No. 137/TRADUCCIÓN |
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El placer de lo imposible Tres poemas de Baudelaire |
Eduardo Uribe |
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS, UNAM |
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La caída de los absolutos es un arma de dos filos: por una parte, nos regala el ideal democrático, la noción de igualdad, la posibilidad de valorar el trabajo propio y la creencia en que vivir no es permanecer inmóvil; pero, a cambio —ya sin Dios ni credo, ni monarca o cualquier otro valor que esté por encima del individuo—, esta ausencia de absolutos trae consigo las aspiraciones, el ideal, la responsabilidad, la creencia en el movimiento -el progreso, el ascenso social, la superación o cualquier posibilidad de mejoría-, la angustia, el sentimiento de derrota, la soledad... Goethe pudo ver esa descompensación en la vida moderna y logró retratar al humano —demasiado humano— en toda la dimensión de su soledad cuando afirmó que fracasamos porque tenemos aspiraciones. Nada más cierto, nada más terrible.
Quizá no ha habido en la historia otro ser que haya vivido esa lucha de manera más íntima e intensa que Charles Baudelaire (tal vez Fernando Pessoa, quien tanto admiraba la vida y la obra del poeta parisino, también vivió así y por eso fue capaz de escribir: "estoy hoy vencido como si supiera la verdad"). Tanto exigió a la vida, a la poesía, al amor y a las mujeres, que al final sólo pudo recluirse en un mundo inventado donde imperaba una sola religión: la belleza en todos sus sentidos posibles. Tal exigencia lleva, por inercia, al desencanto: entre más alto se ponga el ideal, más dura es la caída. Hoy, como nunca, Charles está vigente: cada uno de sus poemas es una bomba en miniatura para estos tiempos en que pasamos del ideal al desencanto en un abrir y cerrar de ojos. Él sigue siendo el padre fatídico, el envenenador de todos los lunáticos que viven el placer de lo imposible y están dispuestos a sumergirse "en el fondo de lo Desconocido para encontrar lo nuevo". Queden como prueba estos tres poemas: Any where out of the world Donde sea fuera del mundo La vida es un hospital donde cada enfermo está poseído por el deseo de cambiar de cama. Éste quisiera sufrir frente al calefactor, y aquél cree que mejoraría junto a la ventana. Me parece que siempre estaría mejor allá, donde no estoy, y este problema de mudanza lo discuto sin cesar con mi alma. "Dime, alma mía, pobre alma fría, ¿qué te parecería vivir en Lisboa? Allá debe hacer calor y te echarías al sol como una lagartija. Esta ciudad está a la orilla del agua; dicen que está hecha de mármol, y que la gente tiene tal odio por lo vegetal que arranca los árboles. He aquí un paisaje a tu gusto: un paisaje con la luz y el mineral, ¡y el líquido para reflejarlos!" Mi alma no responde. "Ya que te gusta tanto el reposo, con el espectáculo del movimiento, ¿te gustaría vivir en Holanda, esa tierra prodigiosa? Tal vez te divertirías en esa región cuya imagen has admirado a menudo en los museos. ¿Qué te parecería Rotterdam, a ti que te gustan los paisajes con mástiles y las barcas atracadas al pie de las casas?" Mi alma permanece muda. "¿Quizá Batavia te complacería más? Además allí encontraríamos el espíritu de Europa confundido con la belleza tropical." Ni una palabra. —¿Habrá muerto mi alma? "¿Habrás llegado a ese punto de parálisis en que no disfrutas sino tu malestar? Si es así, vayamos hacia los países que son la analogía de la Muerte. —¡Ya resolví el problema, pobre alma! Haremos nuestras maletas para Tornio. Vayamos aun más lejos, al último rincón del Báltico; incluso más lejos de la vida, de ser posible; instalémonos en el polo. Allá el sol apenas roza la tierra oblicuamente y las lentas sucesiones de la luz y la noche suprimen la variedad y aumentan la monotonía, esa mitad de la nada. Allá podremos tomar largos baños de tinieblas, mientras que, para divertirnos, las auroras boreales nos enviarán de vez en cuando sus botones rosas, ¡como reflejos de fuegos artificiales del Infierno!" Al fin estalla mi alma, y sabiamente me grita: "¡Donde sea!, ¡donde sea!, ¡con tal que sea fuera de este mundo!" Los dones de la Luna La Luna, que es el capricho mismo, miró por la ventana cuando dormías en tu cuna y se dijo: "Esta criatura me gusta." Y bajó blandamente su escalera de nubes y pasó sin ruido a través de las ventanas. Luego se posó en ti con la delicada ternura de una madre y dejó sus colores en tu cara. Tus pupilas se volvieron verdes, y tus mejillas extraordinariamente pálidas. Fue contemplando a esta visitante que tus ojos se hicieron sorprendentemente grandes; y ella te cerró la garganta con tal ternura que conservaste para siempre las ganas de llorar. Mientras tanto, en la expansión de su alegría, la Luna llenaba la habitación como una atmósfera de fósforo, como un veneno luminoso, y toda esa luz viviente pensaba y decía: "Padecerás eternamente la influencia de mi beso. Serás bella a mi manera. Te gustará lo que me gusta y aquello que gusta de mí: el agua, las nubes, el silencio y la noche; el mar inmenso y verde; el agua informe y multiforme; el lugar donde no estarás; el amante que no conocerás; las flores monstruosas; los perfumes que hacen delirar; los gatos que se pasman sobre los pianos y gimen como las mujeres, ¡con una voz ronca y dulce! "Y serás amada por mis amantes, cortejada por mis cortejadores. Serás la reina de los hombres de ojos verdes a quienes también cerré la garganta con mis caricias nocturnas; de aquellos a quienes les gusta el mar, el inmenso mar, tumultuoso y verde, el agua informe y multiforme, el lugar donde no están, la mujer que no conocen, las flores siniestras que parecen los incensarios de una religión desconocida, los perfumes que perturban la voluntad, y los animales salvajes y lascivos que son los emblemas de su locura." Y es por eso, maldita y querida niña mimada, que estoy echado a tus pies, buscando en toda tu persona el reflejo de la terrible Divinidad, de la madrina fatídica, de la nodriza envenenadora de todos los lunáticos. El puerto Un puerto es una estancia amable para un alma fatigada de las luchas de la vida. La vastedad del cielo, la arquitectura móvil de las nubes, las coloraciones cambiantes del mar, el destello de los faros, son un prisma maravillosamente propio para distraer los ojos sin lastimarlos nunca. Las formas alargadas de los navíos con aparejos complicados a los que la marea imprime oscilaciones armoniosas, sirven para mantener en el alma el gusto del ritmo y de la belleza. Y además, sobre todo, hay una especie de placer misterioso y aristocrático para quien no tiene más curiosidad ni ambición, al contemplar acostado en el mirador o acodado en el muelle, todos los movimientos de quienes parten y de quienes vuelven, de quienes todavía tienen la fuerza de anhelar, el deseo de viajar o el de enriquecerse.
Foto: Etienne Carjat, s/f.
Tomada de http://baudelaire.literatura.com |