Concurso 47 / No. 198

#SelfieConElPodrido

Facultad de Filosofía y Letras-UNAM



Nadie había notado su ausencia, pero a mitad del lunes nos avisaron que Domínguez no iba a venir a trabajar. Su ventanilla estuvo cerrada todo el día porque él tenía complicaciones de salud. Luego se supo que se había pegado un tiro, y como le tembló la mano le estaban atendiendo el hombro que se dejó hecho un desmadre.

El caso Domínguez sacó de onda a la oficina en pleno. Por aquí uno decía que no era sorpresa su intento de suicidio y por allá otra añadía que no era sorpresa su mala puntería. El gerente regresaba de una de sus juntas con la recepcionista cuando nos encontró a todos en el debate y nos regañó por las “potenciales mermas inadmisibles en la efectividad del departamento, no mamen”. Era de dominio público que odiaba su vida desde que enviudó y su trabajo desde que firmó el contrato, pero no entendíamos cómo se atrevía a dejar a Dominguitos solo y a su suerte. Dominguitos nos caía bien porque lo traía desde morro a la oficina después de clases. Una vez se engrapó un dedo y la anécdota siempre la contamos y siempre nos volvemos a reír. Era muy brillante, y el contador advirtió que, como entre el seguro y las compensaciones Domínguez valía más vivo que muerto, a lo mejor había atentado contra su vida para pagarle la universidad al chamaco. Ay, qué bonito, dijo una.

El martes se presentó a trabajar. Quiúbole. Nos explicó que lo del hombro no era tan grave y por eso nomás traía una venda amarrada desde ahí hasta la cintura, antebrazo incluido, como para pedir calaverita. Nos contó que ahora tenía que ir agüevo los sábados a terapia psicológica, pero que se sentía bien. De todos modos, el vigilante lo ayudó a llegar a su lugar.

El gerente mandó un mail masivo con sus deseos de pronta recuperación para el compañero Domínguez. También enviaba saludos cordiales. Luego todos fingimos volver a nuestras respectivas tareas, pero en realidad estábamos espiándolo. Se lo veía callado, a la gente la atendía con cara de yeso, igual que siempre cuando acababa de comer, pero a las diez de la mañana. No veía a nadie a los ojos, como si estuviera avergonzado. El pobrecito quiso colgar los tenis y se le volaron a la otra casa. Lo que nadie se atrevía a señalar era que traía la cara y las manos moreteadas, impregnadas de un azul suavecito. Como si se hubiera intoxicado con miados de pitufo, dijo tiempo después alguien, a quien los demás vimos feo. Al fin optamos por dejarlo trabajar en paz, ya que descansar en paz se le había cebado.

Luego, a media semana, todo se fue a la mierda.

Nos saludó temprano de lejitos y se fue a sentar. Tenía frío y estaba nervioso. Hacía las cosas con una prisa que el gerente, de no ser un cerdo tacaño, lo habría premiado con un bono, y no despegaba los ojos de la computadora. Además se rascaba la nuca, los brazos y las piernas. Daba roña verlo. No faltó quien asegurara que ya le había brotado de veras la alergia al trabajo, pero nadie se rio porque en ese momento el damnificado se palpó en la espalda lo que debía ser la primera ampolla, puso cara de quien pisa caca, le cerró la ventanilla en las narices a un anciano y salió despavorido al jardín de la oficina, un cubo que le sobró al arquitecto y mejor le puso pastito.

Y pues ya no salió.

Decidimos darle su espacio, así que nadie lo siguió, pero a la hora y media nos empezamos a preocupar. Lo encontramos de rodillas sobre la hierba, con los ojos bien abiertos, y tieso como pito enamorado. Tenía las manos chuecas, y estaba ahí nomás a medio vendar, azul, con unas ámpulas de lo más desagradable, y todo engarrotado, moviendo apenas los ojitos que desbordaban desesperación. Un maleducado comparó la escena con The Walking Dead, pero en el fondo era para todos evidente que Domínguez ni estaba muerto ni podía caminar. El quehacer de la oficina entera se paralizó como por solidaridad. Incluso el gerente guardó silencio, cosa que suele su ponerle un esfuerzo especial. Entonces que se acerca el sacacopias, que estudió tres semestres de Biología, y que nos dice con cara de fuchi que Domínguez se estaba pudriendo. Nos indignamos y le dijimos majadero pero al final tuvimos que creerle porque, primero, no teníamos más teorías, y segundo, aquél se estaba empezando a hinchar. Todos los síntomas apuntaban a que el colega sufría los inicios del proceso de descomposición. En vivo. Era como si su cerebro hubiera registrado el balazo como certero, o nomás se hubiera convencido de que la intención es lo que cuenta.

Ahí estábamos en el jardín, improvisándole el velorio sin querer. Lo quisieron levantar pero pesaba más de lo normal, sin mencionar que en realidad nadie quería acercársele a causa del aceitito color mixiote que había comenzado a manar de todos sus orificios visibles. Luego alguien se acordó y fueron a llamar al hijo. Cuando entró al jardín y lo vio se asustó mucho; probablemente no lo habría reconocido de no ser porque Domínguez portaba su gafete hasta para salir a comer. Se quedó un momento pasmado y por fin rompió en llanto, tiró su mochila al suelo y corrió a abrazar la cosa rancia y entumecida que todavía el lunes era su papá. Se nos partió el corazón. Se nos revolvió el estómago.

Habría que preguntarse por qué no llamamos nunca a un médico. A lo mejor intuíamos que no había remedio o nos preocupaba que le hicieran la necropsia a Domínguez sin anestesia. Por su parte, el señor del aseo se negó a ayudarnos, con la sugerencia de que mejor lo levantara su abuela. Pasaba de las seis de la tarde y la oficina empezó a vaciarse. El gerente instruyó a dos becarios para que se quedaran a hacer guardia junto con Dominguitos. Le pareció muy natural que el caído permaneciera ahí toda la noche, pudriéndose en la oficina.

El viernes era quincena y día de no llevar corbata, pero nos incomodaba sentir alegría en las presentes circunstancias. Domínguez logró, eso sí hay que reconocérselo, que todos llegáramos temprano por una vez. La oficina apestaba. El mensajero, que no va diario y no se había enterado, apenas entró y dijo que órale, que quién se estaba echando a perder. Luego se rascó una nalga. Nadie le respondió. Había un silencio como de fosa común. Fuimos en bola al jardín, todos salvo la secretaria del gerente, que andaba pegando post-its en los cubículos para ver quién se animaba a tomar el número de la tanda de Domínguez.

Él seguía en la exacta posición del día anterior, con la diferencia de que ahora estaba tan escuálido que más bien pasaba por el perchero de su propio traje. Las ampollas se le habían reventado y le habían dejado unas llagas rebozadas de una pastita como cátsup seca. Tenía la boca abierta, en un gesto similar al terror. Su piel áspera se había desplazado impunemente del azul tímido al morado extrovertido, y por el ojo izquierdo aún con vida se abría paso un gusanito, el único que se la estaba pasando a toda madre. Los becarios que habían pernoctado en la oficina se veían ansiosos por contar su experiencia. El primero nos mostró la selfie que subió a Instagram con el pie de foto “Típico que llegas a la oficina y el de la ventanilla está podrido”; en ella se veía en primer plano a los dos jóvenes, uno señalando al otro que exageraba una mueca de asco, más atrás a Domínguez posando a pesar suyo, y en el fondo a Dominguitos, vencido por el sueño sobre su mochila. El segundo nos platicó cómo casi se les desfonda el colon cuando el cadáver —por así decirle— se tiró un pedo. Aquí intervino el sacacopias, que sólo estaba sorprendido de la rapidez con que la naturaleza estaba reclamando el cuerpo. Nos explicó con aire de neurocirujano que, fuera de ese detalle, el curso de la situación era el esperable; que los gases conservados en el organismo muerto tienden a salir, y que si Domínguez tenía esa cara de muñeca inflable era porque los nervios de la piel se distienden sin control cuando uno, por falta de voluntad, se echa a perder.

En las ventanillas empezaban a formarse las filas. Nadie estaba en su lugar. Ni el gerente ni la recepcionista habían llegado, y la oficina olía a la ingle de Satanás. Nuestro bono de productividad peligraba, así que abrimos al público —primero abrimos las ventanas—, y durante toda la jornada le dimos a la chamba con toda la actitud mientras Domínguez se dedicaba a perder el resto de su masa corporal. El hijo armó un drama cuando lo quisimos regresar a su casa, pero al final lo logramos; lo que se dice sobre el muerto y el arrimado es dos veces verdad si ambos son parientes.

Resulta curioso cómo, si uno se lo propone, puede trabajar con decente cotidianidad aun cuando el vecino de cubículo se está descomponiendo. No debe olvidarse además que se nos habían acumulado los pendientes y que, como dice el gerente, si pierde la empresa perdemos todos. Pero apenas dieron las seis volvimos al jardín. El compañero ya no estaba sobre sus rodillas. Había caído hacia la derecha, prácticamente en los huesos. De su persona quedaba un ecosistema orbitado por esas moscotas que la recepcionista odia porque, según dijo, son como de pescadería de tianguis. A su alrededor, una isla de pasto muerto formaba un aura fúnebre. A algunos se les escapó un suspiro, a otra le cayó el veinte y se soltó a llorar, los becarios actualizaron su perfil de Facebook; la mayoría fuimos retirándonos en silencio.

De Dominguitos ya no sabríamos nada. El contador dijo que con toda probabilidad la cobertura del seguro no abarcaba incidentes como el de Domínguez, así que quién sabe si entró a la universidad. La última vez que lo vimos fue el lunes siguiente. En la mañana llegamos a barrer unos cuantos huesos que, como nadie quiso prestar su tóper de la comida, le entregamos al pobre huérfano en lo único que encontramos, un sobre manila. Tamaño oficio.

Ya luego, como quien no quiere la cosa, le pusimos florecitas al jardín.


Adrián Chávez (Estado de México, 1989). Es escritor y traductor, autor de Señales de vida (Fá Editorial, 2015); es coordinador editorial de la revista electrónica La Hoja de Arena y becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes en el área de Novela. Estudió la licenciatura en Interpretación en el Instituto Superior de Intérpretes y Traductores, y Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM.