No. 137/CUENTO |
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En la tercera caída |
Norma Irene Aguilar Hernández |
FACULTAD DE CIENCIAS POLÍTICAS Y SOCIALES, UNAM |
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Recibí la tercera palmada de la segunda caída restregándome los dedos en el pantalón de mezclilla y pellizcándome los muslos. La contienda se había emparejado. Korak yacía consumido en el centro del cuadrilátero y Piel Roja, gracias a una llave conocida como Cristo invertido, había dejado a la estrella de mi firmamento luchístico tirada en la lona, en espera de que su cuerpo —molido por casi veinte años dedicados a la lucha libre— le permitiera levantarse para comenzar la tercera caída. Dos minutos de respiro antes de que iniciara la batalla absoluta por la corona nacional semicompleta, en poder de Korak, quien cumplía tres años invicto. Desde mi asiento —en primera fila, por supuesto— recordé a mi ídolo quince años atrás, cuando su pómulo izquierdo y su frente no habían sido profanados con diferentes microcirugías. Fueron los años en que podía continuar vapuleando a su rival sin que el peso de cuarenta y tantos años de edad se le volcara en una agilidad reducida. En aquel tiempo me dediqué a memorizar sus movimientos, sus llaves favoritas y los castigos que le arrancaban la inminente rendición. Lo miraba en su esquina, con los codos recargados en las cuerdas superiores, mostrando un perfil que cualquier retratista hubiese enaltecido. Aunque conocí a Korak en sus inicios, ya no tenía máscara y luchaba con tan sólo veintidós años a cuestas, según mis cálculos, justo cuando me enamoré de él con ese cariño que sólo en la infancia se puede profesar. Para cuando inició la tercera caída, medio salón Castelia —sede del evento— estaba sumergido en el alcohol. Los asistentes a las funciones de lucha libre en Polanco no eran como el grueso de los que van a la Arena México, dispuestos a descargar en los luchadores sus penas de obreros mancillados por la crisis económica. Algunos ni siquiera sabían cuánto costaba el boleto en primera fila, porque más de la mitad del recinto estaba ocupada por los amigos —y los amigos de los amigos— de los encargados de organizar el evento. A quienes todavía el alcohol les daba fuerzas para hablar, gritaban: "¡Qué les pasa a esos güeyes!" Y se levantaban del asiento en espera de que algún encargado los ayudara a llegar al estacionamiento, o de perdida a un taxi seguro. De manera que sólo las filas más baratas y yo poníamos atención al desempeño de los dos gladiadores. Korak me resultaba único y deslumbrante, no sólo porque su carrera lo había consagrado en el Pancracio como un maestro, sino porque todavía, como en sus años de amateur, lograba arrancar los suspiros de cientos de admiradoras, las mismas que minutos antes —como yo— habían extendido las manos en espera de la bata de terciopelo negro que complementaba su atuendo, aunque el obsequio fuera devuelto al terminar la función. Antes de que iniciara la primera caída, mis ojos ya habían recorrido a Korak hasta en los rincones más íntimos. Lo miré desde que atravesó los vestidores, con la piel fresca por el regaderazo y el cabello todavía húmedo. No había una sola cana en los rizos castaños de quien me había inyectado el amor por el mundo de las llaves y la primera dosis de lujuria cuando ni siquiera conocía el significado de esa palabra. Korak se despojó de la bata negra con vivos dorados cuando las luces estaban apagadas, de manera que sólo un reflector de parpadeos multicolores me iba mostrando su torso desnudo, fuerte y aceitado. Aquel momento me pareció el preludio perfecto para consumar esas ganas de estrecharlo entre mis brazos y para lograr el mismo contacto cuerpo a cuerpo que él estaba teniendo con Piel Roja. Un olor a menta suave que emanaba de la bata tranquilizó mis deseos, justo cuando la prenda cayó entre mis manos. La sonrisa de Korak, desde el cuadrilátero, me hizo pensar en que, terminando la lucha —con el pretexto del autógrafo y la entrega de la bata— podía ir a buscarlo a los vestidores. Quizá sus pupilas verdes sólo me miraron para identificar a quién había que pedirle el kimono negro; eso era lo de menos... En la bata de mi ídolo aparecía bordada una cruz griega idéntica a la que Korak tenía tatuada en la espalda. Por ahí escurrían, ahora en la tercera caída, constantes descargas de sudor que se perdían entre las mallas negras que también eligió para la noche.
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