Dictamen
Desde que dejé de escribir poesía rondan nubes rojas por mi casa, amarillas, púrpura, naranja. Hay más soles que lunas, de la misma manera que hay más lunas que soles, más escondites, más espejos pululantes. Al librarme de las palabras mi mandíbula respira uniformemente al compás de los átomos del universo, y el corazón, pobre órgano proletario, se ha convertido en un motor de cinematografías mudas, tan maravillosamente nostálgicas, que se hincha y explota cada 0.13 segundos.
La anatomía y sus asombros es solamente una de las tantas manifestaciones de la carencia de poesía. Hay otras más cursis, como el hecho de que desde que dejé de escribir poesía los fantasmas responden por su nombre, los días domingo se han extendido tres segundos y las banderas han ardido en llamas en todos los rincones del planeta.
Es un disparate éste de dejar de escribir poesía, porque si bien me gustaba y entretenía, ahora pienso que al no escribirla más las palabras tienen una quietud asombrosa y permanecen exquisitamente pasmadas como arrecifes de coral. Ya no tengo metáforas enterradas en los huesos, ni muertos interminables, ni carrozas drogadictas. Carezco de lobos metafísicos y olas negras en noches apagadas por el aburrimiento, por el dolor o por cualquier estúpida cosa que motive el abandono. Es más, esa palabra: “el abandono”, ya no existe más en mi vocabulario. Ahora la sustituyo con otras palabras como savia, lujuria, prótesis o sacarina.
Y ahora, libre y limpio de poesía, de palabras poéticas o intenciones de igual naturaleza, vago por el mundo como un cadáver exquisito, cargando una cruz de papel de china y reventando cohetillos de colores. Me divierto perturbando al moho, arrancándole las puntas a los lapiceros, encendiendo hornillas misteriosas y elevando toda carcajada a un grado de santidad pura y silente. Debo confesar que también dejé de ser perseguido por las musas y las radio-patrullas, por los infames instantes de lucidez y ebriedad, por las caravanas de adeptos y vendedores, por las misantrópicas secuelas del absurdo.
Cada segundo sin poesía es como un mar de lentejuelas y sueños húmedos, es como un manantial de fonemas que vuelven a sus cajitas de texto sin tachones ni control-zetas. Los cestos de basura yacen limpios, las calles están pobladas de silencios prematuros y bancas acomodadas para morir en paz. Ya no hay muertos a la fuerza, ya no hay infiernos de Dante, ya no hay copas interminablemente vacías pero llenas de palabras sangrantes y labios rotos a la espera de los milagros. Ya no hay milagros. Ya no son necesarios los milagros.
De ahora en adelante yo me declaro libre de poesía, me declaro limpio de palabras y asombros poéticos, me declaro ausente de holocaustos y de las erupciones volcánicas del alma. Desde este momento soy un ser pleno y dedicado al silencio, al clímax suspicaz de las historias sin trama, al verbo turquesa que no sabe de historia, al cúmulo de granos básicos atragantados por animales asombrosos. He dejado de creer en los versos, he dejado de hacer pamplinas y fanfarrias, he cerrado la puerta a los rezos y a los salmos dejando entrar únicamente la luz necesaria para despertar de a pocos y estar tirado sobre el pasto cumpliendo una misión única, personal e intransferible: “dejar a la poesía en paz y hacerme a un lado”. Hacerme a un lado como se mueven las creencias, como se dilapidan los alientos, como se celebran las justicias poéticas y las peleas de lenguas a plena luz del día. Y entonces, me declaro inocente de todo cargo, libre por fin de las ausencias, de los obituarios, de los abrazos no concedidos en milimétricas eternidades humanas.
Esa poesía culpable, esa posesión del espíritu de las cosas que nos acecha como animal de caza, se ha extinguido ya desde que mis dictámenes cobraron fuerza, desde que mis héroes confesaron sus detalles, desde que mis paraísos pusieron precio a sus aposentos y a sus ruinas, desde que los segundos penúltimos, siempre penúltimos, se hicieron anteayeres y pasados-mañana dejando al presente como un lienzo vacío, inquieto y sacrosanto.
Por eso, hoy no me preguntes por la poesía ni por los poetas, no me interrogues por las palabras y sus fuegos, no me angusties con recuerdos innecesarios. Mejor regálame la noche para dormir profundamente, átame a los postes de las ideas macizas y préndele fuego a mis necedades. Mejor arrúllame por toda la eternidad con mantras ininteligibles, con canciones de cuna para cadáveres, con venenos infalibles y gestos frígidos de espanto. No me ahogues más con esas ansias celestes por devorar la verdad, porque la verdad no existe más en este episodio de sales y átomos, en esta telenovela inventada por algún imbécil, déjame las puertas cerradas y lárgate a otra vida, a otros horarios, a otros absurdos.
La poesía ha muerto, y con ella todas nuestras luces encendidas, todas nuestras risas, todos nuestros llantos.
PERDER CON la convicción del héroe, con dientes afilados que se mastican solos dejando polvo de tiempo y señales amarillas. Rondando por el inmenso circo de los necios, las palabras se convierten en mantras bobos, en cadenas de letras que corroen charlas, lecturas, discursos de muertos llevados en andas. Las plazas centrales se construyeron para pasear muertos famosos, para justificar el concreto y el mármol, el estaño y el cobre, los agujeros infinitos de las minas y sus necios pobres hombres, extrayendo sangre y ausencia. Estatuas es lo único que nos queda. Bustos hermosos que sostienen gestos cursis. Las manos en señal de aprobación, las posiciones de los adelantados, de los locos, de los santos. Esta ciudad es un cementerio, un altar a la ruina y al desprecio de todo lo viviente, de todo lo que respira o puede respirar. Es preferible el polvo que la risa, allá afuera se escuchan los cantos de los niños que serán materia prima. ¿A dónde llegarán los cantos y los rezos de las madres consternadas? Sus imploraciones y espejos, sus caballos de madera. En el epicentro de la verdad un hombre se masturba, con las manos de las grandes mayorías, limpias por mandato real. El apocalíptico respiro del tiempo y sus civilizaciones, el amor ha dejado de fluir, el prisma de los ojos y sus miradas es nada más un recuerdo. El último abrazo está suspendido temporalmente, los penúltimos saludos al destino, el sol llora desde siempre.
CELEBRAR LA VIDA con un cañón en la sien, reírse un poco de lo ridículo de las calles y sus normas ancestrales. El mundo tiene frío todavía y nuestras sonrisas parecen no tener final feliz, pero siguen en pie como robles centenarios.
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Alejandro Marré. Poeta, artista visual y comunicador guatemalteco-salvadoreño. Ha publicado los libros de poesía Times New Roman punto 12 (Editorial Cultura, 2006), Century Ghotic punto 10 (Vueltegato Editores, 2010), Timeless punto 11 (Catafixia Editorial, 2011) y Sagrada carne (Editorial del Gabo, 2014). Textos suyos aparecen en distintas antologías, entre ellas, Tanta imagen tras la puerta (Universidad Rafael Landívar, 1999), Voces de posguerra (Embajada de Suiza, 2000), Sin casaca. Antología de relatos breves (Centro Cultural de España, 2008) y El futuro empezó ayer. Apuesta por las nuevas escrituras de Guatemala (Catafixia Editorial / Unesco, 2012). Su obra plástica forma parte de varias colecciones de arte, públicas y privadas, en Centroamérica, México y Estados Unidos.
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