabello, me vestí de reina.
Todos me miran.
“Todos me miran”, Gloria Trevi
Son las diez de la noche; la Zona Rosa comienza a despertar y, mientras, yo pido cuatro de pastor con todo. El ajetreo de la calle Génova lo alimentan grupos de chicos que visten ropa entalladísima y de colores estrafalarios. Caminan altivos, presumen elaborados peinados y se lanzan miradas que aniquilan. La elocuencia de sus cuerpos termina de formular una declaración en contra de una sociedad hipócrita que no acaba de decidir cómo mirarlos: si con sorna o con desprecio. Quizá sin saberlo —o con plena conciencia de ello, qué importa— los muchachitos de la Zona Rosa transgreden un sistema de valores que se empeña constantemente en oprimirlos. Sin embargo, estas calles les pertenecen: pronto, los antros de Amberes se verán repletos de jovencitos que bailarán coreografías bobaliconas en deplorable sincronía. Es sábado y la noche se pintará pronto de colores neón. Es sábado y la noche acrecienta su sed de carne. Es sábado y la noche reclama sus cuerpos.
Sin embargo, la meca se encuentra tres kilómetros al noreste por Paseo de la Reforma, en un congal pequeño de República de Cuba que, desde el nombre, promete una mezcla de exotismo y fiesta descontrolada: Marrakech Salón. Desde que “el Marra” comenzó a funcionar, el éxodo es inminente. La Zona Rosa se encuentra en lo que muchos califican como un periodo de franca decadencia, aunque imagino que las calles de la colonia Juárez no terminan de ser culpables, sino el tedio de regresar siempre a los mismos lugares, caminar siempre por las mismas calles, cruzar siempre los mismos umbrales. El ánimo expansionista del hombre acabó invadiendo a la comunidad gay de la Ciudad de México. Termino de engullir mis cuatro con todo, camino hacia el metro Insurgentes y, como Dante, comienzo el descenso.
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Bailando, bailando, amigos, adiós al silencio loco.
“Bailando”, Paradisio
Dos anchos policías custodian la entrada del antro donde afloran los detalles abiertamente kitsch: una fachada verde limón, los rótulos de dos hombres con el torso desnudo y un letrero alumbrado con foquitos neón que, con orgullo, presumen al viajero que el paraíso perdido lleva como nombre Marrakech Salón.
El Marra se siente primero en la piel: el calor de cientos de cuerpos aglutinados en un espacio mínimo. Las cervezas corren con desparpajo, meseros musculosos las cargan en cubetas que sostienen sobre su cabeza, recorren el lugar con camisetas que dejan la totalidad de sus axilas a la vista. Algunos intentan meter su lengua entre aquellos sobacos, pero invariablemente los meseros logran huir con sonrisas en el rostro. Un diyei gordito reproduce cumbias desde un balcón en una de las esquinas del antro donde también las baila con movimientos arrítmicos, casi violentos. Los asistentes corean eufóricos las canciones de Selena Quintanilla, La Sonora Dinamita o Los Ángeles Azules. Aquí los sudores propios y ajenos acaban invariablemente mezclados. El calor es la expresión más clara del desenfreno y del exceso, de las pasiones que terminan por nublar todas las razones. Las leyes de la física deben romperse: cientos de cuerpos habitarán, por una noche, un mismo espacio. Hay aquí un ánimo de purificar el espíritu entregándose a los placeres de la noche. El fin último es el éxtasis, olvidar que el mundo de fuera existe e imaginar que el paraíso se materializa en esta pista de baile. Y, ya bien entrada la noche, un fervor místico ha de poseernos; el ascetismo se baña de luces de neón.
Hoy pertenezco al grupo de los que acuden en solitario, rara avis en el Marrakech Salón, donde los grupos de amigos se apoderan de la improvisada pista de baile. Los solitarios, por tanto, hemos de formar refugios en los rincones. Vemos al Marra casi desde fuera, pero inexorablemente nos entregamos a su ascetismo neón. Nos mezclamos entre la multitud, camuflamos nuestra condición de solitarios. Nosotros lo entendemos mejor que nadie: en este mundo, el abismo más grande es la soledad. Suena una canción de Madonna, time goes by so slowly for those who wait.
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You’re so sexy, sex, sex, sexy.
“Sexy”, French Affair
Para llegar al baño he tenido que cruzar el Marra de un extremo al otro. Mientras me abro paso veo a un articulista de derechos humanos entonar, a gritos casi profanos, una canción de Thalía; a una celebridad del internet que se abalanza sobre un chico mucho más joven y que, imagino, acaba de conocer; a un profesor de literatura mexicana de la Facultad de Filosofía y Letras que baila extasiado mientras varias manos acarician su torso desnudo; a un activista del medio ambiente que estudia cuidadosamente su alrededor: caza furtivo a su próxima presa. Hay chicos de todas las clases sociales, estudiantes de la Ibero o de la unam, habitantes de la Guerrero o del Pedregal. He aquí un ensayo para una sociedad futura y modélica, donde la música dance no ha de detenerse nunca y los polos de la megalópolis finalmente terminan unidos. El espíritu de la Ciudad de México se condensa en los pocos metros cuadrados que ocupa el Marrakech Salón: el caos de una ciudad esquizofrénica, el frenesí de una metrópoli sobrepoblada y repleta de estímulos.
