A Daniel Sosa, Luis Mejía y Noemí Vega
[…] es evidente que la verdad puede ser
más extraña que la ficción.
Edgar Allan Poe, Von Kempelen y su descubrimiento
México, D. F., 20 de julio de 2014
Asunto: Invitación para ceremonia religiosa
Detective Lucio Magrebí C.:
Presente
Quiero, por medio de la presente, hacerle una cordial invitación para que, de ser posible, asista a la ceremonia religiosa que se efectuará en mi casa —su casa—, en la calle Colmena no. 34, usted sabe dónde. Dicha misa se realizará en honor a mi padre que, como usted sabe, desapareció hace ya algún tiempo. De igual manera me gustaría comentarle algo con respecto a ese tema, estoy seguro de que le interesará.
Sin más por el momento, y esperando su presencia, quedo de usted,
C. Franco Arizábal Reséndiz
México, D. F., 26 de julio del presente año
Lucio Magrebí C.
Detective del Departamento de Casos Abiertos
INFORME CONFIDENCIAL
La fuente, de carácter hemerográfico, en donde pude constatar por mis propios medios las palabras de Arizábal Reséndiz (quien fuera el propietario original de la ya extinta librería El Parnaso de Coyoacán y quien, amistosamente, me habló del Doctor Hans Kepler en una charla que, en mi opinión profesional, me incitaba indirectamente a tomar el caso de la desaparición de su padre sin saber lo que esto acarrearía posteriormente —charla sugerida en casa, durante una misa celebrada por el aniversario “luctuoso” de la desaparición, hace aproximadamente un año—) fue la revista Alquimia Moderna: un fanzine de la primera mitad del siglo xx en donde el ya nombrado Doctor Kepler publicó, de forma manuscrita y como una copia fotostática —pues, como se lee en una nota a pie de página, no era de su agrado que el texto original fuese transcrito por una máquina de escribir ni que terminase siendo un vulgar linotipo—, un ensayo sobre la nueva concepción de la Inmortalidad.
En palabras del propio Doctor Hans Kepler, las cuales transcribiré para mayor precisión informativa, a pesar de la cerrada y compleja caligrafía que me fue muy difícil de descifrar a primera instancia: “la Inmortalidad se encuentra solamente a un paso del hombre: su desmesurada inconsciencia por la vida animal, como un ser ajeno y en exceso menos trascendente, le es entregada como un don […] el hombre puede hallar, en la muerte de algún animal, la vida eterna por medio de un par de procesos químicos de extrema simplicidad, los cuales enlistaré a continuación […]”.
Bastó que leyera dicho ensayo para darme cuenta de que éste era un texto un tanto distinto de lo que un gran hombre de ciencia, con un enorme conocimiento dentro de su campo, pudiera escribir. Así, pues, basándome en mi experiencia de veinte años sirviendo a la nación siendo detective, intuí, al grado de afirmarlo, que el texto no estaba dispuesto para su publicación; sin embargo, hasta ese entonces desconocía las razones que orillaron al Doctor Hans Kepler a publicar de manera tan pusilánime un ensayo de tal magnitud dentro del campo científico al que pertenece. Las causas se descubrieron un poco después, con la continuación del caso.
Curiosamente, en el ejemplar de Alquimia Moderna que me fue otorgado por el C. Julio Paredes Rosas (honorable miembro de la Biblioteca de Santa Lucía) para realizar un análisis riguroso en torno al trabajo del Doctor Kepler cuando el caso fue abierto, el fragmento del manuscrito que contiene las anotaciones para la “Inmortalidad” se encuentra rasgado e ininteligible, como si alguien lo hubiese intentado arrancar de tajo y con extrema rapidez. Podría afirmarse que esta acción se realizó con la premura de alguien que está por ser descubierto en un acto ilícito, pues el texto no fue extraído de la forma correcta, dañando así el ejemplar y dejándolo inservible para su póstuma lectura.
