Nuevos Ecos del 68 / No. 211

Puedo soñar que ocurrió
 







Allí donde la toques, la memoria duele.

YORGOS SEFERIS

–Yo quería estudiar para sacerdote, pero no se pudo. Entré aquí porque no quería dejar de estudiar. También me puse a trabajar en un taller mecánico, junto con mi hermano, allá por la casa —Carlos se sinceraba a la menor oportunidad. Eran pocas las personas con las que podía conversar sin prisas.

—Fíjate, dos de mis amigos son miembros de la Acción Católica de la Juventud Mexicana. Yo les huyo por mis jales y porque el gobierno está siempre sobre ellos. Con decirte que nomás en la persecución de la época cristera mataron casi a mil —Manuel, quien tenía veintinueve años, una edad cercana a la de Carlos, era el único con quien había entablado amistad en la secundaria abierta.

—Mis papás fueron cristeros, mi viejo estuvo en muchas batallas. Mi mamá cuidaba a los heridos en la Santa Juana de Arco, qué no le habrá tocado ver… Luego nacimos nosotros.

—Oye, mano, deberías leer Héctor, es una novela sobre cristeros. Te la voy a regalar la próxima semana.

Carlos nunca había tenido un libro fuera de los de texto gratuitos y el misal de su madre. Manuel se lo entregó en una bolsa de papel estraza y le dijo que estaba un poco maltratado porque era una edición de 1953 que había conseguido en la librería de viejo de la Antonio Caso. Carlos se lo agradeció y lo primero que hizo fue escribir su nombre completo atrás de la portada: “Carlos Francisco Castañeda de la Fuente”. Después cerró el libro para admirar la tapa. Era verde esmeralda. Debajo de “Jorge Gram” y “Héctor. Novela histórica cristera”, tenía una fotografía en blanco y negro de un combatiente con un gran sombrero, carrilleras cruzadas en el pecho y un rifle descansando junto a él. Sentado en una silla y de guaraches, miraba al horizonte, desconfiado.

Comenzó a leerlo esa misma tarde, durante los breves descansos en el taller mecánico en el que trabajaba; sustituyó su misal. El libro versaba sobre el enfrentamiento entre el gobierno y la Iglesia católica en México, la Cristiada. Aquellos batallones que luchaban, mataban y morían en nombre de Dios estaban integrados, en su mayoría, por campesinos leales a su fe.

Carlos marcaba oraciones, con lápiz hacía anotaciones al margen y doblaba por el borde las hojas a las que recurría con insistencia. Una frase en particular lo iluminó: “Detrás de cada movimiento hay un hombre dispuesto a dar la vida.”

Escenas minuciosas de batallas y atracos nutrían historias que ya conocía. Montones de letras que, en su conjunto, le daban un panorama más amplio de lo sucedido. Comenzó a tomar la ficción como mera realidad.

La obra era una continua alabanza a los alzamientos cristeros. La oposición, la presión ejercida para abolir la Ley Calles, los conflictos armados y una fehaciente convicción de que Dios es la única verdad: el único camino, quedaba claro. Se sentía aludido en cada página: “lo que sí es pecado, y gravísimo, lo que sí merece excomunión, es que el católico no ingrese a las filas de los cristeros.”

Cuando cenaban, Carlos actualizaba a Rogelio sobre lo que había leído. Su hermano estaba harto del tema, así que pretendía escuchar y cambiaba de conversación con cualquier pretexto, o fingía quedarse dormido.

Carlos siempre llevaba el libro bajo el brazo. Estaba manchado de aceite, grasa y comida. Se comenzó a deshojar por el continuo uso. Se convenció de que esa obra había llegado a su vida por una razón, y comprendió que la memoria de sus padres sería honrada al acatar los designios de la filosofía de Gram. Héctor era una oda de entusiasmo y admiración, los sucesos enardecían a Carlos al punto de desear haber sido parte de ellos, de dar la vida para defender sus ideales.

Imaginaba qué podría hacer ahora, cómo podría ayudar. No dejaba de recordar los rostros de los que no habían vuelto al plantel. Miraba con regularidad la revista que guardaba debajo de su colchón y sentía hervir de nuevo la sangre, punzar las sienes: “¡Asesinos!”, “La matanza” y “¿Quién manda en México?” eran los titulares de octubre de Por qué?, cuya portada mostraba el cadáver de un adolescente tirado en el suelo con los ojos cerrados, la camisa abierta y un orificio en el lado izquierdo del pecho. Cuerpos y más cuerpos, imágenes cruentas atenuadas por matices de gris con blanco y negro, o en sombras en sepia. Rostros y cuerpos mancillados, cadáveres cubiertos de sangre, desfigurados por detonaciones. El horror se había trasladado de las palabras a las letras y a la imagen. Carlos estrujaba las cobijas y se mesaba los cabellos. Debía hacer algo. Una claridad como la de su infancia lo cegó de repente y supo que sí, él era el hombre, el elegido.

Lo tenía claro: vengaría a cada uno de sus compatriotas con la muerte del sujeto más importante del país: el presidente Díaz Ordaz. Fue él quien había dado la orden para que miles de gatillos se activaran aquella tarde e iniciara una tempestad de proyectiles, puños y patadas, logrando que la sangre empapara de nuevo un sitio anegado antes por el mismo líquido.

Un presentimiento de que su alma sería condenada después de asesinar volvió doloroso el furor, pero sabía que un castigo peor lo esperaba si no aceptaba su destino. Se justificó a sí mismo arguyendo que sería un ajuste de cuentas, y añadió que otros debían correr con la misma suerte que Ordaz: el secretario de Gobernación, el presidente del Senado, los propios senadores… La lista era larga.

No podía esperar para contárselo a Manuel. Al día siguiente, lo esperó impaciente en una banca afuera de la secundaria, dos horas antes de lo usual. En cuanto vio a su amigo, se alteró y comenzó a hablar:

—¡Yo soy el elegido, ese hombre dispuesto a dar la vida por el movimiento, tengo que vengarlos!

—Tranquilo, mano, ¿de quiénes hablas?

—De los estudiantes, de los católicos asesinados en Tlatelolco. Nadie ha hecho nada y yo debo ser quien ejerza la justicia, Gram tiene razón. Por eso tenía que conocerte y me tenías que regalar el libro, porque yo soy el elegido.

—Espérate, Carlos, eso va a estar muy difícil. Si te metes con el gobierno, seguro te van a chingar antes de que te des cuenta. No le juegues al héroe. Bájale, lo que está en ese libro no es real…

—No es jugarle al héroe, es tomar venganza. Y no es una historia inventada, ahí está lo que pasó de verdad. Seguiré los pasos de mis padres.

—¿Tú y cuántos más? ¿Tú solo qué puedes hacer contra el poder?

—Únicamente se necesita una bala para matar. Muchos fueron los asesinos, pero el responsable principal está libre y nos dirige, Manuel. Levanta una mano y cae cualquier cosa que señale, lo desaparece sin más, lo esconde donde sólo él y los suyos saben. ¿No te asusta eso, estar a merced de la voluntad de un homicida al que obedecemos por miedo?

—Pues claro, pero así es esto, mano, ni cómo hacerle. Es mejor quedarnos escondidos y cuidarnos, no dar motivos para que cualquier hijo de puta nos meta un tiro entre los ojos o nos acabe a cachazos y terminemos en la cárcel o quién sabe dónde. Además, a él nadie se le puede acercar, siempre lleva guaruras. Está imposible, mano.

—¿Quieres ver que no? Necesito un arma, del resto me encargo yo.

—¿Tan seguro estás? ¿Y qué pasa si te atrapan?

—Ya te dije que yo soy el hombre, y la historia la escriben los valientes, ¿no? —a pesar de que la duda del suplicio infernal carcomía su seguridad, se expresó con firmeza.

—Estás loco, y no sabes ni cuánto cuesta una pistola.

—Loco el que no quiera reventarle la cara al que tiene de luto a tantas familias, al país entero. Se escuda en el poder y yo lo haré en la religión, como lo hicieron nuestros hermanos hace décadas. Yo soy el justiciero. Puedo comprar una pistola, allá en la casa tengo lo que llevo ahorrado.

—¿Cuánto es?

—Novecientos pesos.

—Mira, si tan decidido estás, te voy a pasar un conecte que vende pistolas usadas a buen precio, y yo me encargo de que no te pique los ojos. Con esa lana te puede conseguir una Luger negra, es alemana, bien chula; él dice que son las mejores, que usaron de ésas en las guerras mundiales.



Carlos no asistió al mitin de esa tarde en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco porque su turno en el taller mecánico terminaba a las nueve de la noche. Al terminar de cenar, soltó con indignación:

—Debo hacer algo, Rogelio, no me puedo quedar así. Los compañeros nos decían que debíamos esperar, que no teníamos de otra… La espera terminó. Hace rato, cuando escuchamos cómo terminó todo, sentí el pecho y la cabeza calientes, y ese ardor por dentro no se me ha calmado. Las personas que estaban allí eran católicas, como nosotros, eran nuestros hermanos.

—¿Y qué puedes hacer? Para empezar, yo te afilié al partido, que no se te olvide, Carlos, y las historias de nuestros papás eran puro choro. Aguanta, mañana a primera hora vamos al puesto para saber bien qué pasó.

Carlos renegó, y aún dormido continuó quejándose.

