1
Porque no le alcanzó el día para beberse toda
la sal de los moluscos, porque enterró
las manos en la arena más negra, porque
un sol apagado le cruzó por la cara
una como nostalgia de difuntos, cuando
el mar lo embistió sobre un quebradero
de campanas, no supo hallar el hueco
vertical que le tocaba y descendió
a la muerte como un serio animal
de costumbres gastadas por el uso.
Dicen que a golpes de ceniza, un caballo
marino le volteó el rostro hasta tocar
su espalda, que un muro de salitre
se interpuso entre su lengua y el grito
que le hervía en la garganta; dicen que,
al fin, las manos se le fueron por el agua
con una soledad que daba rabia. Así
se le escurrió la tarde por la boca,
así se le hizo noche a las manzanas
del silencio. Su cuerpo ahora se extiende,
horizontal, hacia la noche,
sobre una formación de caracoles destrozados
y entre hogueras marcadas por la sombra.
2
Se acercan los compadres al velorio con una taza
de vinagre entre las manos; por algo les duele
la memoria como una acuchillada enredadera.
Se acercan los compadres a la casa donde
el café se desayuna entre ataúdes; allá
donde se tocan los pies de la mañana,
una mujer se extiende en estaciones funerarias
para rajarse el llanto o caminar la estatua
del que fuera tumbado por su hueco. A la mitad
de la guitarra, los compadres se inscriben
como diurnos habitantes del vicio y la navaja,
al tiempo que se beben las formas de la viuda
del difunto. Alguien que vuelve del billar
llamando a sus parientes, recuerda el tiempo
de ofrendarse a la hoguera para mayor fidelidad
a los que quedan; otro se tumba al regresar
a su esqueleto. La viuda del difunto
se derrama en la alcoba, después de hundir
su lengua entre las lámparas nocturnas
del velorio. Los compadres se alejan
por el alba palpando su silencio con las manos.
3
Dicen que el mar lo dibujó en la arena, que
un jinete de fuego lo golpeó hasta dejarle
el rostro curtido de naufragios. Luego,
una brutal espuma le besó las heridas
de su cuero, una fiel condición de mano atada
lo llevó para adentro en una soledad que daba rabia.
4
Él tendido en un cuarto sobre una procesión
de caracoles, se ha colocado una corbata
negra alrededor de la memoria y un clavo
agujereándole la boca. Porque no alcanzó
el día para beberse toda la sal de las estrellas,
le ha crecido en el sueño una barba sombría.
Ahora desciende hacia la noche y su liturgia
en una dimensión de erizos y naufragios.
Se cansó de esperar a los compadres con el vino
y apagó la colilla que le ardía como brasa
quemante entre los labios.
7 de noviembre de 1963
|
Este poema, inédito hasta ahora, ha sido publicado gracias a los buenos oficios de Iván Cruz Osorio, con la autorización de la familia del poeta: su esposa Teresa Santos Burgoa y sus hijos Marcela Rojas y Pablo Martín Rojas, a quienes agradecemos su generosa colaboración.
|
Max Rojas (Ciudad de México, 1940-2015). Poeta, ensayista, promotor cultural y crítico literario. Estudió Filosofía en la UNAM. Publicó El turno del aullante (edición de autor, 1971), Ser en la sombra (Claves Latinoamericanas, 1986), Cuerpos (Conaculta, 2011) y Poemas inéditos (Malpaís, 2013), entre otros poemarios. En 2009 recibió el Premio Iberoamericano de Poesía Carlos Pellicer para Obra Publicada por Memoria de los cuerpos. Cuerpos uno (Versodestierro / Asociación de Escritores de México, 2008). Se desempeñó como director del Instituto del Derecho de Asilo Museo Casa de León Trotsky, fue presidente de Fomento Cultural en Iztapalapa y miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte de 2005 a 2008 y de 2010 a 2013.
|