Partiendo de este inconveniente —la futilidad del texto y la escasa información sobre el trabajo del Doctor — me di a la tarea de investigar de lleno al Doctor Hans Kepler y su casi difuminada biografía. Los datos que dicha investigación arrojó fueron los siguientes, evidentemente escasos, como mencioné con anterioridad: Hans Kepler, hijo de alemanes protestantes, Doctor en Ciencias Aplicadas por la Universidad de Colonia, llegó a México a principios de los años cincuenta en un trasatlántico sin nombre, originario de Heidelberg, Alemania. Se cree que por allá de 1951. En ese entonces tenía ya cuarenta y seis años cumplidos. Publicó su primer tratado de alquimia moderna — de título “Einleitung für ewiges Leben”— en una revista científica de la época: la ya descontinuada Ciencia Hoy, en el año de 1953; el único texto suyo que mi oficina pudo rastrear usando los métodos básicos de investigación documental. El tema de dicho tratado era, justamente, como explica su título: “Introducción a la vida eterna” (por su traducción al español), un indicio de lo que a posteriori trataría aquel ensayo sobre la “Inmortalidad” que publicaría años más tarde en Alquimia Moderna, por allá del año 1962, texto que me fue proporcionado, como ya había mencionado, por el C. Julio Paredes Rosas, frecuente colaborador de mi oficina en casos anteriores. Siguiendo con la investigación en torno al Doctor Kepler, descubrí que su rastro se perdió justo después de la publicación del manuscrito de 1962. Sólo tuvo una aparición más, de manera indirecta y no presencial, en donde fue mencionado como referencia hemerográfica: la ponencia “La Alquimia como palingenesia”, del catedrático de la Universidad de Colorado Max Andersen, quien remitió en su bibliohemerografía al Doctor Kepler, para sorpresa de muchos eruditos del tema.
Aunado a este sucinto pasaje, el compañero Arizábal Reséndiz, quien luchaba por levantar su librería de una crisis económica que al final no logró evitar, extrajo de lo más profundo de su ático un par de libretas que, aseguraba en un inicio, pertenecieron al Doctor Hans Kepler y que llegaron a él por cuestiones que prefirió callar entonces, algo que consideré de respeto. Un colega de la División 66, a la cual pertenezco, se encargó de hacerlo hablar a través de métodos poco estoicos que no serán relatados por respeto a su imagen de buen colaborador y hombre de palabra, sin mencionar la gran amistad que tenemos desde hace varios años. Al final, Arizábal Reséndiz declaró que las libretas realmente no pertenecieron al Doctor Hans Kepler, sino a su padre, el Doctor Franco Arizábal Cormillot, quien fuera un frecuente colaborador del Doctor Kepler en un par de experimentos de suma importancia.
Las libretas fueron remitidas directamente al laboratorio de la institución, con la finalidad de ser examinadas en su totalidad. Un día después, el Doctor Cabrera Fuster informó que los únicos componentes hallados en ambas tapas fueron escasos rastros de arsénico y cal. Luego del análisis químico fue que dichas libretas llegaron a mis manos, y pude revisar con suma detención a cada una para verificar su contenido. Relato a continuación mis descubrimientos:
En la primera libreta (la que constaba de cincuenta y nueve páginas de grafías irregulares escritas con bolígrafo por ambos lados) se relata, de manera muy detallada, la forma en la que el Doctor Kepler y el Doctor Arizábal Cormillot, padre de Arizábal Reséndiz, destinaron gran parte de su tiempo a la búsqueda de animales muertos, en su mayoría perros, en la calles del Centro de la Ciudad de México. La libreta narra, aproximadamente, un par de meses; sin embargo, la narración no es terminada de manera concisa. El texto termina, más bien, como si hubiese sido cortado de tajo, un texto inconcluso en el que el Doctor Arizábal Cormillot dejó de relatar por razones desconocidas. Especulo que fue poco más de un año el que dedicaron a esta colec-ta. Este recaudo de fiambres se relaciona con los hechos que he de relatar más adelante.
Al examinar la segunda libreta hallé el texto íntegro del Doctor Kepler (el que fuera publicado en Alquimia Moderna en el año de 1962), ocupando, al igual que en la edición del fanzine, seis páginas exactas. Algo que también fue causa de estupor para mí, fue el hecho de que, en la parte destinada al listado —que resultó ser un decálogo— de acciones para alcanzar la inmortalidad a través de animales muertos y procesos químicos, se hallaba lleno de borrones, ergo, era un texto ininteligible. En la continuación de los apuntes de Arizábal Cormillot había un sinfín de páginas en blanco; sin embargo, una veintena de hojas después hallé el siguiente texto a medio terminar escrito con un rotulador carmín: “La antropofagia es el verdadero amor por el hombre”, fechado en 1987. Después de comparar la caligrafía con los textos de Arizábal Cormillot, descubrí que la letra pertenecía al Doctor Hans Kepler. El texto fechado data de una época en la que el Doctor Hans Kepler tenía ya ochenta y cuatro años y Arizábal Cormillot llevaba cuatro años desaparecido.
Al día siguiente, cuando regresé a mi oficina, comencé a hojear la segunda libreta de manera indiferente (un poco para matar el tiempo), y descubrí algo de mayor relevancia: el texto antes citado escondía algo más, pues la página en la que se hallaba escrita la sentencia era de un grosor disímil al resto de las páginas, cosa de un par de milímetros. La página era, más que una hoja común y corriente, una fotografía muy bien encubierta del Doctor Kepler, quien parecía ser un hombre de tez blanca, casi albino, de cejas pobladas y pestañas largas, ojos claros de un verde azulado, una cabellera desmesurada y un aspecto considerable, quizá de unos dos metros de alto o menos, delgado, de espaldas anchas y sonrisa etérea. Usaba una bata blanca y guantes. El fondo de la fotografía mostraba una suerte de laboratorio en donde se podía observar, en la esquina inferior derecha, cerca de la mano enguantada del Doctor, un crisol y un par de tubos de ensayo. El lugar lucía esmeradamente descuidado y con exceso de moho en una de las esquinas. Este lugar no fue en donde acontecieron los hechos siguientes, al parecer.
Después de un tiempo, el caso del Doctor Hans Kepler y el desaparecido Doctor Franco Arizábal Cormillot dejó de ser una prioridad. El Señor Arizábal Reséndiz, principal aportador económico, al perder su librería en una subasta realizada por la Secretaría de Hacienda, dejó de aportar los medios económicos para la investigación. Así es como el caso quedó relegado. El expediente fue resguardado en la gaveta designada para los asuntos sin fondos y, posteriormente, al igual que muchos otros expedientes en los que he estado inmerso, olvidado. Sin embargo, el hecho que aconteció recientemente, un par de años después de dar por olvidado el caso Kepler-Cormillot, fue una denuncia anónima. Procedo a relatar los hechos.
El denunciante, cuyo nombre prefirió callar, había informado a la policía sobre un típico asunto de los llamados “malos vecinos”. El caso llevaba cerca de dos meses sin atenderse (algo típico en la Policía de la Ciudad). Así fue como llegó a mis manos. Me interesó dicho caso, no por lo que representaba, sino porque, una vez más, como he mencionado en repetidas ocasiones, mi intuición me decía que algo importante ocurriría.
Al acudir al lugar, un complejo de apartamentos aledaño a la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, delegación Cuauhtémoc, atendimos la denuncia: los vecinos se quejaban de malos olores. “Un olor como de muerte”, aseveraban los vecinos y testigos. El denunciante, quien resultó ser el dueño de dicho edificio, prefirió no indagar más en el asunto y nos dio completa libertad para darle solución. Justamente, al acercarnos al apartamento 36-B, el apartamento en cuestión, comenzamos a sentir aquel aroma enervante. En efecto, dicha buhardilla expelía un “aroma a muerte”, pero, más allá de eso, era un aroma picante, como a formol. Mi compañero, el Comandante Felipe Trujillo, llamó a la puerta tres veces sin recibir respuesta. Un día después asistimos con una orden de cateo expedida por el Ministerio Público de la Delegación. Eran cerca de las dos de la tarde. Al no recibir respuesta, resolvimos derribar la puerta. Procedo a relatar lo descubierto dentro del apartamento 36-B del Edificio Mascarones.
