No. 140/NARRATIVA

 

 Vanessa del Cristo Navarro
(Tenerife, 1980)

 


Inspiraciones

En sus primeros contactos con la literatura, Vanessa del Cristo leía a Jordi Sierra i Fabra y Rafael Arozarena. Más tarde, al comenzar sus estudios de filología inglesa, los grandes escritores clásicos, tanto ingleses como estado­u­nidenses, despertaron su interés: Oscar Wilde, Emily Brönte y, sobre todo, Edgar Allan Poe. Ellos, junto a Ga­briel García Márquez, Vázquez Figueroa e Isabel Allende, ocupan un lugar destacado de su biblioteca personal. Como estilo literario destaca su pasión por la novela negra, con Anne Rice como autora conocedora del género. También disfruta con la novela psicológica y el realismo mágico, así como con la microficción.


Samsãra

Un perfume, un fuerte olor a perfume de hom­bre es lo único que recordaba de la noche anterior, cuando se despertó en aquella ca­ma desconocida. Abrió los ojos y sobre su cabeza un pequeño ventanuco mostraba los primeros rayos del amanecer. Asustada, miró a su alrededor y se en­con­tró en una buhardilla con paredes en amarillo chillón y listones de madera. Se incorporó sobresaltada, con ese miedo en el estómago que anunciaba fantasmas del pasado.

punto de partida 140—¡Hola! —gritó, pero no tuvo respuesta—. ¿Hay alguien? —dijo en un segundo intento, pero nadie contestó.

Hizo por levantarse, pero el techo era muy bajo y recibió un coscorrón como castigo. Decidió entonces permanecer cinco minutos más en la cama. Se tumbó de nuevo, tratando de escanear su memoria en busca de una respuesta a lo ocurrido.

Sabía que el día anterior había salido del banco a las dos y media de la tarde. Se despidió de Mariano, su empleado, y bajó al aparcamiento. Había cogido el coche para ir al centro, donde había almorzado con su hija Inés, que quería contarle lo de su nuevo trabajo en una empresa de informática… ¿o era de publi­ci­dad? Quizá no le había prestado demasiada atención. “Pobre Inés”, pensó. Había estado con Inés una hora y se había ido a casa. Allí se dio un baño de espuma y se vistió para ir de compras.

Al salir se dio cuenta de que había varias cartas es­perándole en el aparador de la entrada: notificaciones de cuentas, publicidad, una carta de su hijo Arturo desde Venecia —ese chico… había salido a ella: desarrai­ga­do, trotamundos, aventurero… Se sintió orgullosa—, también había uno de aquellos sobres amarillos sin re­mitente que a menudo recibía de una especie de secta en busca de adeptos y que siempre le escribían unas cosas rarísimas. Hace tiempo que había querido de­nun­ciarlo a la policía, pero nunca tenía tiempo. De cual­quier modo, tampoco parecían peligrosos. Proba­blemente ni elegían a quién escribían, lo harían por sistema a gen­te con cuentas de ahorro suculentas.

Tras hacer unas compras había vuelto a casa a cam­biarse, para volver a salir a las ocho y media, ya que había quedado a las nueve para cenar con Marisa y Ma­ría Rosa. Recordaba que las había recogido en la ca­fe­tería de Fuencarral que estaba debajo de los hostales en los que María Rosa solía quedarse cuando venía a Madrid. De ahí fueron al restaurante de siempre. No re­cordaba lo que había comido. Las lagunas en su me­­moria comenzaban a hacerse notar cuanto más se acer­caba la noche.

¿Dónde fueron al salir del restaurante?… ¡Ah, sí!… Habían ido a un pub cercano a Sol. Estuvieron ha­blan­do varias horas, se tomaron unas cañas (tres o cuatro) y luego les dio por bailar. ¡Qué vergüenza! Ya no re­cor­daba nada más, tan sólo sabía que había visto a María Rosa y Marisa salir apresuradamente del local, pero no recordaba haberse despedido de ellas. Sólo aquel olor, un olor a perfume masculino que además le era muy familiar. También recordaba que había ido al baño y que, al salir, unas mujeres la habían mirado con cara de asombro. Debía estar muy borracha…

Pero, ¿dónde estaba ahora? Volvió a intentar le­van­tarse, ahora con algo más de cuidado. La cama en la que se encontraba era un colchón de ciento ochenta centímetros, sobre el suelo. La buhardilla tenía el piso de madera y estaba decorada con óleos que parecían de estilo van­guardista. No era muy grande. La cama es­taba en una especie de altillo desde el que se bajaba por una escalera de caracol a un pequeño sa­lón, que tenía una chimenea antigua en el centro. Se parecía a las fotos de los pisos de pintores bohemios de prin­cipios de siglo. Era bastante acogedor el lugar. Pero tenía que salir de allí y averiguar qué había pa­sado. Dejó el apartamento y buscó el ascensor, pero no ha­bía. “¡Va­ya lujo!”, pensó.

punto de partida 140 Bajó por las escaleras, todavía con aquel olor meti­do en la nariz, y salió a la calle. No conocía el lugar, no sabía muy bien dónde estaba, aunque le resultaba familiar. Trató de buscar su coche pero no lo vio por los alrededores y tampoco sabía dónde había puesto las llaves, ni dónde estaba su bolso, ni su dinero… Daba igual, cogería un taxi y le pagaría al llegar a casa. Mi­ró a su alrededor y vio uno acercándose, aunque no era del estilo de los taxis normales… “¡Qué raro!”, pensó. Pero no se detuvo a analizarlo más, hoy todo era muy raro. Lo paró y le dio al chofer la dirección. El conductor la miró muy extrañado.


—¿A qué zona pergtenece esto, señorg? —preguntó con un acento extranjero bastante marcado.

—Señora —matizó ella.

—Bueno… señorga… —dijo el conductor son­rien­do—. ¿Dónde es esto?

—En Hortaleza —dijo ella con tono seco. “Será al­gún argelino inmigrante”, pensó algo enfadada. Esta­ba harta de aquellos extranjeros que llegaban a la ciu­dad sin apenas hablar español y ocupaban los puestos por sueldos bajísimos, robando el trabajo a los españoles.

—¿Horgtaleza? —se extrañó el taxista.

—Sí, ¡Horgtaleza! —imitó indignada su acento—, hacia el este.

El sonido de un teléfono interrumpió la conver­sa­ción. Provenía de sí misma, de su chaqueta. Pero… ¡aquella no era su chaqueta! Metió las manos en los bolsillos y allí estaba. Era un teléfono móvil, pero tam­poco era el suyo… Descolgó dubitativa y contestó a la llamada. Al otro lado, una voz masculina le indicó que bajase del coche sin decir nada. Empezaba a estar muy asustada. Bajó del vehículo aprisa, mientras el taxista le profería dios sabe qué clase de insultos.

—¡¿Con quién hablo?! —gritó histérica a su mis­te­rioso interlocutor.

—Eso no importa. Regresa ahora mismo al apar­ta­mento. Sobre la mesilla, junto a la puerta, encontrarás un sobre. Allí tienes la explicación que buscas. Vol­ve­remos a hablar pronto.

—¿Cómo?… ¡Oiga!… ¿Quién es? —gritó en vano. El teléfono quedó en silencio unos segundos. Luego, el tu-tu-tu característico indicó el fin de la llamada.

punto de partida 140 Estaba muy confundida. Giró sobre sus talones y volvió a entrar en el portal del que había salido apre­su­radamente hacía unos minutos. Subió las escaleras dando zancadas hasta llegar a la última planta. Giró el picaporte y la puerta se abrió. Allí estaba de nuevo. Miró a su alrededor buscando el sobre. Enseguida lo vio. Estaba en una pequeña mesilla de madera oscura que había junto a la puerta. Al verlo su pánico se mul­tiplicó. No lo podía creer, era… ¡uno de aquellos so­bres amarillos!… Lo cogió con manos temblorosas y rasgó el borde para abrirlo. Dentro había tan sólo una pequeña nota, escrita con pluma en una caligrafía de grandes rasgos, que decía: “Mírate al espejo, ya has cam­biado.”

¿Qué significaba aquello? Inspeccionó de nuevo la habitación en busca de un espejo y logró vislumbrar el reflejo de uno en la esquina al fondo del salón. Se apre­suró hacia él buscando su imagen al otro lado, pero…

—¡Ah! —gritó—. ¿Qué es esto? —dijo justo antes de desmayarse.

