Ocho narradores de San Luis Potosí (1980-1984) / No. 197
La fiesta
San Luis Potosí, 1981
Uno se consume de pasión pero se alimenta de obsesiones.
La obsesión es la forma alimentaria de la pasión.
Jean Baudrillard, Cool Memories
Llegué al lugar indicado y a la hora indicada, pero me sentía entrando a un espacio erróneo, a un sitio al que nunca correspondería. Soy un hombre demasiado común y corriente y muchas veces sueño con una gran fiesta de gala a la que me presento completamente desnudo, provocando la risa de los comensales. En aquella ocasión tuve la certeza de encontrarme despierto al comprobar que llevaba el esmoquin impecable, la camisa almidonada, los zapatos de charol lustrados y la corbata de moño bien anudada, apretándome el cuello.
“Usted es el señor Patricio, ¿cierto?”
Me recibió una mujer joven y sonriente. Era larga y sin carne como la Cuaresma. Me pareció hermosísima, a pesar de la cicatriz que le cruzaba la cara diagonalmente. La llaga le nacía en la sien derecha y bajaba en dirección izquierda hasta perderse en una sombra que ocultaba sus senos. Supuse que la herida era reciente, porque la noté roja y cubierta por una capa sebosa, como de pomada.
“Adelante, bienvenido. Los demás lo esperan.”
Cogiendo levemente mi brazo y extendiendo su mano derecha, me indicó que debía cruzar una puerta de cristal plomizo y después bajar una breve escalera para llegar a la fiesta. Seguí sus instrucciones, crucé un par de puertas inesperadas y en pocos segundos me encontré en medio de un salón gigantesco, abigarrado de gente. Todos a mí alrededor iban tan elegantemente vestidos como yo. Algunos más, inclusive. Muchos de los invitados me parecieron, por si fuera poco, demasiado atractivos. Sobre todo las mujeres, que en su mayoría eran ejemplos sin rodeos de la perfección idealizada.
Creo que nunca he estado rodeado de gente tan guapa y refinada como entonces. Charlaban y se reían sin carcajearse, mostrando apenas el conato de sus dentaduras aperladas y echándose ligeramente hacia atrás mientras alzaban un brazo a la altura del pecho. Nadie manoteaba ni gesticulaba de forma exagerada y cuando necesitaban un trago, simplemente buscaban con la vista al maître para que les enviara a un mesero cargado de champaña y de cócteles clásicos; quien no bebía un Manhattan prefería un Martini. Yo quería beber lo que fuera, pero no sabía qué hacer. Me sentía incómodo.
No es que me pensara ajeno a ese mundo, pues tengo buena cuna y sobre todo educación: tras la muerte de mis padres, mi abuela me internó en Salzburgo. Ahí mismo hice mis estudios universitarios y durante toda mi juventud asistí a los bailes de la alta sociedad vienesa. No quiero parecer petulante y me disculpo si he dado esa impresión. Tan sólo quiero dejar claro que mi fastidio al inicio de esa fiesta no se debía a sentimiento de inferioridad alguno. Al contrario, me sabía tan capacitado como el que más para situaciones como aquélla. Mi problema era que había ido solo y no veía por ningún lado a alguien conocido que me ayudara a integrarme fácilmente al festejo. Considero de pésima educación interrumpir conversaciones ya iniciadas, mucho más si se está entre desconocidos.
Así que me quedé parado donde estaba, esperando que en algún momento alguien se percatara de mi soledad y fuera hacia mí, discreto y encantador, para invitarme a departir con el resto del grupo. Aunque hubiera querido que alguna de las invitadas fuera la que me sonriera preguntándome mi nombre y la razón de mi aislamiento, sabía que eso era imposible. Hay códigos que muchos todavía respetamos, aunque el resto de la gente no tenga idea de lo que es la etiqueta. Me llevé el cigarrillo a los labios y esbocé una sonrisa sutil.
Mientras fumaba, fijé mi atención en el centro del salón. Lo hice para no incomodar a nadie con mi mirada y, sobre todo, para entender un poco de qué trataba aquella fiesta. Reparé entonces en el perturbador contoneo de una difusa y medio desnuda caderona que se meneaba provocativamente al ritmo de un chachachá compulsivo y peculiar: algunas secciones de la pieza se repetían constantemente sobre el fondo de un tambor machacoso. La música me pareció intrigante y totalmente descontextualizada. Lo más extraño de todo era que sentía un impulso desenfrenado por arrojarme a la pista y bailar, al mismo tiempo que deseaba con todas mis fuerzas largarme de ahí. Cuidando de no mostrar mi desconcierto, me preguntaba una y otra vez sobre la naturaleza de lo que según la invitación era esta “Exclusiva fiesta que en su honor ha dispuesto la ciudad de Providence, con motivo de celebrar el aniversario 375 de su fundación. En el nombre de Dios Todopoderoso, a 25 de junio del año de gracia de 2011”.
“Es un remix, como les gusta a los jóvenes”, me espetó la chica de la cara marcada. Su sonrisa no por muy estudiada era menos provocativa, pero ni la sensualidad de sus labios heridos pudo distraerme de la sorpresa. ¿De dónde había salido?
“Te seguí desde la puerta”, dijo, “he estado contigo todo el tiempo”.
“¿Qué diablos?”, susurré.
“No, no adivino el pensamiento”, dijo después, justamente adivinando lo que en ese momento me preguntaba.
Me clavé en los ojos de la hostess, sobrecogido por sus respuestas y por la música que ahora se difuminaba entre humos artificiales, olorosos a la estética barata del arrabal. Agradecí al cielo la fortuna de que el arma que le partió el rostro en dos, no se llevara en su impulso alguno de sus ojos. Eran bellísimos: profundos de tan negros y sin embargo luminosos. No los describiría como grandes, más bien diría que eran amplios y se extendían hasta la boca de mi estómago, donde los sentí avivar el fuego casi extinto de lo que fui. Por eso le ofrecí un cigarrillo, pero ella se negó y se alejó contoneándose provocativamente, focalizando en sus nalgas toda mi atención y obligándome a imaginar el recuerdo de su cicatriz en un sitio mucho más secreto que su rostro.
A medias entre en la languidez a la que me impulsaba su perfume y la expectación por esa fiesta a todas luces estrambótica, decidí sentarme.
“¿Le apetece la chica, caballero?”
“¿Disculpe?”, exclamé sorprendido por la voz gruesa que salió de ningún sitio.
“Que si se le ofrece algo de beber, caballero.”
Dudé durante un segundo de esos largos y terminé decidiéndome por un Old Fashioned, con bourbon Maker’s Mark y sin cerezas porque las detesto.
“¿Y su abrigo? Si así lo desea el caballero, puedo llevarlo al guardarropa.”
No recordaba llevar abrigo puesto. Aunque en octubre refresque en Nueva Inglaterra, no todas las noches ameritan algo más que una chaqueta de lana. Algunas veces no me pongo ni eso. Mi médico me recomienda todo el tiempo pasear sintiendo el fresco que empuja el aire entre los edificios del centro. Un poco de frío templa el cuerpo y mejora el carácter, me dice. Yo lo obedezco. Sólo los necios ignoran el consejo del experto.
Me disculpé con el mesero por mi torpeza y mi mal oído y le pedí que me hiciera el favor de auxiliarme. Lo dije con mucha reverencia, imitando sin darme cuenta su acento y sus modos anquilosados. Cuando me puse de pie para quitarme el abrigo, noté que él ya lo tenía doblado sobre su brazo derecho y se alejaba lentamente después de hacer una ligera reverencia. “Vaya cosas”, me dije, preguntándome dónde diablos tenía puesta la cabeza aquella noche.
Bebí el primer Old Fashioned con una velocidad inusitada y, justamente cuando pensaba en pedir otro, el solícito mesero me puso dos más junto a la copa vacía. Seguí bebiendo. Deseaba pero no podía participar en las conversaciones de mis compañeros de mesa. No es que me ignoraran, todo lo contrario: sus miradas y entonaciones para incluirme se volvieron pronto preguntas directas y yo no tenía nada que decir. Me limitaba a sonreír y, para evitar decir cualquier cosa, me llevaba el trago a los labios, alzaba los hombros y ladeaba un poco la cabeza abriendo mucho los ojos. Esto que los yanquis llaman chit-chat es un arte que no he logrado perfeccionar. No se trata de una simple charla casual sobre el estado del tiempo, la trascendencia de un evento reciente o los resultados de la liga de béisbol. Nadie espera que ante una queja sobre el frío inusual para esta época del año, uno conteste simplemente “sí, lo sé, esperemos que pronto mejore” o “el clima está loco, ya no es como antes”. No. El americano promedio (o quizá sólo el tipo de americano al que me enfrento diariamente, no lo sé) espera que uno sea capaz de discutir ampliamente sobre el tema, aderece la plática con una anécdota personal y remate con un chiste.
Descartando el arte conversacional, hay otras costumbres a las que sí me he habituado desde que llegué aquí huyendo de mis acreedores. Algunas de estas prácticas me parecen profundamente extrañas, pero las sigo a pie juntillas para evitarme disgustos, porque los de aquí las creen imprescindibles para el buen funcionamiento de su sociedad y la permanencia del sistema democrático en el mundo, a lo cual no me opongo. Por eso obedezco el hábito de agradecer todo servicio prestado, cualquiera que sea y sobre todo en el ámbito de la hostelería, con una propina nada modesta. Para esta fiesta llevaba, precavido, muchos billetes de baja denominación para regalar durante toda la noche al mesero que tuviera a bien atenderme y el que me había tocado se estaba ganando muy bien mis dólares: no sólo me sonreía ceremoniosamente y me halagaba con sus comentarios hipócritas, sino que no dejaba de darme copas llenas en cuanto las vacías tocaban la mesa.
Mientras bebía mi quinto o sexto cóctel, una vez que mis compañeros de mesa entendieron que no iba a participar de su coloquio, me dediqué a observar detenidamente a mi alrededor. Inspeccionaba la fiesta en busca de algún rostro conocido entre aquella tormenta de vasos, risas y la música monótona y violenta con la que el dj se dedicaba a lo que algunos llaman “crear ambiente”, obligación fiestera que a mí siempre me ha parecido más bien incómoda e inútil. Como las distintas charlas de los invitados comenzaban a elevarse de tono, sin duda a causa del alcohol que, como había notado, corría a raudales, fui al baño buscando un poco de silencio.
Después de desahogarme y lavarme las manos, dejé un billete de un dólar en la cesta de un hombre que me extendía, al mismo tiempo, una toallita caliente y fuego para el cigarrillo que me colgué de la comisura. Le di las gracias y aproveché para acicalarme frente a una serie de espejos enmarcados al estilo art decó, elegantes pero bastante viejos y manchados. Al verme reflejado en tales condiciones, me imaginé dentro de una fotografía de mi abuelo que tenían en casa sobre carpetas y siempre con una veladora encendida. Se trataba del retrato de estudio de un hombre muy joven y bastante bien vestido, parecido a los antiguos galanes de Hollywood. Su sonrisa indicaba vitalidad, seguridad y confianza, pero sobre todo triunfo. Cuando mi abuela murió la enterraron con ese recuerdo de la antigua gallardía, la que ya no existe y no he vuelto a encontrar en ningún sitio. Decepcionado de mi propia facha, tiré el cigarrillo al suelo y salí con paso firme para reintegrarme a la fiesta. Fue un segundo revelador que cambió mi perspectiva sobre mi persona. Supe que después de esa noche no me vería con los mismos ojos.
Pero bueno, de eso no estoy hablando ahora.
Una vez que abandoné el baño, y apenas di dos pasos dentro del salón, noté de inmediato que era grande y elegantemente feo. Lo opacaban su selección de colores y texturas, sobre todo el exceso de tintes sombríos entre el rojo y el negro que, a la distancia, lograban confundir las alfombras gastadas con las cortinas y el papel tapiz manchado de tiempo transcurrido. Del techo colgaban grandes candelabros de luces tenues, casi imperceptibles y que no se reflejaban en los cristales cortados simulando telarañas o redes. El candil del centro tenía la forma de una nave, quizá una carabela o una nao y me gustó la repentina idea de que aquello era una metáfora vieja y fácil: éramos los tripulantes de una nave perdida en el mar de las tinieblas.
Bajé la mirada: la tierra firme me parecía más segura, aunque no menos decadente. Las guías de lucecitas que marcaban direcciones, veredas y escalones en el piso del salón, sobre la alfombra, me recordaban esas grandes y decrépitas salas cinematográficas que todavía sobreviven por ahí, generalmente gracias a que cambiaron su programación habitual por películas de corte pornográfico a las que, por lo demás, nunca he sido demasiado aficionado. Las mesas estaban dispuestas en nueve círculos concéntricos, en medio de los cuales se elevaba un escenario también circular y a modo de pirámide de siete pisos. Sobre ese promontorio colgaba el barco de cristal cortado. Hacia allá se dirigían también todas las guías iluminadas que surcaban el suelo. Noté que éstas se complicaban en figuras geométricas alrededor de los bordes de cada nivel escenográfico, dándole en conjunto la apariencia de un gran pastel escalonado, horrible y reconocible para cualquiera que comparta mi educación audiovisual, donde un pastel de tales proporciones se indica como el adecuado para bodas de mal gusto y pasadas de moda.
En la cumbre de ese adefesio, la caderona que antes se meneaba con el chachachá remixeado ahora bailaba una versión industrial del mambo “La cintura de Rossy Mendoza”. Cubría su cuerpo exuberante y antiguo con un pequeñísimo vestido hecho de plumas, no sé si de quetzal o de otra ave igualmente primorosa. Sus glúteos perfectos se columpiaban cada vez que saltaba de un nivel a otro del escenario-pastel, marcando el paso que luego seguían sus caderas y, segundos más tarde, remataban su par de tetas, pequeñas pero firmes y carnosas. Los invitados le aplaudían, algunos con mucha emoción y poca vergüenza, y ella sonreía con una delicia que hacía del deseo algo inaplazable. Luego se fue, me imagino que a su camerino. Quise celebrar por ella, por la urgencia a la que me orillaba su sexualidad y caminé rápidamente hacia mi mesa, donde me esperaba un nuevo Old Fashioned. Levanté mi copa y animé a mis compañeros a brindar por la vedette, pero nadie me hizo caso y fui tachado de loco impertinente. “Enfermo”, me acusó alguien. Indignado, les di la espalda a todos y continué con lo mío.
Noté entonces que, efectivamente y como lo sospechaba, me encontraba sentado en el más exterior de los círculos, el noveno. La situación de mi mesa era equidistante del escenario y de la puerta de entrada, que era a su vez la única salida posible en caso de emergencia. Eso me hizo recordar una anécdota constante en esta ciudad sobre el trágico incendio de una discoteca. Por culpa del fuego murieron varios jóvenes locales ya que el lugar sólo contaba con una salida. Desde entonces se recrudeció la vigilancia de la diversión nocturna, no sólo en la ciudad sino en el estado entero de Rhode Island. La tragedia también ocasionó la popularidad de dos reglas que a mí me parecen idiotas y no relacionadas entre sí: la prohibición de fumar en lugares cerrados y la obligatoriedad de servir alcohol únicamente hasta la una y media de la mañana. “La seguridad es lo primero”, me contestan siempre los habitantes de Providence cuando me quejo de esas limitaciones. No saben que, en nombre de la seguridad, las perversiones menos dañinas para la sociedad sucumben, permitiendo el florecimiento de otras conductas mucho más peligrosas.
Pensando en eso, calculé el área del salón en unos ciento veinte metros cuadrados, por lo que su capacidad de albergue escapaba cualquier cálculo estimado. ¿Cuántos éramos ahí adentro? ¿Dos mil personas? ¿Ochocientas? Imposible saberlo, siempre he sido muy malo para hacer cualquier cálculo aritmético, con más razón cuando las cantidades tenía que deducirlas a simple vista.
“Quizá el caballero quiera beber otra cosa”, me interrumpió el mesero.
“Prefiero seguir con los Old Fashioned”, contesté sin prestarle mucha atención, aunque sorprendido por lo mucho y rápido que estaba bebiendo sin sentirme borracho.
El nuevo trago me lo trajo la chica de la cicatriz. Venía a sentarse conmigo, porque pensaba que me aburría y necesitaba compañía. Le agradecí la atención, pero le aclaré que no estaba aburrido, para nada, que la estaba pasando bastante bien, considerando que estábamos en Providence, una ciudad por demás desganada.
“Yo nací aquí”, dijo sin emoción alguna, meneando las aceitunas en su Martini sucio. “Sé a qué te refieres”, continuó, “Providence fue mucho mejor de lo que es ahora”. Tenía la mirada fija en mí y sonrió mientras envolvía los dos frutillos verdosos con sus labios. Masticaba lentamente, quizá buscando las palabras exactas. “Pero eso fue hace mucho. Te estoy hablando de la época en que Buddy era alcalde y durante el año se notaba claramente la existencia de las cuatro estaciones. Ahora no las tenemos, sólo nos quedan dos: el invierno y el mes de mayo”.
“Qué exageración.” Tomé su mano sin darle mucha importancia al gesto.
“No miento. Por eso ahora vivo en Boston.” Comenzó a sobarme la pierna y asintiendo a alguien que se dirigía a ella desde la puerta de entrada me dijo que ya estábamos completos, que ya nadie más vendría a la fiesta.
“Tú eras el último invitado por llegar”, me confesó y añadió: “No había venido antes a la mesa porque a un imbécil se le olvidó registrar el abrigo y el comité organizador no me creía que ya estaban todos los comensales en el salón. Cuentan la asistencia por los abrigos colgados, ¿sabes? Me parece una técnica idiota, pero en fin, mientras me paguen que hagan lo que quieran y como quieran.”
“Ah, el pragmático pensamiento norteamericano”, le dije, y ella o no entendió o simplemente decidió ignorarme.
“A todo esto, ¿cómo te llamas?”, le pregunté queriendo evitar el silencio. Pensaba que entre menos habláramos tendría más tiempo para pensar en no besarme o en no venirse conmigo a la casa cuando terminara la fiesta.
“Mi nombre no es tan importante.”
“Para mí creo que lo es. No me gusta desconocer a mis interlocutores.”
“Los nombres no son las personas. En realidad no son importantes.”
“Por favor, no quiero entrar en discusiones idiotas. Tu nombre importa, ¿qué voy a hacer mañana, cuando al bañarme quiera recordarte?” Quería coquetearle. “Siempre es más fácil evocar un nombre que un rostro. Siempre es más fácil buscar un nombre que un rostro. ¿Cómo preguntaré por ti cuando quiera buscarte?”
“No finjas. Mi rostro es fácilmente reconocible. Si me ves en un bar, si me encuentras en el mall comprando lencería o pretzels sabrás que soy yo.”
“Claro. Me imagino que no hay demasiadas mujeres tan hermosas con el rostro cruzado por una cicatriz, pero eso no es suficiente. Quiero saber quién eres.”
“Imbécil”, me susurró. “Si quieres saber quién soy, dame la mano.”
Se la extendí y ella la llevó lentamente a su rostro. Paseó mis yemas por su cicatriz, comenzando en la sien derecha. La detuvo por un rato en su nariz y un poco más, sólo un poco más, sobre sus labios. La bajó hasta la barbilla, donde terminaba el camino anguloso de su marca y después tuvo la decencia de empujarla hasta el canalillo de sus senos. Acercó entonces sus labios a mi oído y con un soplo ligero que empujó hasta mi tímpano el lenguaje perdido de los pájaros, me dijo: “Ya están a punto de servir la cena.”
La nave de cristal suspendida en el aire se iluminó de pronto. Acostumbrado como estaba a la penumbra de la fiesta, la brillantez repentina me encandiló. La chica de la cicatriz en la cara aprovechó mi turbación para pararse y, tomándome de la mano, llevarme hacia otra mesa, en el círculo siguiente.
“A la gente de la fila donde estábamos les va a llegar fría la comida. Créeme, lo sé por experiencia.”
Gracias a la nueva iluminación, pude notar que las guías de luces sobre el suelo eran en realidad rieles muy delgados que nacían de las paredes del salón. Desde allí comenzaron a salir trenes cargados de distintos platillos. Los vagones avanzaban sin parar hasta el círculo de mesas más cercano al escenario. Luego recorrían en espiral todo el salón, pasando de mesa en mesa y permitiendo que los invitados tomaran lo que quisieran de sus vagones. Iban cargados con sopas, ensaladas, cortes de carne, verduras asadas y papas cocidas. Los comensales se abalanzaban sobre los trenes, se empujaban como si aquella fuera la primera vez que comían. Arrancaban sin gracia ni recato trozos de pavo, de pollo, de conejo y se manchaban los dedos al luchar por un pedazo de lo que, estaba casi seguro, era liebre en salsa de chocolate. Los meseros no dejaban de servir bebidas, pero también traían con ellos grandes ollas llenas de salsa y canastas repletas de pan.
Mis nuevas compañeras de mesa vestían provocativamente. Gotas y chorros de sopa y salsa manchaban sus tetas que no oponían resistencia a sus escotes. Una de ellas, con una larga y preciosa cabellera rubia, empuñaba en su mano derecha un mazo de costillas de cerdo en salsa BBQ, mientras que una morena imposible le tocaba el culo para limpiarse la mano pringosa. Inclusive la escuálida belleza de la cicatriz en la cara se empujaba desesperadamente montones de comida por el gaznate, ayudándose a tragar los trozos apenas masticados con grandes sorbos de sopa que bebía directamente del plato, sin utilizar la cuchara.
Hombres de otras mesas se acercaban a la nuestra para chupar aquello que quedaba entre las tetas de estas hembras feroces que, sin embargo, parecían educadas y recatadas princesitas en comparación con los gordos y gordas que ocupaban los amplios sillones y divanes del séptimo círculo, a unos cuantos metros de nosotros. Aquellos monstruos de carne y cebo paraban en seco los trenes cargados de comida, con palas llevaban sus contenidos al centro de sus mesas y obligaban a los meseros a que les llenaran la boca con todo lo que encontraban, imposibilitados de moverse una vez que se habían echado de nuevo sobre sus asientos.
“Come”, me dijo mi acompañante. “Come que nunca sabes si vas a hacerlo mañana.” Su afirmación fue coreada por un grupo de escuálidas figuras que contaban la cantidad de comida en sus platos, más lejos de nosotros, en el sexto circuito de mesas.
“Necesito algo para pasar la comida”, me excusé, “y cubiertos”.
Mis compañeras de mesa me miraron sorprendidas y luego con una furia que terminó en una risa estridente.
“¿Cubiertos? ¡Utiliza tus manos, cabrón!”, gritaron al unísono y pude observar el interior de sus bocas abiertas, de las que escaparon huesecillos de pollo y fragmentos de bolo alimenticio. Así que hice lo propio, pero queriendo moderarme.
En el fondo, todo aquello me había excitado sobremanera. El asco que me causaba esa escena repulsiva me despertó la libido. Sólo pensaba en meter mi mano entre las piernas de la chica de la cicatriz. Deseaba probar otras humedades que no fueran las de los caldos, llenarme las manos de su salsa.
“¡Quieto!”, me reclamó. “Por lo pronto es hora de comer.”
La velocidad con la que sucedía aquella grotesca cena no me permitía pensar muy claramente, y aunque supongo que se extendió por varias horas, nunca podría comprobarlo. Los platos no dejaban de llegar y eran vaciados en pocos segundos. Los invitados, todos tan elegantes en un principio, me parecieron de pronto monstruos de miradas perdidas por las desastrosas formas con que se comportaban. Masticaban con la boca abierta grandes bocados que les escurrían por las comisuras de los labios y que terminaban invariablemente embarrados en sus mejillas, sus frentes, sus muñecas. Las manos que peleaban la comida, de tan ávidas y urgentes de hacerse de otro trozo de pan, de otro codillo de cerdo, de una cabeza de pescado estofada o de una golondrina adornada con huevos de codorniz, se dejaron ver poco a poco como las garras que eran, como las pezuñas testarudas que sostenían a esas bestias.
Mi abuela siempre tuvo razón y ahora agradezco su empeño en que nunca pusiera los codos en la mesa y jamás masticara con la boca abierta: uno conoce verdaderamente al otro hasta que lo ve comportarse en una mesa.
La oscuridad volvió de pronto, pero acompañada de una serie de explosiones de pirotecnia absurda. Todos aplaudieron. La chica de la cicatriz en la cara me plantó un beso que me dejó restos de higadillos de conejo y crestas de gallo debajo de la lengua.
“Viene lo mejor.”
Apenas terminó esa breve frase, apuntó al piso más alto del escenario, de donde salió la caderona tan sólo cubierta por un mandil blanco. Hizo una reverencia y bajó cuidadosamente. Cuando estaba a nivel del suelo, extendió los brazos hacia el lugar del que había salido momentos antes, por el que comenzaron a aparecer los verdaderos platillos del festín al que estábamos invitados esa noche. Uno tras otro, animales estofados y rellenos de otros animales fueron transportados desde el escenario hacia todas las mesas del salón. Reconocí los famosos turduckens, que son pavos rellenos de patos que a su vez están rellenos de pollos, pero aquellos eran los más simples de todos los monstruos con que nos obsequiaban. Me impresionaron sobre todo los elefantes rellenos de camellos, que a su vez iban rellenos de borregos que en sí mismos llevaban un huevo metido en un salmón que rellenaba un pavo que cabía, sin huesos, en un carnero adobado.
Lo primero que llegó a nuestra mesa era un calamar gigante relleno de pulpo y acompañado con almejas, camarones, langostas y lo que creí era un salpicón de jaiba. Lo comí con mucho pan que iba buscando en el regazo de la chica de la cicatriz. Cuando se acabó la barra, ella misma me empujó la mano por debajo de su falda para buscar las migajas. Coqueta.
“Dime tu nombre, anda”, le supliqué chupándome los dedos.
Ella abrió la boca como para decir algo, pero por toda respuesta me ofreció un eructo sonoro y nauseabundo.
Alguien rió al fondo. Otros aplaudieron. Sentí un espasmo en la base del tórax y un ardor en la garganta. Tuve que tragarme el vómito.
Asqueado, bebí el resto de mi Old Fashioned y otro más de un solo trago. Comencé a fumar con prisa, pero sin exasperarme. Aproveché que nadie me miraba para ponerme de pie y caminar hacia un ventanal grande que daba a un jardín oscuro. Quise abrirlo para que corriera el aire, pero estaba cerrado con candado. Pensaba en mi mala suerte y en lo incómodo que estaba, quería irme pero al mismo tiempo no encontraba el ánimo para hacerlo. Sobre todo, no quería parecer maleducado: dejar una fiesta en pleno banquete es uno de los insultos más grandes que se le puede hacer a cualquier anfitrión. La ciudad de Providence, en este caso, representada en lo mejor de su gente y lo más granado de la de los alrededores.
De cualquier forma, quise consultar la hora para calcular si pronto terminaría la asquerosa juerga. Noté que mi reloj de mano no marchaba y me llamó la atención que tampoco funcionaban los del resto de los invitados. No es que mis compañeros de mesa hubieran sido lo suficientemente solícitos como para decírmelo ellos mismos, tan ocupados como estaban devorando las monstruosas viandas que la caderona seguía presentando sin parar. Para poder revisar sus relojes, yo mismo tuve que tomarles los brazos y frenarlos, no sin esfuerzo, de sus ímpetus por seguir atragantándose. Comencé a sentir un mareo y me recargué en una de las paredes. Llamé al mesero y le pedí dos tragos más, lo más cargados que se pudieran. Puse un puño de billetes en su mano y miré al techo.
Seguramente fue a causa del alcohol que todo comenzó a parecerme menos ridículo y asqueroso. La situación era más bien absurda antes que grotesca y decidí que todo era producto de una pesadilla esperpéntica. A tropezones, caminé entre las mesas, sorteando montículos de restos de comida y algunos charcos grumosos que preferí no investigar. Pasaba por los círculos de mesas descubriendo que cada uno era tanto o peor que el anterior. A lo lejos veía a la chica de la cicatriz en la cara, hermosa como era a pesar de tener el rostro completamente manchado de grasa y salsa. En silencio di las gracias de no ser como ellos y debido a mi distracción choqué contra el borde del escenario, desde donde me miraba la caderona fijamente. Quise disculparme con ella, pero no me salieron las palabras cuando vi mi reflejo en sus ojos vacíos y descubrí que dentro de ellos se duplicaba casi la totalidad del salón y de la fiesta. Mi rostro en primer plano estaba surcado diagonalmente por una cicatriz roja y reciente.
En ese momento quise despertar y cuando iba a pellizcarme para hacerlo como en las caricaturas, noté que, a pesar de algunas manchas, llevaba el esmoquin impecablemente planchado y que la corbata de moño seguía ahí, aprisionándome el cuello. No estaba borracho, para nada, y sin embargo sentía un hambre infinita.
Publicado en el fanzine Punkroutine, núm. 9, noviembre de 2014.
Joserra Ortiz. Es hispanista, escritor y diseñador de experiencias culturales. Es doctor en Literatura por la Universidad de Brown (Estados Unidos). Organiza desde 2012 las Jornadas de Detectives y Astronautas. Junto al crítico peruano Julio Ortega preparó la antología Nuevo cuento latinoamericano (Marenostrum, 2010), y por su cuenta El complot anticanónico. Ensayos sobre Rafael Bernal (FETA, 2015). Después de publicar el libro de cuentos Los días con Mona (FETA, 2012), su trabajo ha aparecido en revistas, fanzines y antologías como Festín de muertos, La mosca y el canon y ¡Esto es un complot!13 voces que dicen presente. Este año aparecerá su libro La conquista del Monte de Venus bajo el sello editorial Abismos.