Al momento de entrar no se halló, a simple vista, otra cosa más que aquel aroma enervante de lo que, según mi instinto, que estaba en lo correcto, resultó ser formol. Sin embargo, al internarnos poco a poco, descubrimos un promontorio hecho de cuerpos desmembrados de animales (unos veinte, aproximadamente). Había varias piezas entre piernas, cabezas y tripas. Se hallaban mal cubiertos, como apresuradamente, con una lona desgastada. Eran, en su mayoría, cadáveres de perros atropellados y gatos tiesos; había también un par de gallinas descabezadas de las que son frecuentemente halladas fuera de los negocios, pues se practican actos de santería y brujería con ellas. En las gavetas de uno de los cuartos —el segundo a la derecha entrando en el apartamento— se encontraron, aproximadamente, una veintena de frascos llenos de formol y otros tantos vacíos; había bolsas de cal e instrumental de laboratorio, entre ellos dos crisoles, tres matraces, seis tubos de ensayo, un matraz de destilación y otros cuantos materiales de esa índole, algunos de ellos con sustancias químicas que, hasta la fecha de este reporte, no se han identificado en el Departamento de Análisis Químico. (Más adelante relato lo que, según mi intuición profesional y la declaración del detenido, podría ser esta sustancia.) En otro de los cuartos, que se localiza al frente de la puerta de entrada, hallamos a un hombre de edad avanzada, de una estatura entre un metro ochenta y dos metros, de cabellera rubia-blanquecina, quebradiza y larga hasta la espalda baja, de cejas pobladas, un tanto quemadas, ojos de tonalidad desconocida, entre azul o verde, facciones añejadas, arrugas excesivas y aspecto desconsiderable. Sus labios lucían secos como la arena, estaba vestido con una túnica rasgada de color azul con un sinfín de manchas. Apestaba. Lo encontramos de pie en una esquina, como ocultándose de nosotros, tan erguido como un gancho. Tenía una especie de botella de vidrio entre sus manos (manos de uñas largas y macilentas, a punto de quebrarse, cabe mencionar), de la cual bebía su contenido: un líquido verdoso y espeso de origen desconocido. Decía llamarse Hans Kepler, tener 119 años y haber hallado la fórmula para la inmortalidad. Fue esposado y llevado a la Comandancia para realizar el interrogatorio. No opuso resistencia.
El caso Kepler-Cormillot fue reabierto a la par de un nuevo caso que respondía a las denuncias por la peste del complejo de apartamentos del Edificio Mascarones. La entrevista declaratoria del Doctor Kepler sobre el apartamento y el Doctor Cormillot fue realizada por mí. Las respuestas del Doctor fueron las siguientes.1
Pregunté respecto a la colecta de cuerpos animales. El Doctor, sin inmutarse, me explicó que esta colecta la realizaba con la única finalidad de comprobar su teoría sobre la inmortalidad del hombre a partir de la muerte de un animal. Se le mencionó el artículo del fanzine Alquimia Moderna y el Doctor no se asombró mucho al ver el texto. Lo declaró como un texto apócrifo. Después de un silencio bastante incómodo, el Doctor procedió a relatar los hechos relacionados con el pasaje del fanzine: según él, ese texto no fue publicado con su autorización. Fue el Doctor Franco Arizábal Cormillot el responsable de la publicación de dicho tratado. Así, el Doctor, al enterarse de esto, no tuvo más remedio que asesinar al Doctor Arizábal Cormillot por atreverse a revelar los resultados de su tan importante experimento. Al cuestionarle dubitativamente sobre el cadáver de Arizábal Cormillot, el Doctor relató detalladamente la forma en la que fue devorando el cadáver hasta eliminarlo. Éstos son detalles que prefiero evitar, por salud mental. Dicha acción le demoró un aproximado de dos meses, tiempo en el cual siguió recolectando los cadáveres. La colecta fue un acto realizado con puntualidad constante hasta el día anterior a su detención. Esto concuerda plenamente con la hipótesis que establecí al momento de leer el primer cuaderno. Mi hipótesis era la siguiente: el Doctor Arizábal Cormillot fue asesinado en 1983; pero no fue hasta el año de 1987 cuando el Doctor Hans Kepler asumió su culpa, escribiendo el aforismo antes mencionado, como si con esas líneas quedara exonerado de su crimen: “La antropofagia es el verdadero amor por el hombre”. Se le preguntó si practicó de nueva cuenta el canibalismo. Su respuesta fue negativa.
