No me obligan a ser sincero cuando me piden escribir este tipo de textos. Sin embargo, acostumbro a serlo en la mayoría de ocasiones. A ciencia cierta, aún no sé por qué escribo ni creo que lo averigüe en los próximos quince años. Suelo dar, por tanto, la condición de cautelar a este tipo de atrevimiento. Para mí, escribir poesía obedece a un intento de penetrar en la maquinaria de lo que nos rodea y afecta. Hay en su raíz una necesidad de captar algo que, por su propia naturaleza, va a ser engullido enseguida. Es por eso que se requiere voluntad de observación, velocidad y sangre fría. Sé que dicho de esta manera puede resultar excesivamente aséptica la construcción de un poema, pero, para que el lector erija la emoción ante él y acabe haciéndola suya, necesita que las piezas del puzzle hagan posible la visibilidad. No aguzar la mirada, ciega. Llegar tarde a un poema conlleva el desastre. Y dejarte arrastrar por las emociones más desatadas nos despeña pantomima abajo. Me gusta pensar que contribuyo al deshielo de un iceberg con un grano de sal.
Día primero
Vamos a suponer que digo verano
Raymond Carver
Imaginemos que esto es realidad,
que cada palabra que aquí escribo
alinea cuerpos, sábanas y agua
—sin incurrir en falsas esperanzas—.
Que la carretera que nos aleja
es ahora nuestra única unión
y que el tiempo es azar
o no lo es o quizá lo sea tal vez.
Imaginemos que esto es realidad,
que no miento por hoy,
que todo sale según lo previsto:
son las cinco en punto de la mañana,
el sol amenaza con su retraso
y el viaje se antoja circular.
Es el abandono de la vivienda.
08:00 a.m.
El informativo de la mañana
con la paciente fe del entomólogo
reordena la vida de los alegres.
Las inclemencias verbales avisan
de los peligros de la soledad.
Ulises tal vez prepare el viaje.
Se imagina un descenso melancólico
aunque aún no de la melancolía
(hablemos de otro tema).
Desconocemos la identidad de
y es pronto,
excesivamente pronto
para prever los desaparecidos.
O si tienen ustedes la ocasión
contemplen con atención el eclipse.
Hace años que no se ve nada igual.
Road movie
¿Hacia dónde huir?
Sobre la mesa abandoné
el preciso desorden de oficina
y los meses heridos
y los nuevos fantasmas.
Es la única herencia de la que puedo hablar.
Anhelo la precisa geografía
que me propone el tránsito
del jardín ocupado
a la habitación extranjera;
la búsqueda de las primeras ramas
y el escrutinio de mi huida.
Tal vez la resistencia y la revolución
de quienes como yo
padecen manía persecutoria.
La casa de tus padres
¿Has pensado alguna vez
que el día de nuestro nuevo encuentro
quizá no me reconozcas?
Estas cosas ocurren, cariño.
Sin ir más lejos: la casa de tus padres.
Cada vez que vamos a cenar allí
temo volver con otros ojos.
A veces me duelen las rodillas
y me aterroriza pensar que pudiera ser
el principio del fin.
No es por alarmarte
pero pienso que hoy no deberíamos ir.
El día menos pensado
nos olvidamos el uno del otro
por culpa de esa maldita cena de los lunes.
¿Te has parado a pensar
en el día de nuestro nuevo encuentro?
Juan Manuel Gil. Licenciado en filología hispánica. Cofundador de la revista de creación artística Cuadernos del Niño Bueno. Ha colaborado en las revistas literarias Müsu, Fósforo, Los Noveles, Nadadora y Salamandria, entre otras. Ha formado parte de las antologías Después de todo (Cuadernos de Sandua, 2003), Como un sello (Libros del Claustro Alto, 2003), Sevilla. 24 poetas (Edición de César Sastre, 2004), Poesía por venir (Renacimiento, 2004) y Que la fuerza te acompañe (El Gaviero, 2005). Formó parte de la primera promoción de artistas de la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores. Con Guía inútil de un naufragio (DVD Ediciones, 2004) ganó el Premio Andalucía Joven de Poesía 2003. Dirige un taller de escritura creativa y colabora semanalmente en el periódico La Voz de Almería.