DEL ÁRBOL GENEALÓGICO / No. 210

La mesa puesta


Todo escritor se forma de acuerdo al entorno en el que vive. El autor en ciernes se define según su relación con lo que admira, detesta, ve o quisiera ver a su alrededor. A partir de esa serie de encuentros y desencuentros con el mundo, el artista moldea su espíritu e inicia el recorrido que podría llevarlo, si su sensibilidad se lo permite, al encuentro con su propia voz.

El entorno constituye una geografía psicológica decisiva y sólo se puede narrar a partir de una tensión permanente con ese espacio, que también es el del origen. Esa tensión cobra distintas formas a medida que el autor se atreve a serlo y a creer en sí mismo. El único estímulo que le vale al aspirante a escritor es el de saberse diferente y aceptar que sus intereses, mirada y modo de vivir no encajan en el puzzle de la sociedad, como si ese desajuste inevitable fuera una condena y un alivio a la vez. “La literatura no es un espejo del mundo, es algo más, agregado al mundo”, escribió Borges. Para contar (y vivir) ese “agregado” hay que estar dentro y fuera del mundo, entrenar el punto de vista personal para reconocer la fuerza simbólica de las historias. Si es verdad que la vida no tiene sentido, no menos cierto es que las historias tienen razones. Y entender esas razones en su abrumadora complejidad, aunque desmientan todo lo que uno crea saber o haber aprendido del orden de la vida, es uno de los primeros retos éticos y estéticos que el autor primerizo debe animarse a enfrentar.

Para un escritor no hay nada más estrambótico que descubrir la existencia de jóvenes interesados en la escritura. Se supone que cada vez se lee menos y que las nuevas generaciones prefieren cualquier otro entretenimiento antes que un libro, pero las profecías apocalípticas con respecto a la lectura y la escritura nunca tienen en cuenta a esos chavos y chavas que, contra todo pronóstico, siempre se acercan a los autores como si algo los quemara por dentro. No se atreven a decirlo, pero su corazón delator los impulsa a narrar. ¿Por qué lo necesitan? La respuesta a esa pregunta seguramente les llevará toda la vida, y quizás ni siquiera en todo ese tiempo puedan contestarla. Pero, mientras tanto, acuden a los libros y a los autores en busca de alguna pista.

El oficio de la escritura no es tan distinto a, digamos, la carpintería: el aprendiz tiene cierta facilidad para manejar algunas herramientas; primero necesita conocer bien los materiales, y el tiempo y los golpes le enseñarán a construir una mesa. Cada historia reclama un tratamiento especial, pero esa ingeniería verbal sólo aparece en la pantalla de la compu si se profundiza en la sensación que se tuvo al descubrirla, pensarla o vivirla. No se puede expresar lo que de alguna forma u otra no se siente. Narrar implica irse a vivir a la historia que se cuenta, aceptar que uno también es un personaje y que los destinos dibujados en el texto nunca están del todo en manos del autor. La experiencia de la escritura es un acercamiento a lo desconocido, y lo que se sabe o se aprende es apenas lo más sencillo. Escribir es, quizás, una cuestión de técnica; narrar, en cambio, reclama una disposición del espíritu abierta a lo que de ninguna manera se puede controlar. Conocer el oficio no significa que se domina el arte. Y para que un relato sea creíble y potente hay que avanzar hacia donde no se ha ido, saltar a ese abismo, hundirse en la sorpresa. Si la realidad es como uno cree que es, no hay nada para contar. Pero precisamente porque sorprende y resiste las clasificaciones, las historias surgen a cada paso. El mayor aprendizaje no corresponde tanto a las necesidades del oficio como a la sensibilidad que admite no saber de qué está hecho el mundo, el contexto, ese entorno con el que el escritor vive en tensión permanente y cuya relación define el tipo de artista que se llega a ser.

Henry James decía que la mejor manera de ahorrarse detalles excesivos en una narración es lograr que el lector sienta en carne propia aquello que se pretende contar. Un buen ejemplo son las películas de terror. El espectador asume que el miedo está manipulado, que la luz se irá justo cuando la bella protagonista baje al sótano, o que una música atronadora surgirá en el momento en el que ella abra un misterioso y temible armario. El artificio es evidente, repetido, esperable. Pero el virus de la realidad se ha liberado, y el pánico de la protagonista contagiará a los que la observan al otro lado de la pantalla. Aprender a narrar lo real no es mucho más que eso: vivir la experiencia de tal manera que el autor sepa que el ritmo de la prosa, el suspenso y el carisma de los personajes obedecen a la única misión de poner en marcha el contagio.

Un escritor es aquel que siempre duda de serlo, porque es difícil saber qué confirma su condición. Una obra, sí, aunque la obra en realidad define la forma de vida. El conocimiento de la técnica, también, pero ese dominio sólo se refiere a la parte de oficio que tiene la escritura. Tal vez a un escritor lo hacen la búsqueda, la falta de certezas, la seguridad de encontrarse en el medio de un camino para el que hay muchos rumbos posibles y del cual sólo uno conduce a lo que se desea plasmar. La convicción la da la duda. La sospecha de que todos somos siempre escritores en ciernes, enfrentados una y otra vez al mismo reto que nunca sabremos si podremos descifrar.

El porvenir de la literatura quizás no dependa de la cantidad de lectores o de chavos con ganas de escribir, sino de ese desajuste presente en todas las edades y todas las circunstancias, que obliga a quien lo padece a preguntarse por las razones de los hechos. Lo único que no se enseña en el arte de narrar es el cuestionamiento, querer saber por qué, el impulso por indagar en aquello que presenta una única verdad. Gracias a la literatura sabemos que la realidad no es como creemos que es, sino mucho más compleja y atractiva. Escribir supone reconocernos como no sabíamos que éramos o podíamos ser.





Leonardo Tarifeño (Mar del Plata, Argentina, 1967). Cronista, crítico literario y DJ. Vivió y trabajó como reportero y editor en Barcelona, Budapest, Río de Janeiro, Buenos Aires y la Ciudad de México (donde reside, con intervalos, desde 1998). Fue coeditor de los suplementos culturales El Ángel, del periódico Reforma, y adn, del diario argentino La Nación, en el que también fue columnista. En 2004 fue becario de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, que por entonces dirigía Gabriel García Márquez. Durante años ha colaborado para la edición argentina de la revista Rolling Stone, Letras Libres, Gatopardo, Esquire y el suplemento cultural Confabulario, del periódico El Universal, entre otros medios. En 2012 produjo y compiló el CD Hasta la cumbia siempre (Ultrapop). Es autor, entre otros libros, de Extranjero siempre. Crónicas nómadas (Almadía-Producciones El Salario del Miedo), elegido por Sergio González Rodríguez como uno de los mejores libros periodísticos publicados en México en 2013.