Las siguientes preguntas que hice fueron referentes a lo que se realizaba después de recolectar los cadáveres. El Doctor explicó la forma en la que, por medio de un proceso de taxidermia básica y síntesis de sustancias, lograba extraer del cuerpo del animal un núcleo heterogéneo del color del ópalo que él denominó, como los viejos alquimistas, la “Piedra Filosofal”, que es capaz, según el Doctor, de convertir el agua destilada en un brebaje macilento que prolonga la vida y “rejuvenece el alma al ser ingerida de manera constante: un litro cada dos días. Debe ser bebido de manera puntual, ni un minuto más, ni un minuto menos”, en palabras del propio Doctor. Estas instrucciones fueron citadas tal como hubiera explicado él mismo en el tratado aparecido en el año de 1962 en Alquimia Moderna y, anteriormente, en el manuscrito de la primera libreta revisada por mí y el Departamento, texto incompleto en grafía, pero confirmado por el autor. Al preguntarle por este brebaje, el Doctor no dio respuesta alguna.
Terminada la entrevista se notificó a Arizábal Reséndiz para que acudiera a declarar y reconocer al Doctor Hans Kepler. Arizábal Reséndiz sufrió un desmayo al reconocerlo, pues, aseguraba, tendría que estar muerto, tomando en cuenta las fechas, comentario que, a mi parecer, fue sumamente puntual.
Ambos casos fueron cerrados: el caso Kepler-Cormillot —resuelto en menos de veinticuatro horas, para satisfacción de los implicados—, y el caso del Edificio Mascarones. Al Doctor Hans Kepler, nacido alemán, se le condenó por alteración del orden público y por asesinato en primer grado. Fue evaluado psicológicamente por la Doctora Teresa Luna: la práctica de canibalismo, la retención de cadáveres animales y la obsesión por la inmortalidad lo diagnosticaron como un ser mentalmente inestable. Fue condenado a pasar el resto de su vida en el Hospital Psiquiátrico La Luz, ubicado cerca de la salida a Cuernavaca, confinado a una celda solitaria y declarado altamente peligroso para la convivencia humana. Al ser subido a la camioneta del hospital, el Doctor comenzó a gritar y a llorar. Imploraba que se le diese un poco más de su “Piedra Filosofal”, hecho que fue ignorado por los enfermeros.
Un día después de ser internado, su cuerpo fue hallado en el suelo de su celda, aproximadamente a las 14:23 horas, tiempo aproximado en el que, dos días atrás, fuera arrestado por mí y el Comandante Felipe Trujillo. Los directivos del hospital narran que su cuerpo no era en lo absoluto parecido al hombre que ingresó al hospital unas cuantas horas atrás. Aseguran que el cadáver aparentaba tener más de mil años de antigüedad y emanar un efluvio de descomposición de siglos. Al pedir el cuerpo del acusado para ser analizado y posteriormente enterrado o incinerado, el director del hospital, el Licenciado José de la Asunción Magaña, aseguró que, al intentar levantar el cuerpo, éste se convirtió en polvo para sorpresa de todos.
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