Diario de una vieja loca (fragmento)
Umar Timol, Le journal d’une vieille folle, L’Harmattan, París, 2012, pp. 11-19.
11 de enero
Soy un cliché.
Ante todo, cliché exótico, pues después de vivir por treinta años en París, me sueltan, con la regularidad de un metrónomo, las mismas preguntas y los mismos comentarios. Entonces, usted viene de allá. Debe ser hermoso, espléndido, ¿por qué vivir aquí si su isla es tan hermosa? Yo sueño con ir allá, descansar bajo ese sol hermoso de los trópicos, permítame decir, señora, que usted posee el encanto y la dulzura de la gente de allá. Sí, eso es, usted es gentil y encantadora, es lo que ven en mí, soy la extranjera, la que viene de otra parte, cuando yo soy como ustedes, mucho más de lo que creen, cuando estoy llena de esta misma mierda que pulula en los bajos fondos de sus propios sueños fallidos.
Luego, cliché miserabilista que se manifiesta por lo general después de algunos tragos de alcohol cuando uno se sonroja y está apenado y no sabe bien lo que dice o más bien sí; cuando uno se deja llevar diciendo lo que uno piensa realmente: que sí, allá hay cocoteros, y vaya que los indígenas son felices, se divierten a cada momento. Eso es, la famosa flojera de las islas, el tiempo, el sol indolente que da ganas de soñar y dormir, por fortuna llegamos a civilizarlos.
Cliché también pues estoy en el promedio del promedio. Vivo en un departamento miserable en los suburbios de la gran capital. No vale la pena describirlo. Basta con saber que esparce la peste de la mediocridad. No soy rica ni pobre, ni hermosa, ni fea, ni inteligente, ni tonta. No soy nada. Pero eso hay que evitar decirlo. Vivimos en la era de lo positivo. Hay que positivizar. El mundo está mal. Disponemos de suficientes bombas para enviarnos a los infiernos pero hay que positivizar. Por tanto, yo positivizo. No soy nada, sin embargo, positivizo.
Cliché pues soy una mujer vieja y se supone que una anciana debe saber comportarse en sociedad. Hay que comportarse, querida. Por ejemplo, no debe ponerse a gritar que se muere de miedo ante la idea de la muerte. Tampoco debe decir que no tiene ganas en absoluto de jugar con sus nietos. De todas maneras, no tengo nietos. Debe hacerse chiquita, encogerse, como una bacinica, pero no, disculpen esta grosería, sería entonces como un florero del que nos queremos deshacer, pero no lo logramos porque sentimos nostalgia por las antigüedades. Allá, en mi isla, queremos a los ancianos, sobre todo cuando tienen suficientes tierras para alimentar a varias generaciones de herederos. Aquí, dado que es la civilización, los entregan a lo que llaman púdicamente una casa de reposo. Extraña mojigatería cuando saben que pasan sus días en pañales repletos de pipí y mierda.
Cliché pues soy una mujer predecible en un cuerpo predecible, en un lugar predecible, en una sociedad aseptizada, que ha evacuado la violencia, que vende sueños prefabricados a las masas, que cree engañar a la muerte con sus desenfrenos de consumo. Vivimos en la era de la banalidad. La prosperidad nos ha vuelto sosos. Soy una mujer predecible en una sociedad de lo predecible.
Soy un cliché porque a todas luces odio a mi marido. Lo contrario sin duda habría sorprendido. ¿Acaso es posible amar aún a su cónyuge después de treinta años de vida en pareja? La pregunta amerita plantearse. Y decir que por culpa de este imbécil abandoné la maravillosa isla exótica y a mis padres para venir a vivir aquí, pero en aquel tiempo, para ser completamente honesta, creí: en ir allá, a la tierra de la cultura, reinventarse, convertirse en otra, y creí en su charlatanería, sus discursos; creía con el fervor del nuevo creyente, antes de perder la fe de manera inevitable y reconciliarme con la mediocridad infinita de, y aquí una vez más soy cortés, de mi querido, muy querido esposo. Nunca hay que subestimar el fervor de los creyentes que se convierten al ateísmo.
