Un Madrid de la mente / No. 206
Córdoba, 1985
Maceta de hortensias en nuestra terraza: ascenso
Morado o violeta o azul sucio, más
bien: una maceta de plástico negro con una hortensia
que se asoma al balcón. La vida costaba
dieciocho euros y no había
nada que temer. Para la supervivencia compré un manual
sobre jardinería; bastaba con anotar cuándo
crecer en un tiesto de cerámica, cuándo el pulgón y cuándo
los esquejes.
Porque toda mujer se casa con su casa,
desde la terraza
mi salón con ropa de domingo:
mesa en el centro, mantel blanco, muchos platos rebosantes,
mi amor feliz,
sereno,
y en el primer plano de la fotografía
una maceta
de plástico negro con una hortensia
morada o violeta o más bien azul sucio
que se asoma al balcón.
En su sitio el estribillo de los electrodomésticos, el servicio
de dos para cada comida, todavía dos
—él, yo: las plantas cuentan por su cuenta— sentados al almuerzo,
todavía los designios familiares —flechazo, noviazgo,
aceptación, convivencia: más tarde matrimonio, hijos, nuevos
volúmenes en el álbum de sus casas— todavía sentados
al almuerzo. Todo en su sitio.
Mientras tanto, en la casa, el hombre duerme.
La mujer
no.
Maceta de hortensias en nuestra terraza: pulgón
Zarpa una flor desde Brasil hasta Francia,
y con su simbolismo condena a la mujer
que la riega en una maceta de plástico negro
asomada al balcón.
De haber escogido un jazmín o una begonia
para la terraza de nuestro piso de alquiler,
de haber atendido a la florista
—la han arrancado de su hábitat: por mucho que te empeñes, nada sobrevive
en un clima al que no pertenece—
qué escribiría hoy
dónde viviría hoy
con quién sería.
Pero la hortensia es sólo una flor.
Y los rastros del daño de la piel de la planta
dejan también su rastro de daño en las manos que la cuidan
aunque la hortensia sea sólo una flor.
Porque cuando todo va bien
algo se mancha.
De modo que sí, que esto es el fracaso: una mota oscura y leve
sobre la piel,
más hebra de tizne que se marca cuando la yema del dedo insiste en ella
y se aferra en lugar de borrarla;
más hebra de tizne que lunar
como ningún libro explicó,
más mancha que hebra, que tizne o que lunar, más
es.
Mientras tanto, en la casa, el hombre duerme.
La mujer
no.
Maceta de hortensias en nuestra terraza: caída
Fiel al mecanismo de la época en la que los narradores omniscientes
habitaban en cada personaje
ensayé la justificación: un balcón lleno de plantas
cultivando su propio idioma.
En él
con él
hablaba. No atendía a los consejos
por teléfono; nunca comprendí
las advertencias de los manuales de jardinería.
Pese a los genes que indicaban mi buena disposición
ante una maceta de hortensias en las peores condiciones,
no conseguí más que unos brazos de plástico negro y unos pechos como
hortensias de color morado o violeta o azul sucio
cuando miento y respondo como si algo fuera bien.
Ninguna mujer se casa con sus plantas.
Ante el pulgón, dos únicos remedios: arrojar la planta a la basura
o cederla a mis mayores. En esta situación
—para el insecticida es tarde—
una madre sabrá cómo actuar.
Mientras tanto, en la casa, la mujer duerme.
El hombre
ya no está.
A Virginia, madre de dos hijos,
compañera de primaria de la autora
Ocupáis tres asientos frente a mí en el autobús que se desplaza
desde nuestro barrio alejado del centro
al centro;
al centro de nuestra localidad minúscula, entiéndase, no al centro de las cosas, no a la esencia
misma ni a la materia nuclear donde la vida
bang
donde la vida
se expande y obedece a todos los fenómenos —etcétera— que dicta
la astrofísica. Lo proclaman las asignaturas que rodeábamos porque éramos de letras; lo proclaman
los inexpugnables mecanismos que atañen a vocablos tan comunes
como universo, vida, muerte, amor.
Ocupáis tres asientos frente a mí
en la parte trasera del transporte público: el niño a la derecha, en el centro la niña, la madre a la
izquierda.
Ahora tú, hija pequeña de Virginia: chándal rosa gastado —igual
que los plumieres de tu madre— con un personaje
que mi edad y condición soltera ignoran.