El sonido de aquel teléfono la despertó. No sabía cuán­to tiempo había pasado, pero seguía allí tum­ba­da en medio de la buhardilla amarilla. Buscó a su alrededor el teléfono hasta que cayó en la cuenta de que estaba aún en su mano.

—¡¿Qué es esto?! ¡¿Qué ha pasado?! —gritó entre sollozos al descolgar—. Soy… ¡un hombre! —chilló al teléfono mientras palpaba en el espejo la imagen su­puestamente suya, convertida ahora en un muchacho de no más de veinticinco años, piel blanca y pelo lar­go y oscuro—. ¿Qué significa todo esto?

—Tranquilo, no te alteres —dijo ahora una voz fe­menina—. Ya te lo habíamos advertido y no quisiste hacernos caso.

—¿Qué es lo que me habían advertido? No sé a qué se refieren—. Seguía gritando y llorando.

—Has fracasado en tu “vida” nuevamente. No has logrado el objetivo. Has malgastado tu existencia ha­ciendo dinero y adquiriendo poder, mientras seguías el camino opuesto en lo personal. Tres divorcios, dos hijos a los que malcriaste y desatendiste y ningún mé­rito por el que merezcas salvarte por fin de la “vida”. Ésta es tu última oportunidad. Dentro de unos instan­tes tu mente se llenará de recuerdos: de dónde vie­nes, por qué estás aquí y a dónde debes dirigirte para salir. Haz recapitulación. Mañana no recordarás nada y asumirás esta vida como la tuya. Trata de hacerlo me­jor esta vez y recuerda, es tu última oportunidad.

La voz se esfumó y de nuevo el silencio sonó al otro lado. De pronto, era cierto, recordaba. Todos los se­cre­tos de la vida y la muerte aparecieron en su mente. Todas sus “vidas”, el lugar del que venimos y el lugar al que tenemos que llegar. El motivo por el que estaba allí, el motivo por el que seguía “viva”, por el que seguía en la prisión de la “vida”: la cárcel a la que la habían enviado para superar sus carencias, la prueba que tenía que pasar para llegar al otro lado… Por lo menos ahora le habían ahorrado la infancia. Pero ten­dría que empezar de nuevo. Sabía cual era su come­ti­do, pero también sabía que mañana volvería a olvidarlo. Se derrumbó sobre el sofá como si toda su existencia le pesara sobre los hombros.

—Nunca lo conseguiré —se dijo mientras las lá­gri­mas afloraban de nuevo a sus ojos, ya no por miedo, ni por desconcierto, sino por desconsuelo y deses­pe­ranza.

Se quedó allí pensando, meditando cómo lograr sa­lir del samsãra, de aquel maldito círculo vicioso. Tra­tó de almacenar algún recuerdo para su nueva vida, pero sabía que era inútil. Dos horas más tarde se ha­bía quedado dormido.

Al día siguiente se despertó sobresaltado. Se ha­bía quedado dormido en el sofá. Junto a él, en una peque­ña mesilla, yacía un periódico español abierto por las páginas de sucesos. “Fallece por infarto una mu­jer de cuarenta y cinco años en un céntrico pub ma­drileño”, era el titular de apertura. Se extrañó al verlo allí, ¿para qué habría comprado un periódico de España si no sa­bía ha­blar español? No le prestó mucha aten­ción, se lo habría dejado algún amigo el día anterior. Miró el re­loj y se levantó de un brinco.

Merde, je suis en retard!* — dijo mientras corría hacia el baño para lavarse la cara. Tenía que estar en el trabajo desde hacía un cuarto de hora y, con el trá­fico de París, tardaría cuarenta y cinco minutos más en llegar.

El día anterior simplemente no existía en su men­te, llena ahora con recuerdos de una bonita infancia. Su nue­va “vida” había comenzado. Seguía en el sam­sã­ra…

 

punto de partida 140



Ratas…


El ser humano tiene en común con las ratas el noventa y nueve por ciento de su estructura genética. ¿Cómo un uno por ciento nos podía hacer tan diferentes? ¿O es que quizás no éramos tan diferentes? Es lo que pensaba mientras veía la noticia en las pantallas de televisión que acompañan al via­je­ro del metro de Madrid en su espera del siguiente tren.

Mientras permanecía sentada sobre su maleta en el andén de la línea 8, que unía el aeropuerto con el centro de Madrid, en su mente aparecieron ratas, ra­tas enormes, con afiladísimos dientes, abriendo la bo­ca y chillando… “Quizás no somos tan diferentes”, pen­só. “Quizás los humanos compartimos con las ratas la agre­sividad y el desinterés por las consecuencias de nues­tros actos. Nosotros construimos alcantarillas, las llena­mos de mierda y luego nos quejamos de lo sucias que son las ratas que viven en esos lugares asque­ro­sos que sólo nosotros hemos creado. De la misma ma­nera, la sociedad crea la podredumbre en la vida de las personas. Los seres humanos vamos llenando de es­­tiércol nuestra propia vida y la vida de los demás. Los niños crecen en esa porquería, los adolescentes se ali­mentan de ella y los adultos la seguimos tragando y fa­bricando, en un mundo lleno de coprófagos sin re­medio. Al igual que los humanos, las ratas son crue­les, son agresivas y despiadadas…”

Entonces recordó aquella escena. La escena final de aquella historia que la marcaba: él, con los ojos lle­nos de odio, la agarraba por el antebrazo y levantaba su mano izquierda, que fue a parar, en cámara lenta, en su mejilla derecha. Recordó el impacto y los im­pactos que sucedieron a éste. No podía recordar la cantidad, tan sólo el sonido interior de su mandíbula res­que­bra­jándose, los huesos de la espalda chocando contra la pared del portal, las rodillas flaqueando y su cuerpo entero tambaleándose, a punto de caer al suelo. Re­cor­dó su rabia, el instinto asesino de aquel momento, la fuerza que la hizo mantenerse en pie, esa fuerza lla­mada orgullo. En ese momento había abierto los ojos, que mantenía cerrados durante los golpes, y se había encontrado con aquel rostro lleno de furia, los múscu­los de la cara contraídos, los dientes apretados, los ojos destellando como si tuvieran fuego en su interior. Un flash se cruzó en su recuerdo y la cara de su agresor se transformó en el hocico de una rata, con la boca abier­ta, mostrando los dientes afiladísimos, amarillos y su­cios, echando odio por la boca.

Sí, realmente los hombres podíamos llegar a tener mucho en común con las ratas. Pero entonces recor­dó el sentimiento extraño que la había inundado, las lá­gri­mas agolpándose tras los párpados mientras tra­ta­ba de retenerlas y ese frío en el pecho, en los bra­zos, ese anhelo de él, las ganas de que la abrazara muy fuerte y le dijera que todo había pasado, que de verdad la que­ría, que había tenido un mal sueño. Ese estúpido sen­ti­miento, después de haber sido agredida, sin duda no era de las ratas…

 



 

* ¡Mierda, llego tarde! 





 
Vanessa del Cristo Navarro. Pese a que nació en Grana­dilla (un pueblo del sur de Tenerife), resi­de en Sevilla, donde com­pagina sus estudios univer­sita­rios con sus colaboraciones perio­dísticas en el Diario de Sevilla. En el año 2000, me­ses antes de cum­plir los veinte años, lo­gra­ba con la obra Joven viejo amor el Pre­mio de poesía Pluma Joven, otorgado por el Ca­bil­do de Te­nerife a jóve­nes escritores ca­na­rios. Comen­zó a estudiar la ca­rrera de fi­lo­logía in­glesa, pero en el tercer año, tras empezar a cola­borar en medios de co­mu­ni­cación, de­ci­dió abandonarla e iniciar estudios de perio­dismo. Ha colaborado con la agencia ADI, de Bar­ce­lona, y con el Diario de Avisos, de Te­­ne­ri­fe, en el que fueron publi­ca­dos algunos de sus relatos cortos, como Por­que siem­pre te qui­se, Samsãra o El castillo del ángel. Su pri­mera novela, La noche del eclipse (Edi­cio­nes Idea), salió a la venta a prin­­ci­pios de septiembre.