Nueve ensayistas (1985-1995) / No. 203

Casete

Ciudad de México, 1991



 






La semana pasada fui al dentista, pero —como es habitual— de nada sirvió llegar a tiempo. Lamentablemente, si uno se anticipa a la demora y decide llegar tarde, corre el riesgo de perder su turno. Al final, el tiempo pasa más rápido de lo que creemos, y si se quiere ser impuntual, hay que estar puntual. Pocos son los que dominan el arte de estirar el tiempo hasta volverlo un extenso desierto.

Jesús Gardea, por ejemplo, envolvió sus cuentos en paisajes desolados y áridos. Algunos lo atribuyen a la abrasadora geografía del norte de México en la que habitaba, y yo les creería si no fuera por la atmósfera de amargura y desencanto que también les imprimió. Me inclino más a que eso es un atributo que le debe a su oficio de dentista. ¿Quién puede estar más tiempo en esa aislada cámara del tiempo que es el consultorio dental, sino el mismo dentista? Recuerdo haber leído en algún periódico cierta declaración en la que confesaba: “Mis libros reflejan un poco mi estilo de vida, aislado, un tanto apartado, y el lector requiere de cierta tranquilidad para acercarse a ellos. Mis personajes son seres muy concentrados, encerrados, a lo mejor en cierto momento revelan un poco mi forma de ser.”

Por otra parte —como si esto no fuera suficiente—, difícilmente puedo aprovechar el tiempo en los consultorios dentales, ya que los nervios me impiden concentrarme en cualquier cosa que no sea el fatal dolor por venir. De ahí que siempre agradezco la literatura de consultorio dental que se ofrece al mártir, en donde, antes que nada, busco —inevitablemente escéptico— mi horóscopo para ver si hallaré un futuro menos doloroso. Afortunadamente, con el pasar de los años aprendes a renunciar a tus sueños y a disfrutar de las cosas por las que no darías ni un duro, como esas revistas de sensación. Después, para seguir sacándole provecho al tiempo, me pongo al día con las cuantiosas bodas y los divorcios de las celebridades. Por último, si aún hay tiempo —siempre lo hay—, contesto los cuestionarios para encontrar al amor de mi vida.

De ahí que, pasadas las dos primeras horas de espera, la llamada de Raquel me resultara reconfortante. Prefería hablar con una voz conocida —posiblemente hubiera intentado hacerle plática a mi vecino de asiento de haberlo tenido— antes que releer los pormenores de la boda de Cuauhtémoc Blanco.

—¿Bueno?

—¡Por fin lo hizo! ¡Va en serio!

—¿Qué? ¿De qué hablamos?

—Por fin me hizo una playlist, tonto.

Curiosas formas de obrar tiene la vida, que frente a mi deseo de escapar a la lectura de otra revista de moda, mi llamada salvadora me condenara a confirmar el inventario psicoanalítico de un artículo que había descubierto un par de semanas antes en un Sanborns: “Cosas románticas que toda mujer espera que pasen al menos una vez en su vida”. Desde entonces, y tras invertir treinta pesos, Raquel no dejaba de observar con precisión de cirujano dentista cada acción que realizaba su pretendiente, aunque de no haber sido por aquella azarosa lectura seguramente muchas las hubiera pasado por alto. Entre ellas, la dichosa playlist.

Cortázar tiene razón en decir que “cada memoria enamorada guarda sus magdalenas”, pero confieso que ver tanta película de los ochenta ha contribuido bastante a cincelar el cómo recuerdo mi pasado. Sobre todo los años de la primaria y de la secundaria, los cuales fueron verdaderamente batallas en el desierto, insufribles y violentos, como el mismísimo desierto que describe Roberto Bolaño en 2666. Una brecha que, por nada del mundo, quisiera volver a recorrer. Sin embargo, no puedo evitar recordarlos con cierta nostalgia igual que cualquier otro ser humano. Finalmente, esa es la única felicidad en esta vida: elegir la infelicidad.

El sábado pasado, por ejemplo, vinieron a buscar a la vecina. El chavo venía en su Ibiza fluorescente y traía a todo volumen “Y ahora resulta” de Voz de Mando. Al final de la canción soltó una serie de blasfemias y gritó el nombre de la chica para que todos los vecinos nos enteráramos quién era la responsable de la serenata. Arrancó y el silencio de medianoche volvió a reinar. Por mi parte, me puse a pensar en cómo es que habíamos pasado de la clásica escena de Say Anything a esto. ¿Acaso habrá otra de esas noches en las que una chica insomne, que da vueltas sobre la cama, escucha a lo lejos “love I get so lost, sometimes / days pass and this emptiness fills my heart / when I want to run away / I drive off in my car / but whichever way I go / I come back to the place you are” mientras el chico de sus sueños, bajo la ventana, al pie de su automóvil, carga una radio desproporcional? ¿Qué fue, pues, de los románticos como Lloyd Dobler?, me pregunté a mí mismo. Si acaso todavía existieran los casetes, ¿el mundo sería un lugar mejor?, ¿o seremos nosotros quienes nos empeñamos en pensar mundos mejores para poder sobrellevar esta realidad, para poder sobrellevar está larga espera en la antesala del consultorio dental?

Lo malo de que ya no haya casetes es que ya no puedes grabarle a la chica que te gusta tus rolas favoritas, dice Raquel. Y concuerdo con ella: grabar una canción directo de la radio le daba un toque muchísimo más especial. Incluso ya en la preparatoria, con el cd, se perdió cierta magia.

Para Raquel, la ofrenda hecha en cinta magnética tenía más mérito: implicaba mayor trabajo, tiempo y sacrificio. Y es que pareciera que muchos miden aún el amor en círculos y sus eternas penitencias. Pero, cierto es que, por otro lado, esa pródiga paciencia que aquel acto implicaba —paciencia que ningún adolescente tiene— era el reflejo de un interés más sincero. Un auténtico amor, si se prefiere. Nadie negará, tampoco, que si en el casete no se escuchaba la voz del locutor anunciando la estación, aquello no podía ser amor verdadero. Por el contrario, significaba que la prueba de amor era una vil copia de otro casete y que tu chica no valía los cientos de horas de estar pegado junto a la radio esperando que sonará la nueva canción de Sin Bandera. Un auténtico amor implicaba sacrificar tareas, horas de estudio para los exámenes y, por lo mismo, aceptar los regaños y castigos de tus padres como auténtico espartano. Definitivamente, si en aquel entonces hubieran existido las iTunes gift cards, muchos de nosotros no hubiéramos nacido. Dice el poeta Eduardo de Gortari, con toda razón, que nuestra generación ya sabía —mucho antes que el doctor Torrent Guasp— que el corazón es “una sola cinta de carne en espiral / como el cassette, con los mismos botones”.

Por supuesto que dicha labor era una odisea de semanas enteras y, bien que mal, hoy día ninguna Penélope sabe tejer y mucho menos está dispuesta a destejer. De ahí que era menester tenerlo listo cuanto antes. Darle el casete antes que nadie, antes que tu compañero contra el que te disputabas el balón y las novias en el recreo, resultaba crucial. Eran los bellos —y virginales— tiempos en los que ser el primero en algo todavía significaba algo. Un casete virgen era un mundo de posibilidades. Si no eras el primero que la besaba, el primero en tomarle la mano, en escribirle una carta, en componerle una canción —lo que fuera—, difícilmente tendrías cabida en el palacio de su memoria.

Frente a eso, el segundón que deseaba sobresalir en la contienda sólo podía hacerlo si se enfrentaba a la caminata de la vergüenza. Es decir, caminar cuadras y cuadras con un ramo de flores en la mano o un puñado de globos inflados con helio y soportar un centenar de ojos y los murmullos de los compañeros que terminaban con un desinflado “awww está enamorado”. Si lo pensamos bien, la caminata de la vergüenza es algo que acompaña al hombre durante toda su vida, aunque a los treinta años los murmullos y las miradas inquisidoras se vuelvan un “¿qué habrá hecho este pobre diablo?”. Pasada cierta edad, las flores dejan de ser para consagrar tu recuerdo en la memoria de la mujer amada y se vuelven un licor para disuadirla.

Para Raquel es extraño que un hombre busque formas peculiares de demostrar amor. Poco importa ahora ser el único o el primero en hacer algo, porque los años cada vez guardan menos sorpresas. Con el tiempo aprendemos que la importancia de un gesto reside en cosas más complejas que un vanidoso podio. Sin embargo, qué bonita era en la pubertad la urgencia por hacernos de la vida y la ostentosa posibilidad de derrocharla. Hoy, por ejemplo, ya no hallo cómo alargar los días ni cómo escapar a las dolorosas visitas al dentista que se prolongan tortuosamente en las salas de espera. Y sin embargo, intento disfrutar cada instante, porque sé que cuando hayan pasado más años y tenga que empezar a hacerme rutinarias pruebas de próstata, añoraré los dulces e indoloros días de endodoncia. Vaya, que al final de todo, entre más tiempo permanezca cerrada esa puerta al final del pasillo, mejor.


Joaquín de la Torre. Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Es autor del poemario te soñé / sombra (Ediciones Simiente, 2015). Textos suyos aparecen en las antologías ¿Somos poetas y qué? (HNE, 2012) y La crónica como antídoto. La calle como espacio de intercambio (UNAM, 2016). Ha colaborado en las revistas Punto de partida, Periódico de Poesía, Ágora Colmex, Moria, entre otras. Twitter: @QuimDe-LaTorre.