Ahora tú, hijo mayor de Virginia, intuyo en tu barbilla y tus orejas
los rasgos que heredaste de tu padre, y me pregunto
si Virginia los maldice
—Virginia, ¿los maldices?—
a la hora del baño.
Pero tú, Virginia, tan rubia, ¿lo recuerdas?
Allá donde entonces combatíamos piojos
ahora
bang
ahora
escondemos el tiempo.
Aquí tú lees una revista, Virginia, aquí tú no me reconoces: ¿te sirven los consejos del cuché,
oh tú, tan rubia e inocente?
Virginia, siempre con mi edad y ahora con dos hijos, sin anillo en el dedo, con un bolso colmado
de galletas:
Virginia, hijo mayor de Virginia, hija pequeña de Virginia,
años luz caídos
años luz quebrados en la comisura de los labios,
cerrad los ojos y pedid un deseo
frente a mí
en el autobús destartalado que nos salva del barrio periférico y nos acerca
al centro, lejos de los bancos en los que los adolescentes beben y las noches golpean los jardines,
cierra los ojos, Virginia,
porque en estos veintiocho minutos de trayecto he pensado en nosotras,
en ti que no me reconoces veinte años más tarde, en tus canas donde la gente que nunca te habló,
en tus canas donde la gente
reía y se burlaba.
Cristal del autobús junto a Virginia, espejito de ambas,
tus uñas rojas comidas al fregar los platos, una gota de laca roja en tu dedo anular,
oh Virginia, oh rubia e inocente,
yo he pensado en nosotras,
bang
yo he pensado en nosotras.
No sé si sabes a lo que me refiero.
Te estoy hablando del fracaso.
bang
donde la vida
se expande y obedece a todos los fenómenos —etcétera— que dicta
la astrofísica. Lo proclaman las asignaturas que rodeábamos porque éramos de letras; lo proclaman
los inexpugnables mecanismos que atañen a vocablos tan comunes
como universo, vida, muerte, amor.
Ocupáis tres asientos frente a mí
en la parte trasera del transporte público: el niño a la derecha, en el centro la niña, la madre a la
izquierda.
Ahora tú, hija pequeña de Virginia: chándal rosa gastado —igual
que los plumieres de tu madre— con un personaje
que mi edad y condición soltera ignoran.
Ahora tú, hijo mayor de Virginia, intuyo en tu barbilla y tus orejas
los rasgos que heredaste de tu padre, y me pregunto
si Virginia los maldice
—Virginia, ¿los maldices?—
a la hora del baño.
Pero tú, Virginia, tan rubia, ¿lo recuerdas?
Allá donde entonces combatíamos piojos
ahora
bang
ahora
escondemos el tiempo.
Aquí tú lees una revista, Virginia, aquí tú no me reconoces: ¿te sirven los consejos del cuché,
oh tú, tan rubia e inocente?
Virginia, siempre con mi edad y ahora con dos hijos, sin anillo en el dedo, con un bolso colmado
de galletas:
Virginia, hijo mayor de Virginia, hija pequeña de Virginia,
años luz caídos
años luz quebrados en la comisura de los labios,
cerrad los ojos y pedid un deseo
frente a mí
en el autobús destartalado que nos salva del barrio periférico y nos acerca
al centro, lejos de los bancos en los que los adolescentes beben y las noches golpean los jardines,
cierra los ojos, Virginia,
porque en estos veintiocho minutos de trayecto he pensado en nosotras,
en ti que no me reconoces veinte años más tarde, en tus canas donde la gente que nunca te habló,
en tus canas donde la gente
reía y se burlaba.
Cristal del autobús junto a Virginia, espejito de ambas,
tus uñas rojas comidas al fregar los platos, una gota de laca roja en tu dedo anular,
oh Virginia, oh rubia e inocente,
yo he pensado en nosotras,
bang
yo he pensado en nosotras.
No sé si sabes a lo que me refiero.
Te estoy hablando del fracaso.
(de Chatterton)
Elena Medel es autora de tres libros de poesía: Mi primer bikini (Uno y Cero Ediciones, 2001), Tara (DVD, 2006) y Chatterton (Visor, 2014; XXVI Premio Fundación Loewe a la Creación Joven), reunidos en Un día negro en una casa de mentira (Visor, 2015), y del ensayo El mundo mago. Cómo vivir con Antonio Machado (Ariel, 2015). Actualmente reside en Madrid.