Soy entonces un cliché, pero he decidido, último combate de una seudoguerrera, trabajar desde hoy, un día para marcar con una piedra negra, en escribir un diario. Les advierto que no he descubierto esta idea en quién sabe qué revista de mujeres, que difunde sus tontas influencias en papel brilloso, sino al leer una obra de un gran escritor, de cuyo nombre ya no me acuerdo. Es necesario precisar que soy una intelectual. Entonces voy a disecar, analizar, desmenuzar mi pequeña vida miserable, no para hacer una obra de arte porque no sé escribir, ni porque sueñe con alguna posteridad —¿acaso los clichés tienen derecho a la posteridad?, la pregunta amerita plantearse—, sino, sencillamente porque intentaré comprenderme, sí, a mí, la vieja loca, penetrar en los recovecos de mi alma podrida, como se dice correctamente, parecería que escuchamos a una poetisa, y sobre todo por una razón mucho más prosaica que es ésta: desahogarme, sí, tengo ganas de desahogarme, de pasármela genial.
Veremos bien lo que sucederá. Cliché o no.
13 de enero
Es tarde. No logro dormir. Allá, en la cama, está mi esposo, cuya presencia está santificada por el matrimonio. Mi querido, muy amado esposo. Su gran vientre expira un aliento fétido. No puedo evitar odiarlo. Está más allá de mis fuerzas.
Pero observarlo al menos. No dejar de observarte. Cuerpo gordo que sufre los caprichos del tiempo. Cuerpo distendido que pronto se deshará en una tumba. ¿Con qué sueña un hombre de sesenta años? ¿Con los hijos que no tuvo? ¿Con las zorras en adelante inaccesibles? ¿Con la derrota que se anuncia? ¿Con qué sueñas? ¿Conmigo? ¿Aún me amas? ¿Acaso me encuentras deseable, excitante? ¿O acaso tus sueños son grises y tristes, sueños de un hombre viejo?
No es importante.
Hace treinta años que vivimos juntos y no tengo muchos reproches que hacerte más que tus breves crisis de enojo. Eres lo que eres, ni mejor ni peor que los demás. Te despiertas a las seis en punto cada mañana y regresas del trabajo a las seis en punto de la tarde. Tienes tus costumbres de vejestorio, los encuentros, los sábados, con los buenos amigos que recuerdan el pasado, el partido del domingo por la tarde con una cerveza en mano y un balón de fútbol en tu minúsculo cerebro, no te gusta hacer el quehacer, pero dado que te jactas de ser “un buen marido”, a veces pasas la aspiradora, me haces el amor religiosamente los sábados y sueltas obviamente al final de la noche los comentarios insípidos acerca de la política, que siempre terminan con un “todos son iguales”. Quedan desde luego los residuos de tu ambición grotesca, que me sedujo en un principio, tu supuesta voluntad de actuar correctamente, tu disciplina de hierro, tu mente cuadrada y determinada, esta ambición que te vuelve sordo a todo excepto a tu egoísmo, pero treinta años de semifracasos sirvieron para reducirla al estado de mucosidad. Así, el Señor al cabo de treinta años de un combate encarnizado es el director de una agencia de viajes.
¡Qué maravilloso éxito! Hasta dan ganas de llorar.
En el fondo, el carácter trágico de mi situación se debe a que eres un hombre bueno, si por bueno entendemos que no eres el depositario de los defectos ordinarios de los demás hombres. No bebes, no fumas, no corres detrás de las minifaldas, de todas maneras, me sorprendería que puedieras seducir mujeres a partir de ahora con tu look de tacaño loco y alcohólico. En suma, eres un hombre bueno, pero mediocre. Desde luego, no es tu culpa, no puedo criticarte, después de todo elegí casarme contigo. Sin embargo, tú eres tú, inevitablemente tú. Da igual. En las revistas de mujeres, esas verdaderas odas a la inteligencia, cuando no demuestran las virtudes de la infidelidad, nos enseñan a amar a nuestros esposos, a quererlos. Lo intenté, imagínate, pero en vano.
Eres esta roca que existe desde hace millones de años, impávida, paralizada en la mediocridad.
Y te odio. Y no puedo hacer nada.
Pero eso no importa. Debo dormir.
Dormir, pues. El sueño tranquilo de los bienaventurados, de aquellos que no se hacen preguntas, de aquellos que no tienen remordimientos.
Ganas también, siempre, de cortar mi piel con mi pequeña navaja para que terminen mis infiernos.
Pero me gusta la noche.
Es un lugar tranquilo. Estoy en el ojo del ciclón. La calma llana, absoluta. Aquí nada puede ocurrirme. Tocarme, matarme. La noche me envuelve y me protege.
Estoy a salvo.
De él. De mi pasado. De todo.
Doy vueltas cada noche a la misma letanía. Tal vez mañana será otro día. Pero no lo creo.
14 de enero
Son las seis de la mañana. Acaba de marcharse. Es un hombre fuerte y estoico, al menos es lo que él cree. Su lema es muy simple: un hombre trabaja duro o cierra el pico. Es necesario entonces sobarse el lomo, fijarse metas, ir siempre más lejos. Hay que ampliar sus propios límites. Odia a los llorones, los valemadristas. ¿Acaso soy fiel, a su parecer, a la hermandad de los miserables o acaso el verdadero miserable en la historia es él?
Nadie lo sabe.
Antes de irse, me dio un beso en la frente, sin duda para calmar su conciencia. Se vacía de su mierda a diario. E incluso dos veces al día.
Me busco en el espejo. Ritual matutino. Me observo, me escudriño. Ya no soy hermosa, lo sé. Mi rostro ahora es un pergamino de arrugas.
Y además, ¿a quién le importa tu rostro?, ¿no es tiempo de que dejes tu jueguito narcisista? ¿No te basta con saber que eres fea y que tu vida está jodida?
¿Quién eres entonces vieja loca? ¿Quién eres?
En mí titubea una emoción distante: ganas de ser hermosa, de provocar el deseo, ganas terribles de halagos, ganas de flores, de ramos, ganas del romanticismo anticuado del amor a los dieciocho años.
Tengo ganas de tantas cosas. Pero en el espejo, este rostro artificial, este rostro cadavérico.
En adelante, ya nada podrá alterarlo.
¿Cómo te atreves a soñar, acaso nunca aprendes? ¿Cómo te atreves?
14 de enero
Las diez. Empieza mi largo recorrido cotidiano en el metro. Me deshago por fin de las ataduras de la razón. Sólo soy un tornillo en las entrañas del monstruo mecánico. Aquí reina el más perfecto anonimato. No hay necesidad de parecer. No hay necesidad de ser. Me dejo disolver, que la multitud me arrastre, me lleve.
Y aguardo. Soy paciente.
Espero una mirada, de un hombre, una mujer, que me probará que soy hermosa.
Tengo ganas de percibir en la mirada del otro una luz, luz amplia y bella, luz que me escudriñe y me enaltezca.
Necesito este deseo para existir. Lo necesito.
Necesito una mirada. Sólo una mirada. Y luego regresaré a casa. Lo prometo.
Y aguardo. Pero nadie me ve. Soy un don nadie. No existo.
En los ojos, un silencio. Silencio que enuncia las preocupaciones y el tedio.
Entonces me encierro en mi cuerpo, aguardando poder, dentro de un momento, herirme con mi navaja, mi navajita.
No existo.
14 de enero
Estoy en mi recámara. Vivimos en un departamento, en los suburbios de la capital, el lugar sin duda más insignificante de París, pero que conviene a mi vida grandilocuente. Uno se topa con todos los chiflados de la tierra: desempleados, indocumentados y pobres no del todo pobres, los que se estancan en las aguas turbias de lo patético y de la mediocridad. Uno se topa también con tontos que no son realmente tontos, cuyo gran líder, el gran timonel, es mi marido.
Mi esposo, gran timonel, qué bonita broma.
Rocío Ugalde (Ciudad de México, 1991). Traductora literaria, licenciada en Letras Francesas por la UNAM y estudiante de maestría en Literatura comparada en la misma institución. Becaria del Centro Internacional de Traducción Literaria de Banff, Canadá (2013). Ha traducido La Higuera encantada de Marco Micone (UNAM, 2014), Las silenciosas islas Chagos de Shenaz Patel (UNAM, 2016); los poemarios 52 fragmentos para la amada de Umar Timol (edición bilingüe, L’Harmattan, 2016) y La otra voz de Claude Beausoleil (Floricanto, 2016). Colaboró en la selección de textos, traducción de varios fragmentos, corrección, revisión y pre-edición general de la nueva antología de más de cincuenta escritores contemporáneos en lengua francesa, dirigida por Laura López Morales, que en 2017 publicará el Fondo de Cultura Económica.