Por la mañana, en un noticiero se mencionó una trifulca que había dejado algunos lesionados. En la televisión, no se pronunció otra cosa en torno al tema. En el puesto de revistas la gente se apiñaba para leer los encabezados, pocos compraban. Se anunciaron un enfrentamiento entre terroristas y soldados, la dispersión de un mitin por parte del ejército, un ataque de francotiradores hacia la policía, luchas a balazos con un bajo número de muertos y detenidos y una ruda represión de un motín juvenil.

El director de la secundaria, tras convocar a los estudiantes en el patio y anunciar que algunos alumnos y el profesor de Civismo —quien había formado parte del movimiento ferrocarrilero de los cincuenta y les había confiado que el gobierno iba en contra de la Constitución— estaban desaparecidos, se limitó a admitir que quien estaba en contra del sistema nunca terminaba bien.

Camino al salón, Carlos se acercó a Manuel:

—Escuché que los mismos priistas lo planearon, yo ya lo sabía. El gobierno buscaba acallarnos, bajar nuestros puños. Incendiar las pancartas y a quienes las alzaron. Ahora es el silencio o la muerte, escondernos o desaparecer.

—Jóvenes matando jóvenes, mano, ya lo sé. Hay un montonal de muertos y detenidos.

Continuaron abrumados, pasmados por el horror de la similitud: los homicidas no eran monstruos, sino sus semejantes. Sicarios cuyos sueldos no aseguraban el olvido ni la eliminación del remordimiento, aunque sí se involucraban los billetes o las amenazas suficientes para que cualquiera aceptara ensañarse contra el prójimo cual acérrimo enemigo.

Conocidos, amigos, familiares. En ese sitio hubo miles de ojos —que no podrían ser cegados— mirándolo todo, testigos que pasaban la información de boca en boca para que el pueblo no se quedara con las gotas de realidad que dosificaban los medios de comunicación. Las dudas y el dolor los motivaban a hablar. Los que ignoraban querían saber de sus seres queridos, dejar de llorar y rogarle a la nada, al desconcierto. Los de luto se maldecían por haber aceptado mentir para recoger a sus muertos, por aceptar la violencia con la que se los arrebataron.

Fueron recurrentes los rumores de incontables cadáveres, grúas y camiones de basura que acudieron a levantarlos y pipas repletas de agua que llegaron después a limpiar los rastros de sangre y de dolor.

El lugar de la masacre hablaba: las balas no sólo se incrustaron en la carne; las paredes de los multifamiliares y del templo sufrieron daños por igual. Hubo manchas de sangre que perduraron meses; un crudo recuerdo de esa tarde que terminó por ceder bajo las insistentes lluvias, y la furia se fue diluyendo.

Carlos acudió solo a las manifestaciones posteriores, pues Manuel prefirió refugiarse en sus negocios y Rogelio era de la idea de olvidar los viejos rencores y empezar de nuevo. Eso lo había llevado a afiliarse al PRI. Carlos, en el fondo, no quería traicionar a sus padres muertos, y no podía evitar acudir y caminar codo a codo con la gente enardecida, unir su voz a un solo grito. No eran muertos y desaparecidos desconocidos, eran tan suyos como del resto, de todos. Esos asesinatos eran un vejamen continuo para ellos, los que huían, los que, como él y su hermano y quienes lo rodeaban, seguían existiendo.

Sabía que la vida se trataba de luchar porque estaba en el lado de los perdedores: revivió las historias de terror de sus padres que culpaban al gobierno de los males que aquejaban al pueblo. La leucemia y el cáncer de seno habían terminado con esos dos cristeros analfabetas que les dieron a sus hijos una educación católica recalcitrante a temprana edad.

Su infancia estuvo rodeada de imágenes alusivas a la religión y de terribles su cesos que conoció gracias a su madre, quien vivía en un limbo terrenal de recuerdos: soldados malvados que ahorcaban sacerdotes y fusilaban a quienes se oponían, abusaban de las mujeres y prendían fuego a las iglesias. Los católicos confiaron en el poder de las plegarias para repeler los ataques, que iban en aumento, hasta que decidieron armarse y defenderse contra el único culpable: el mando, quien había protagonizado desde el principio afrentas y agravios. Debían proteger a la Iglesia, a Cristo y a la Virgen. “Reine Jesús por siempre, reine su corazón. Que es nuestra patria, es nuestro suelo, que es de María la nación…”, se repetía una y otra vez cuando alguien entraba o salía de su hogar.

Los relatos eran nocturnos, así que Carlos soñaba con cuerpos pesados balanceándose en las ramas de los árboles, golpizas y tiroteos. Con luchas encarnizadas, mujeres llorando y gritando, hombres con las vísceras de fuera, llamas y un humo denso que dificultaba ver lo que había detrás de la angustia inmediata.

Un sueño que lo había perseguido desde entonces se desarrollaba en un incendio, dentro de una iglesia a la que iban a misa los domingos. Ahí estaba su madre, gritando por ayuda. Él, desesperado por entrar, pretendía atravesar las flamas; sin embargo, el insoportable calor lo repelía una y otra vez. Podía ver cómo su madre, que no dejaba de ser voz, se iba consumiendo como cera, se derretía hasta convertirse en un líquido amarillento que no dejaba de gritar. Esa vez despertó llorando y la abrazó con fuerza, pidiéndole que no se fundiera como manteca. La madre no entendió nada, le secó los lagrimones con el mandil y le pidió que se apurara para ir a casa de su abuela por huevos para el desayuno. Debía caminar algunas cuadras, y aun con lagañas salió de la vecindad de la San Rafael frotándose los ojos para hacer el encargo. Lo seguía recordando porque, en su memoria, en la calle se encontró con Dios. Lo supo por un resplandor que se desprendía de un hombre rubio vestido con ropas tan blancas como nunca las había visto. Era idéntico a la figura central de la iglesia y a los retratos en su casa y en casa de la abuela. Dios pasó a su lado sin decir palabra y continuó su camino.

Tenía siete años.



Un año de trabajo de Carlos se convirtió en un maletín negro de plástico que contenía muerte. De una pistola y tres balas dependía el éxito de su empresa.

Solía leer los periódicos a diario, y llevaba un registro de las promesas del mandatario y lo que en realidad sucedía en México. Cuando leyó la noticia de que Díaz Ordaz estaría en el Monumento a la Revolución para celebrar el aniversario de la promulgación de la Constitución, decidió que era tiempo.

Salió con el maletín antes de las doce del día. Un cielo despejado y el buen clima le auguraban una cacería favorable. Cerca del punto elegido, la cantidad de gente en las calles lo abrumó. No quería generar caos ni herir inocentes, solamente debía acabar con quien, año y medio atrás, condenó a tantos.

Caminó sobre Insurgentes hasta llegar a Gómez Farías. Sorteaba gente estática que admiraba el convoy: los elegantes automóviles negros con ventanas polarizadas pasaban frente a él sin darle importancia. Demasiado nervioso y preocupado por no errar el tiro, se encomendó a Dios al tiempo que sacaba la Luger del maletín y se la escondía en el cinturón. El metal congelado del cañón contra la piel le recordó su mortalidad y el destino incierto de su alma. Entrecerró los párpados al pensar de nuevo que ya estaba condenado y siguió avanzando.

Un padre de familia con un niño pequeño en brazos señalaba el tercer vehículo de la fila anunciando que Díaz Ordaz viajaba en él. Carlos se detuvo y encañonó al auto aludido. Éste frenó después del impacto y la caravana se detuvo. El hombre, pasmado y aturdido, no quitó la vista del arma humeante mientras cubría la cabeza del niño y jalaba a una mujer hacia el edificio que estaba detrás. Los gritos comenzaron a perderse entre el sonido de una multitud de cuerpos en movimiento.

Un pitido sustituyó el estruendo, Carlos se petrificó y guardó el arma bajo su ropa de nuevo; esta vez lo hirió un calor intenso. La bala se había alojado en el coche del secretario de la Defensa Nacional. Frente a él, sus ansias de venganza se diluían junto con la fuga despavorida.

Aún quedaban dos balas. Los policías, confundidos, trataban de identificar al agresor entre quienes se escabullían con mayor pericia. Él se replegó hacia una palmera y trató de concentrarse de nuevo.

Algunos metros adelante, varios guardias escoltaban a Díaz Ordaz. Carlos advirtió la cabeza entrecana, disparó dos veces más y cerró los ojos. Se sentía un viejo cristero, un defensor, un justiciero solitario.

Al instante, un guardia presidencial lo derribó de un culatazo en la nuca y, a pesar de estar inconsciente, varias botas toscas hundieron su peso sobre él. No escuchó las amenazas, los vituperios, los gritos que lo alababan y los que lo repudiaban.

Su destino último era de sombra en la oscuridad, de figura ausente entre muros ocultos.




Lola Ancira (Querétaro, 1987). Licenciada en Letras Modernas en Español por la Universidad Autónoma de Querétaro. Ha escrito ensayos, cuentos y reseñas literarias para medios electrónicos e impresos como Tierra Adentro, Laberinto, El Cultural y La Jornada Semanal. Es autora de Tusitala de óbitos (Pictographia Editorial, 2013) y El vals de los monstruos (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2018). Ha sido becaria del programa Jóvenes Creadores del FONCA, sus cuentos han sido incluidos en diversas antologías y actualmente es becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas.