Samsãra
Un perfume, un fuerte olor a perfume de hombre es lo único que recordaba de la noche anterior, cuando se despertó en aquella cama desconocida. Abrió los ojos y sobre su cabeza un pequeño ventanuco mostraba los primeros rayos del amanecer. Asustada, miró a su alrededor y se encontró en una buhardilla con paredes en amarillo chillón y listones de madera. Se incorporó sobresaltada, con ese miedo en el estómago que anunciaba fantasmas del pasado.
—¡Hola! —gritó, pero no tuvo respuesta—. ¿Hay alguien? —dijo en un segundo intento, pero nadie contestó.
Hizo por levantarse, pero el techo era muy bajo y recibió un coscorrón como castigo. Decidió entonces permanecer cinco minutos más en la cama. Se tumbó de nuevo, tratando de escanear su memoria en busca de una respuesta a lo ocurrido.
Sabía que el día anterior había salido del banco a las dos y media de la tarde. Se despidió de Mariano, su empleado, y bajó al aparcamiento. Había cogido el coche para ir al centro, donde había almorzado con su hija Inés, que quería contarle lo de su nuevo trabajo en una empresa de informática… ¿o era de publicidad? Quizá no le había prestado demasiada atención. “Pobre Inés”, pensó. Había estado con Inés una hora y se había ido a casa. Allí se dio un baño de espuma y se vistió para ir de compras.
Al salir se dio cuenta de que había varias cartas esperándole en el aparador de la entrada: notificaciones de cuentas, publicidad, una carta de su hijo Arturo desde Venecia —ese chico… había salido a ella: desarraigado, trotamundos, aventurero… Se sintió orgullosa—, también había uno de aquellos sobres amarillos sin remitente que a menudo recibía de una especie de secta en busca de adeptos y que siempre le escribían unas cosas rarísimas. Hace tiempo que había querido denunciarlo a la policía, pero nunca tenía tiempo. De cualquier modo, tampoco parecían peligrosos. Probablemente ni elegían a quién escribían, lo harían por sistema a gente con cuentas de ahorro suculentas.
Tras hacer unas compras había vuelto a casa a cambiarse, para volver a salir a las ocho y media, ya que había quedado a las nueve para cenar con Marisa y María Rosa. Recordaba que las había recogido en la cafetería de Fuencarral que estaba debajo de los hostales en los que María Rosa solía quedarse cuando venía a Madrid. De ahí fueron al restaurante de siempre. No recordaba lo que había comido. Las lagunas en su memoria comenzaban a hacerse notar cuanto más se acercaba la noche.
¿Dónde fueron al salir del restaurante?… ¡Ah, sí!… Habían ido a un pub cercano a Sol. Estuvieron hablando varias horas, se tomaron unas cañas (tres o cuatro) y luego les dio por bailar. ¡Qué vergüenza! Ya no recordaba nada más, tan sólo sabía que había visto a María Rosa y Marisa salir apresuradamente del local, pero no recordaba haberse despedido de ellas. Sólo aquel olor, un olor a perfume masculino que además le era muy familiar. También recordaba que había ido al baño y que, al salir, unas mujeres la habían mirado con cara de asombro. Debía estar muy borracha…
Pero, ¿dónde estaba ahora? Volvió a intentar levantarse, ahora con algo más de cuidado. La cama en la que se encontraba era un colchón de ciento ochenta centímetros, sobre el suelo. La buhardilla tenía el piso de madera y estaba decorada con óleos que parecían de estilo vanguardista. No era muy grande. La cama estaba en una especie de altillo desde el que se bajaba por una escalera de caracol a un pequeño salón, que tenía una chimenea antigua en el centro. Se parecía a las fotos de los pisos de pintores bohemios de principios de siglo. Era bastante acogedor el lugar. Pero tenía que salir de allí y averiguar qué había pasado. Dejó el apartamento y buscó el ascensor, pero no había. “¡Vaya lujo!”, pensó.
Bajó por las escaleras, todavía con aquel olor metido en la nariz, y salió a la calle. No conocía el lugar, no sabía muy bien dónde estaba, aunque le resultaba familiar. Trató de buscar su coche pero no lo vio por los alrededores y tampoco sabía dónde había puesto las llaves, ni dónde estaba su bolso, ni su dinero… Daba igual, cogería un taxi y le pagaría al llegar a casa. Miró a su alrededor y vio uno acercándose, aunque no era del estilo de los taxis normales… “¡Qué raro!”, pensó. Pero no se detuvo a analizarlo más, hoy todo era muy raro. Lo paró y le dio al chofer la dirección. El conductor la miró muy extrañado.
—¿A qué zona pergtenece esto, señorg? —preguntó con un acento extranjero bastante marcado.