Las paredes del Marra cuentan la historia de la cultura gay en la Ciudad de México: hay fotos de las redadas que la ciudad mantenía en contra de jóvenes afeminados en los años cuarenta; de un cholo trans ataviado como la Virgen de Guadalupe; de un hombre que planta sus nalgas desnudas frente a una inmensa fila de granaderos con el asta bandera del Zócalo como fondo; y, finalmente, de un hombre con el torso desnudo y pintarrajeado con los apelativos más ofensivos con que la sociedad mexicana ha estigmatizado a los homosexuales: putito, marica, joto. Pero aquí esas palabras se cargan con orgullo. Jotos. Putos. Maricones. El mensaje queda implícito: la lucha lgbt desemboca en el Marrakech Salón, en una celebración frenética, en una noche donde todos los deseos vedados salen de forma violenta.
A cierta hora de la noche, la transgresión deja de cobrar sentido. Abundan los descamisados y las parejas recién formadas que se besan cegadas por la pasión. Los excesos dejan de serlo y se convierten en norma. Ya nadie puede escapar a las canciones pop, a los sudores ajenos. En la barra, los más devotos al ascetismo neón bailan ante miradas llenas de envidia o admiración. Se trata de atraer el mayor número de miradas, de convertir al cuerpo en un objeto del deseo.
A medianoche, un stripper se sube a la barra y comienza a bailar. Es moreno y usa lentes oscuros. Ríe mientras decenas de pantallas de teléfonos celulares apuntan a su cuerpo que, lentamente, se despoja de toda la ropa. Al final, termina completamente desnudo: una erección adorna su entrepierna. La multitud lo aclama, la sed de carne es ahora más intensa, los deseos son ahora más oscuros, la noche es ahora más neón. Inmediatamente después, una drag queen ocupa su lugar y hace playback de una canción de Paulina Rubio en la que se lamenta por haber recibido dolorosos “golpes al corazón”. Pero la Pau es abucheada: aquí no se aceptan melancolías. El público del Marra clama por una canción que sirva de fondo para los excesos de la noche. Una baladita pop que los haga olvidar el mundo de fuera y les prometa que el amor y la noche serán eternos. Aquí las canciones han de servir como refugio. Entonces la Pau lo entiende y entona una canción distinta, “Boys Will Be Boys”.
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Me provoca el bar, cada vez más fuerte.
“El bar me provoca”, María Daniela y su Sonido Lasser
Salvador Novo escribía que el nuestro es un mundo soslayado de quienes se entienden con una mirada. Casi un siglo después, las miradas no bastan: hacen falta los roces y las caricias, los sutiles movimientos del cuerpo. Entonces, mientras bailo, una mano roza mi cintura.
—Me llamo Ulises, ¿y tú?
Ulises: barba tupida, moreno, delgado, labios gruesos, veinticinco o quizá treinta años, lentes de pasta azul rey. En suma, guapo. Le respondo, pero finge que no ha podido escucharme. Entonces me toma de la cintura con ambas manos y me obliga a repetir mi nombre en su oído. Finalmente sucumbo ante la noche: me encuentro bailando frente a un hombre que acabo de conocer. Pero aquel que se entrega a la pasión ha de sufrir la pérdida del yo: nuestros cuerpos ya no nos pertenecen, sino a la noche. El mundo de afuera se convierte en ilusión y, de súbito, el tiempo corre lento, aletargado. Ulises y yo bailamos algunas horas, aunque quizá sólo hayan sido minutos. El dinamismo se ha vuelto flojedad, escribiría Alfonso Reyes: la maldición de Luzbel nos posee y altera nuestra percepción del espacio-tiempo. El calor. La música. Las luces. Las miradas. Los cuerpos. Los sudores. Las caricias.
—¿Nos vamos?
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Ulises y yo estamos en su departamento, donde, en solitario, comenzamos a descubrir el cuerpo del otro. Nos damos besos torpes y hacemos el amor. Finalmente la noche termina con un animal de dos espaldas: la sed de carne ha sido saciada.
Es de madrugada y Ulises duerme, pero yo no he podido conciliar el sueño. El suave bullicio de la colonia Anzures y la resonancia del Marra me lo impiden. Miro los pliegues de su espalda y de su cuello, la L que forma con el codo izquierdo y en la cual recuesta la cabeza; escucho su ronquido suave; juego con su sexo dormido; exploro el suave tacto de su piel desnuda. En su antebrazo leo un tatuaje: He fallado el tiro de la vida; son las dos de la tarde. Trato de descifrar su significado, pero caigo en un sueño profundo.
Despertamos tarde, nos miramos y sonreímos con complicidad. He de marcharme, así que me visto y le pregunto a Ulises qué significa el tatuaje de su brazo.
—Es una cita de Houellebecq sobre la existencia.
Ulises y yo nos damos un último beso que ha de servir como despedida. Ambos entendemos que sucumbimos a un hechizo que dura sólo una noche. Salgo de su departamento hacia un mundo distinto, alumbrado por la luz de la mañana, aquella que nos muestra realmente quiénes somos y qué tan solos estamos.
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