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Wisława Szymborska dijo en su discurso de recepción del premio Nobel que lo que la mantenía escribiendo siempre era la pregunta, es decir, la carencia de una respuesta contundente. A lo largo de este volumen de poemas (en las cuatro primeras secciones, para ser más específicos), Andrés Neuman nos va dosificando más que las preguntas, las dudas: No sé por qué encuentro cierta afinidad en este sentido con la poeta polaca. Más que preguntarse, el poeta enuncia su ignorancia: no sé por qué, pero la poesía debe saberlo. No digo que ésta sea una poética, pero quizá sí su combustible: “el dolor”, nos dice, “nos empuja a preguntar”.
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Vendaval de bolsillo es la primera edición mexicana, hasta donde tengo noticia, de la poesía del hispanoargentino Andrés Neuman. Es una antología hecha por el autor especialmente para la editorial Almadía. Su esmerada selección y disposición responden no al orden cronológico, sino a un acomodo más orgánico de los textos en la reunión. Dividido en seis secciones —“Palabras a una hija que no tengo”, “Rotación de los cuerpos”, “Plegaria del que aterriza”, “Necesidad del canto”, “Gotas negras” y “Gotas de sal”—, el conjunto da para echar un agradable vistazo en el ejercicio poético de Neuman y repasar sus obsesiones más significativas.
El libro abre de forma más que convincente con el poema “Palabras para una hija que no tengo” (acaso uno de sus textos más conmovedores y contundentes), convirtiendo esta sección en una de las más sólidas. Es una visión brumosa (por lo que tiene de vaporosa e indefinible la mirada del que canta los versos) de la familia: un hombre que habla con una hija nonata con la calidez que uno infiere que sólo un padre debe tener: la tibieza de encontrarse desarmado, desamparado, frente a la criatura que hay que proteger (que no es sino otra visión, para mí, de la poesía): “Compréndeme, no es fácil velar por alguien siempre: / a veces necesito saber que tienes miedo.” O “No creas que en el fondo no soy un optimista: / de lo contrario tú no estarías aquí / cuidando que te cuide como debo.” Son sólo dos citas que sirven de ejemplo a lo que digo.
En esta sección también aparece Sebastián. De igual forma, suponemos que el bebé y el padrepoeta que habla y le explica el mundo son una fijación arquetípica de la paternidad: “Mira: esto es un roble / y sabe crecer alto si lo cuidan. / Mira: esos columpios / sirven para volar como los pájaros, / pronto vas a poder montar en ellos. / Mira, hijo, la hierba: ahí duermen a veces, / unos hombres cansados que han perdido su casa.” O “Es difícil, ¿verdad?, permanecer de pie, / uno acaba cayendo de rodillas. / Lo mismo nos ocurre a los adultos.” Está ahí presente de manera perenne la infancia: el niño que fue invade al hombre que es y lo hace volver hacia los parques, las escuelas o los jardines familiares. Le hace saber que existe una correspondencia, que lo que pasó en el orbe de la niñez se repite o revisita cuando se es adulto: gracias a la evocación, el recuerdo o simplemente a que el mundo no cambia demasiado.
La segunda parte, “Rotación de los cuerpos”, nos habla del amor, del descubrimiento del amor, del erotismo, de la estabilidad en que se transforma el amor de pareja: la rotación de los cuerpos no (o no sólo) es aquí la desesperación de los amantes por encontrar acomodo y acoplamiento, sino el paseo inconsciente de dos humanidades tan habituadas a coexistir que se acomodan mientras comparten sueño y lecho, que bailan una onírica danza sin equivocar el paso, la certeza de la vida en común: “Y no hay choque ni eclipse / sino luz y regreso / a la tierra sin orden / donde ocurre el milagro.”
“Plegaria del que aterriza” es, quizá, la sección que plantea un abordaje más complicado por ciertas imágenes lanzadas que pudieran hacernos pensar en que dentro de este apartado hay mucho más bagaje personal del autor, lo que vuelve ciertos versos en ocasiones impenetrables, a pesar de que a lo largo de esta parte del libro se abordan temas tan vastos como el tiempo que fluye (y huye) y sus campos de acción: la pérdida de la juventud y el desembarco en la muerte. Aquí (como allá afuera) somos sólo mortales, viajeros transitorios (“Plegaria del que aterriza”); la juventud es “alguien / que en el fondo de sí se siente intacto” y por lo tanto “La muerte ensucia, mancha, / enloda tu zapato de verano, / captura tu tobillo saludable, / presume de tu pierna inmaculada” (“La gotera”). Entonces el tiempo se vuelve arma mortal, el minuto guillotina y el calendario se enmascara y por tanto arroja “horas con trampa, que arden hacia adentro / como un cajón de luz, las que desfilan / a lo largo de un tubo, balas del calendario” (“Calendario con máscara”).
“Necesidad del canto”, la cuarta y, posiblemente, más entrañable sección del conjunto, apuntala una especie de poética que hila no sé si toda la poesía de Andrés Neuman, pero sí por lo menos la serie de textos comprendidos en Vendaval de bolsillo. Necesidad del canto: necesidad de la palabra en medio del caos, de la agitación; necesidad del canto mientras la gravedad nos jala hacia el suelo; mientras las balas no nos han encontrado, mientras logramos comprender no lo exacto sino lo imperfecto; el casi en su posibilidad, en su incumplimiento, araña por instantes la inconmensurabilidad de lo total. “Para eso sucede la poesía” nos dice Neuman, “esta lengua esquimal que balbucea / los matices del blanco, / temperaturas ínfimas” (“La lengua balbuceante”). Esta sección nos sacude de tal forma que nos hace saber que no podemos “entender la poesía como un lujo” pues, si así lo hiciéramos, esta visión “nos condenaría a vivir más desalmados”. Por lo tanto, nos dice el poeta, debemos “dejar la casa abierta / y seguir con el canto.” (“Necesidad del canto”).
Las últimas dos secciones (que podrían considerarse una sola), “Gotas negras” y “Gotas de sal”, son un remanso después de la sacudida de los poemas inmediatamente anteriores. Son veinte haikus que atrapan al vuelo imágenes urbanas y marinas con una presteza que evidencia el dominio del oficio por parte de Andrés Neuman. Me atrevo a pensar que, de cierta forma, el autor no deseó dejar tenso y trabado al lector, sino que quiso que abandonara su poesía de forma relajada: fotografías apacibles, no exentas de cierto humor. Nos quedamos tranquilos.
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Muchos escritores lanzan esta frase que a fuerza de pulimiento se antoja una verdad a la vez leve y lapidaria: el autor nunca es buen juez de su obra. Aunque la presente selección me resulta deleitable y decorosa, algo pasa que me he planteado esta pregunta: ¿Andrés Neuman tampoco es un juez impoluto de su obra? Encuentro en su selección, sí, un cierto balance gracias a las afinidades propias de cada uno de los textos debido a un ordenamiento sincrónico; leo aquí algunos de sus poemas más contundentes y conmovedores, pero asimismo me enfrento a textos que rozan una subjetividad hermética con los cuales no acabo de comunicarme… No obstante, el libro está allí para ser acometido por la curiosidad del lector. Considero ésta una oportunidad inmejorable para acceder a la obra gruesa del autor y así, el antologador que todo lector lleva dentro podría sugerirle (aunque sea mentalmente) una nueva selección, un acomodo diferente de secciones para retomar y empezar otra vez: al fin, como dice que dijo Sarajlić: “un poeta es el que consigue pese a todo empezar de cero siempre…”
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