—Señora —matizó ella.
—Bueno… señorga… —dijo el conductor sonriendo—. ¿Dónde es esto?
—En Hortaleza —dijo ella con tono seco. “Será algún argelino inmigrante”, pensó algo enfadada. Estaba harta de aquellos extranjeros que llegaban a la ciudad sin apenas hablar español y ocupaban los puestos por sueldos bajísimos, robando el trabajo a los españoles.
—¿Horgtaleza? —se extrañó el taxista.
—Sí, ¡Horgtaleza! —imitó indignada su acento—, hacia el este.
El sonido de un teléfono interrumpió la conversación. Provenía de sí misma, de su chaqueta. Pero… ¡aquella no era su chaqueta! Metió las manos en los bolsillos y allí estaba. Era un teléfono móvil, pero tampoco era el suyo… Descolgó dubitativa y contestó a la llamada. Al otro lado, una voz masculina le indicó que bajase del coche sin decir nada. Empezaba a estar muy asustada. Bajó del vehículo aprisa, mientras el taxista le profería dios sabe qué clase de insultos.
—¡¿Con quién hablo?! —gritó histérica a su misterioso interlocutor.
—Eso no importa. Regresa ahora mismo al apartamento. Sobre la mesilla, junto a la puerta, encontrarás un sobre. Allí tienes la explicación que buscas. Volveremos a hablar pronto.
—¿Cómo?… ¡Oiga!… ¿Quién es? —gritó en vano. El teléfono quedó en silencio unos segundos. Luego, el tu-tu-tu característico indicó el fin de la llamada.
Estaba muy confundida. Giró sobre sus talones y volvió a entrar en el portal del que había salido apresuradamente hacía unos minutos. Subió las escaleras dando zancadas hasta llegar a la última planta. Giró el picaporte y la puerta se abrió. Allí estaba de nuevo. Miró a su alrededor buscando el sobre. Enseguida lo vio. Estaba en una pequeña mesilla de madera oscura que había junto a la puerta. Al verlo su pánico se multiplicó. No lo podía creer, era… ¡uno de aquellos sobres amarillos!… Lo cogió con manos temblorosas y rasgó el borde para abrirlo. Dentro había tan sólo una pequeña nota, escrita con pluma en una caligrafía de grandes rasgos, que decía: “Mírate al espejo, ya has cambiado.”
¿Qué significaba aquello? Inspeccionó de nuevo la habitación en busca de un espejo y logró vislumbrar el reflejo de uno en la esquina al fondo del salón. Se apresuró hacia él buscando su imagen al otro lado, pero…
—¡Ah! —gritó—. ¿Qué es esto? —dijo justo antes de desmayarse.
El sonido de aquel teléfono la despertó. No sabía cuánto tiempo había pasado, pero seguía allí tumbada en medio de la buhardilla amarilla. Buscó a su alrededor el teléfono hasta que cayó en la cuenta de que estaba aún en su mano.
—¡¿Qué es esto?! ¡¿Qué ha pasado?! —gritó entre sollozos al descolgar—. Soy… ¡un hombre! —chilló al teléfono mientras palpaba en el espejo la imagen supuestamente suya, convertida ahora en un muchacho de no más de veinticinco años, piel blanca y pelo largo y oscuro—. ¿Qué significa todo esto?
—Tranquilo, no te alteres —dijo ahora una voz femenina—. Ya te lo habíamos advertido y no quisiste hacernos caso.
—¿Qué es lo que me habían advertido? No sé a qué se refieren—. Seguía gritando y llorando.
—Has fracasado en tu “vida” nuevamente. No has logrado el objetivo. Has malgastado tu existencia haciendo dinero y adquiriendo poder, mientras seguías el camino opuesto en lo personal. Tres divorcios, dos hijos a los que malcriaste y desatendiste y ningún mérito por el que merezcas salvarte por fin de la “vida”. Ésta es tu última oportunidad. Dentro de unos instantes tu mente se llenará de recuerdos: de dónde vienes, por qué estás aquí y a dónde debes dirigirte para salir. Haz recapitulación. Mañana no recordarás nada y asumirás esta vida como la tuya. Trata de hacerlo mejor esta vez y recuerda, es tu última oportunidad.
La voz se esfumó y de nuevo el silencio sonó al otro lado. De pronto, era cierto, recordaba. Todos los secretos de la vida y la muerte aparecieron en su mente. Todas sus “vidas”, el lugar del que venimos y el lugar al que tenemos que llegar. El motivo por el que estaba allí, el motivo por el que seguía “viva”, por el que seguía en la prisión de la “vida”: la cárcel a la que la habían enviado para superar sus carencias, la prueba que tenía que pasar para llegar al otro lado… Por lo menos ahora le habían ahorrado la infancia. Pero tendría que empezar de nuevo. Sabía cual era su cometido, pero también sabía que mañana volvería a olvidarlo. Se derrumbó sobre el sofá como si toda su existencia le pesara sobre los hombros.
—Nunca lo conseguiré —se dijo mientras las lágrimas afloraban de nuevo a sus ojos, ya no por miedo, ni por desconcierto, sino por desconsuelo y desesperanza.
Se quedó allí pensando, meditando cómo lograr salir del samsãra, de aquel maldito círculo vicioso. Trató de almacenar algún recuerdo para su nueva vida, pero sabía que era inútil. Dos horas más tarde se había quedado dormido.
Al día siguiente se despertó sobresaltado. Se había quedado dormido en el sofá. Junto a él, en una pequeña mesilla, yacía un periódico español abierto por las páginas de sucesos. “Fallece por infarto una mujer de cuarenta y cinco años en un céntrico pub madrileño”, era el titular de apertura. Se extrañó al verlo allí, ¿para qué habría comprado un periódico de España si no sabía hablar español? No le prestó mucha atención, se lo habría dejado algún amigo el día anterior. Miró el reloj y se levantó de un brinco.
—Merde, je suis en retard!* — dijo mientras corría hacia el baño para lavarse la cara. Tenía que estar en el trabajo desde hacía un cuarto de hora y, con el tráfico de París, tardaría cuarenta y cinco minutos más en llegar.
El día anterior simplemente no existía en su mente, llena ahora con recuerdos de una bonita infancia. Su nueva “vida” había comenzado. Seguía en el samsãra…
Ratas…
El ser humano tiene en común con las ratas el noventa y nueve por ciento de su estructura genética. ¿Cómo un uno por ciento nos podía hacer tan diferentes? ¿O es que quizás no éramos tan diferentes? Es lo que pensaba mientras veía la noticia en las pantallas de televisión que acompañan al viajero del metro de Madrid en su espera del siguiente tren.
Mientras permanecía sentada sobre su maleta en el andén de la línea 8, que unía el aeropuerto con el centro de Madrid, en su mente aparecieron ratas, ratas enormes, con afiladísimos dientes, abriendo la boca y chillando… “Quizás no somos tan diferentes”, pensó. “Quizás los humanos compartimos con las ratas la agresividad y el desinterés por las consecuencias de nuestros actos. Nosotros construimos alcantarillas, las llenamos de mierda y luego nos quejamos de lo sucias que son las ratas que viven en esos lugares asquerosos que sólo nosotros hemos creado. De la misma manera, la sociedad crea la podredumbre en la vida de las personas. Los seres humanos vamos llenando de estiércol nuestra propia vida y la vida de los demás. Los niños crecen en esa porquería, los adolescentes se alimentan de ella y los adultos la seguimos tragando y fabricando, en un mundo lleno de coprófagos sin remedio. Al igual que los humanos, las ratas son crueles, son agresivas y despiadadas…”
Entonces recordó aquella escena. La escena final de aquella historia que la marcaba: él, con los ojos llenos de odio, la agarraba por el antebrazo y levantaba su mano izquierda, que fue a parar, en cámara lenta, en su mejilla derecha. Recordó el impacto y los impactos que sucedieron a éste. No podía recordar la cantidad, tan sólo el sonido interior de su mandíbula resquebrajándose, los huesos de la espalda chocando contra la pared del portal, las rodillas flaqueando y su cuerpo entero tambaleándose, a punto de caer al suelo. Recordó su rabia, el instinto asesino de aquel momento, la fuerza que la hizo mantenerse en pie, esa fuerza llamada orgullo. En ese momento había abierto los ojos, que mantenía cerrados durante los golpes, y se había encontrado con aquel rostro lleno de furia, los músculos de la cara contraídos, los dientes apretados, los ojos destellando como si tuvieran fuego en su interior. Un flash se cruzó en su recuerdo y la cara de su agresor se transformó en el hocico de una rata, con la boca abierta, mostrando los dientes afiladísimos, amarillos y sucios, echando odio por la boca.
Sí, realmente los hombres podíamos llegar a tener mucho en común con las ratas. Pero entonces recordó el sentimiento extraño que la había inundado, las lágrimas agolpándose tras los párpados mientras trataba de retenerlas y ese frío en el pecho, en los brazos, ese anhelo de él, las ganas de que la abrazara muy fuerte y le dijera que todo había pasado, que de verdad la quería, que había tenido un mal sueño. Ese estúpido sentimiento, después de haber sido agredida, sin duda no era de las ratas…
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