Sólo eres una mala silueta mía
una palabra que le creí al enemigo.
Roque Dalton, “El gran despecho”
La revista Punto de partida de la Universidad Nacional Autónoma de México publica en esta edición un dossier de poesía salvadoreña, de cinco hombres y cuatro mujeres nacidos entre 1979 y 1986; es decir, nacidos durante la guerra civil en El Salvador. Tienen como experiencia común entrar a la adolescencia en el tránsito de la guerra a la paz, vivir la juventud en las distintas posguerras, porque en El Salvador la posguerra es un proceso que ha atravesado diferentes etapas y preguntas. En la última década, varias publicaciones en Iberoamérica han incluido las obras de estos artistas (4M3R1C4, en Chile; Barcos sobre el agua natal, en México; Poesía ante la incertidumbre, en España, entre muchas otras). La pregunta, la gran pregunta a la que estos autores se enfrentan, hecha sin vacilación o apenas insinuada, es una sobre el origen: ¿qué significa hacer poesía en uno de los países más violentos del mundo? La pregunta es ética y estética, y creo que la legión de artistas incluida en esta selección ha sabido contestar no con el discurso de lo común, sino con la escritura propia, con la voz auténtica de las entrañas.
La poesía, contrario a lo que pensaban los románticos del siglo XIX, no es nacional. Y me interesa decirlo porque, en este caso, ser salvadoreño tiene una marca muy particular: la de la violencia de la guerra o de las posguerras, la de la muerte, la del asesinato. Por encima de estas caracterizaciones, lo que los poetas seleccionados tienen en común es el sentido que dan a su trabajo, su propuesta que ha encontrado finalmente voz propia entre las tantas voces. Buscar una voz para una generación de posguerra se parece mucho a la acción de entrar a una iglesia pentecostal en la que hablan, sin parar, quienes han sido tocados por el Espíritu Santo. Y hablan tantas lenguas a la vez, conocidas y desconocidas, tan disímiles, tan convergentes en el gemido o en el llanto, tan únicas y suyas.
Eso es lo que encontré cuando decidí buscar las voces de estos poetas. Pensaba que a lo mejor había una narrativa común de la experiencia de la guerra-posguerras; pensaba, tal vez, que podía haber una identidad nacional en la escritura, un repertorio de lugares, comunes por supuestos, para decir las experiencias vividas, para enunciar precisamente que existe UNA poesía salvadoreña.
Pero encontré otra cosa. Encontré, precisamente, esa iglesia copada por los tocados por un espíritu. Y en ella todas las voces posibles.
Miguel Huezo Mixco (1954) es quien apadrina estos trabajos. Como muchos otros jóvenes de su tiempo, sobrevivió a la locura de la guerra y la atravesó con una escritura para sobrevivir. Los poetas seleccionados en este trabajo tienen la importante peculiaridad de reconocer el pasado de la poesía del país en que nacieron, y al conocerlo pueden situarse sin inconveniente en él. En Alberto López Serrano (1983) y Javier Ramírez-Nadie (1985) están las voces de los hombres que aman a otros hombres; en Nadie, sobre todo, se encuentra ese amor que es únicamente amor, vestido para una fiesta o desnudo. Roxana Méndez (1979) y Krisma Mancía (1980) tienen la facultad de transformar la violencia en una épica cotidiana. Luis Borja (1986) conoce la lengua del barrio y al escribirla entrega a quien lee una nueva reforma política del lenguaje como lo hiciera el cuentista Salarrué en la década de 1930. En Laura Zavaleta (1982) hay una recolección de la belleza, tan minuciosa que debe guardarse únicamente en un poema. Roger Guzmán (1981) y Vladimir Amaya (1985) provienen de una tradición poética que nace de la lengua y no de una idea de lo nacional. Y Lauri García Dueñas (1980) encontró el coro de América en los años en que ha vivido en México; su texto “América” es ese poema que está siendo escrito constantemente, hoy mismo, ya.
Sí, hemos creído los epítetos del país más violento del mundo porque lo vivimos todos los días. Desde 2015, quinientas personas han sido asesinadas al mes en El Salvador, en un rango de edades que va de los diecisiete a los veinticinco años. Este dato y tantos otros sobre desarrollo humano apuntan a que la poesía salvadoreña debería morir en sus intentos, o, a lo mejor, atravesar el camino de lo político y de la desgastadísima palabra compromiso. Pero hay otras tantas cosas por las que preguntar, tantos sitios en los que buscar. Sí, dentro de esta genealogía de la violencia, hay una metáfora para entender los procesos de la historia en El Salvador que precisamente viene de la poesía. El poeta Roque Dalton, asesinado por sus propios compañeros del Ejército Revolucionario del Pueblo en 1975, es aún un cadáver desaparecido en la impunidad que dan las instituciones del nuevo pacto ciudadano, el de la paz. Esa experiencia, ese gran símbolo de los tiempos de la paz, es un lugar común para todos. Un muerto sin túmulo, un muerto desaparecido. Un desaparecido que es siempre único, que es una incertidumbre, un duelo no resuelto en una familia. Es eso que carcomió lo que llaman tejido social, un hilo en tensión constante que se ha roto en la posguerra en la misma figura de la desaparición, encarnado en esas madres que buscan diariamente, ahora mismo, a sus hijos desaparecidos por las pandillas.
Existe en El Salvador —en su literatura de hoy y de siempre, y supongo que en la de tantos otros rumbos— una ansiedad por una gran obra, una ansiedad por lo mayestático que nos ha retirado de lo sencillo y lo cotidiano, de la risa y de la entraña. Y creo que es aquí cuando se rompe la clave de pensar la literatura desde lo nacional. Porque aunque los autores de esta selección tengan mucho más en común con los de las demás repúblicas de Centroamérica, lo que tienen en común con ellos lo tienen también con los de otras latitudes y otros idiomas: la ansiedad, la incertidumbre, el miedo, la búsqueda de la felicidad, de la justicia, la locura, la risa, el amor.
La poesía cree, debe creer en ellos porque no puede creer en otra cosa, porque lo nacional es lo que nos ha mentido. Nos mintieron por igual con las palabras del enemigo, si lo pensáramos en clave de Dalton. La paz, el país para todos, el país con futuro, el pacto ciudadano. El vocabulario de la ley, el vocabulario del Estado, sonó demasiado, por tantos años, con tanto peso, que resultó hueco, corrupto, roto. Los autores de estos textos han permanecido en el tiempo que les ha tocado vivir sujetos a sus propios pactos y fieles a su propio futuro. Sólo el lenguaje, la transformación a partir del lenguaje, puede salvar en los países más violentos del mundo.
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