No. 147/EL TALLER DE PARÍS

 
Doble crónica del miedo escénico


Begoña Alonso



De todas las maneras posibles en que, sabíamos, podían desarrollarse los acontecimientos, la que nosotros eligiéramos sería, sin duda, la peor. Todo lo que ocurrió después no lo habíamos previsto minuciosamente. El telón se había levantado sin nuestra aprobación, el decorado había aparecido igual que siempre, y la actriz, pero, su señoría, nuestro amor no es posible… El primer acto se desarrollaba con toda normalidad y nosotros nos movíamos y hablábamos igual que la noche anterior, que las semanas anteriores, los años previos. Cuando conseguimos por fin bajar del escenario, ¿para siempre?, los dos coincidimos en que las cosas se habían decidido en la escena 4, en el espacio entre venga con todo a verme esta noche y pero sepa que nuestro amor es imposible. Su mirada se cruzó con las nuestras y supimos que había leído la carta… y que estaba de acuerdo.

Nunca hubiéramos podido imaginar que ella sintiera lo mismo. No teníamos nada dentro, sólo voces ¿de muerte sonaron? Éramos monstruosas vírgenes huecas penetradas a la vez por miles de desconocidos que se iban dejando palabras dentro, nombres, fechas…y voces, todas esas voces… Salir era la idea. Escapar. “Nunca supimos cuánto tiempo habría transcurrido desde que comenzó el primer acto; en todo caso, al escapar, la noche, todas las noches se nos habían echado encima, y tuvimos que caminar pegados a las paredes para que los proyectores no despegaran la sombra de nuestros cuerpos.”

Veíamos la calle por primera vez, los adoquines del suelo estaban mojados como por lluvia reciente, un camión parecía aguardar algo o a alguien delante de una enorme puerta…Andábamos con cuidado, casi a tientas, la noche era profunda y olía a cerrado. La luz llegó súbita como traición, profanadora y desagradable. Proyectores ajenos hicieron que todo se pusiera en marcha, la pared a nuestra espalda se transformó en muro de cementerio y los que de repente estaban frente a nosotros iban de un momento a otro a obedecer la orden de carguen, apunten, fuego.

“Los disparos sonaron y nosotros, que debíamos ser los muertos, empezamos a caminar por entre piedras caídas y cuerpos inertes, pegados siempre a la pared para que ningún proyector separase la sombra de nuestros cuerpos.”

Al rato comenzamos a pensar que acaso lo mejor era esperarla dentro, ocultos esta vez entre el público. Sabíamos, con todo, que de todas las maneras posibles en que podían desarrollarse los acontecimientos, la que nosotros provocáramos sería, sin duda, la peor.

La actriz declamaba lejos, cada vez más lejos, metida ya en el segundo acto, Duérmete, rosal, que el caballo se pone a llorar. / Las patas heridas, / las crines heladas, / dentro de los ojos / un puñal de plata. / Bajaban al río. / ¡Ay, cómo bajaban! / La sangre corría / más fuerte que el agua.

En la reseña que se le había perdido al attrezzista las críticas eran unánimes, tal despliegue lorquiano desequilibraba profundamente las tres partes de una obra que, por lo demás, resultaba irreprochable desde el punto de vista del canon contravanguardista contemporáneo, y cuyo máximo representante había alabado sin ambages la alquimia establecida entre la primera parte clásica y la última en clave pop. Bien era cierto que tal referencia permitía, por un lado, adentrar la trama en el siglo XX con una figura perfectamente reconocible y, por otro, marcar el ritmo de pretragedia. Sin embargo, ambos objetivos encontraban ya pleno cumplimiento en las obsesivas intervenciones voces de muerte sonaron cerca del Guadalquivir de los emisarios condales, más tarde diplomáticos de la psicodelia.

“La estábamos esperando desde el final del segundo acto, pegados a la pared, para que los proyectores no despegaran la sombra de nuestros cuerpos, para que nadie nos buscara…Nada de lo que sucedió después estaba previsto. Estallaron aplausos como bombas. Los desastres empezaron a caer uno tras otro, como piezas de dominó. Al tiempo que aplaudíamos, como resortes, nuestros espinazos empezaron a doblarse compulsivamente en entusiasmadas reverencias al público. Pensamos que fue ahí donde todo basculó, perdimos pie, nos invadió la duda, la escuchamos declamar y no la reconocimos…”

Algo había fallado, el tercer acto comenzaba, la obra y la tortura continuaban. Retrocedimos como pudimos, nos acomodamos entre los asientos y nos fundimos en el negro… Ella no había venido y, sin embargo, lo habíamos acordado con sigilo, en el espacio entre venga con todo a verme esta noche y pero sepa que nuestro amor es imposible, su mirada se cruzó con las nuestras y supimos que había leído la carta, y que estaba de acuerdo…que sentía la misma desazón, el mismo hastío, y ese vacío como de muerte, unas miradas habían bastado… No teníamos nada. No éramos nada. Sólo eco. Huir era la idea. Escapar.

Leímos días después que la función de los emisarios condales o diplomáticos de la psicodelia había sido minuciosamente debatida por varios especialistas con motivo del primer coloquio internacional de teatro contravanguardista contemporáneo celebrado en La Haya. Las discusiones se habían centrado en primer lugar en la misma noción de teatro contravanguardista contemporáneo, siendo en esta cuestión el señor Puentes Heredia quien más había contribuido a aclarar las ideas al señalar que ambos términos adolecían seriamente de precisión, siendo necesario, en todo caso, indicar a qué vanguardia se refiere uno y qué se toma por “contemporáneo”. El mismo doctor Puentes Heredia citó los traspiés bibliográficos que este tipo de etiquetas supone cuando sobre el tema uno emprende una investigación seria, y más de una vez sehabía topado con documentos reseñados exactamente con la misma nomenclatura pero que daban cuenta de corrientes teatrales que nada tenían que ver con la que nos ocupa, referentes a otras contravanguardias y a otras contemporaneidades bien lejanas de nuestro fenómeno que, como todos sabemos, abarca nuestros espacio y ¿tiempo? de los últimos diez años.

Nuestro papel consistía en breves apariciones en el primer acto como emisarios condales y una breve pero contundente intervención en la última escena del tercero, travestidos ya en diplomáticos de la psicodelia. A diferencia de ella, nosotros disponíamos de tiempo para pensar, de silencios. La amplia y tan criticada segunda parte lírica prescindía ostentosamente de nuestra presencia. Ella, sin embargo, interpretaba el papel principal, sentimiento amoroso en clave femenina inEL temporalmente atravesando los siglos y recorría todas las escenas, todos los actos. La idea era que escapara al final del segundo, pero aún seguía allí y andaba ahora dejándose atrapar, casi a gritos, no volveré nunca más a esta casa, nunca, dejándose caer en la tragedia…

“Los diplomáticos de la psicodelia debíamos actuar exactamente en la última escena; entraríamos en la sala con voces de muerte y paso firme e impediríamos que el arma empuñada por el actor principal llegara a disparar contra ella. O no entraríamos. El tercer acto comenzaba en dos minutos, ya no podíamos volver, volver, volver y vaciarse de nuevo, volver y dejarse llenar por cualquiera…”

La última escena llegaba a latidos desbocados; él: ¿A cuántos hombres has tenido que olvidar?, ella: A tantos como mujeres recuerdas tú… él, Glenn Ford: ¿Se puede saber qué pretendes? y ella, Rita Hayworth: Ahora todos saben lo que soy. Y eso debería hacerte feliz, Johnny. No vas a ser el único en saberlo. Ahora todos saben que al poderoso Johnny Farrell lo engañaron, que se casó con una… el bofetón llegaba justo después, y él remataba: ¿Cómo pudiste hacerme esto a mí? Yo que te hubiese querido hasta el fin… Sé que te arrepentirás…

Parece ser que sólo al tercer día se llegó a abordar de manera exclusiva el tema de la función de los emisarios condales o diplomáticos de la psicodelia, personajes, al decir del doctor Juan Sebastión Moreno Duarte, atrapados entre el fatalismo y la indecisión, no exentos de cierto síndrome de desdoblamiento simultáneo de la personalidad que les impide actuar por separado; desempeñan, sin embargo, un papel clave al impregnar el primer y tercer acto voces de muerte cerca del Guadalquivir de tensión dramática, funcionando como verdaderos Heraldos negros y, al mismo tiempo, como barreras del destino frente a la catástrofe. Los minutos finales los dedicaron a la cuestión de la puesta en escena del sentimiento amoroso como simulacro intemporal dentro del teatro contravanguardista contemporáneo, según leímos después.

Lo que nunca llegamos a leer fue que sólo en el acto de clausura el presidente de la sesión había evocado, no sin cierta tristeza, la trágica muerte en escena de la actriz principal, Laura Elena López de Aguirre, a manos de su esposo, Julián de la Hoz. Al parecer, la carta que el también actor principal de la obra había descubierto minutos antes en el camerino de su esposa confirmaba la relación entre ésta y un joven actor que, curiosamente, o quizá por miedo a la reacción del marido, no había hecho acto de presencia en el último y doblemente trágico acto.

Los días que llegaron después no los recordamos. Imaginamos, sin embargo, que de todos los modos posibles en que hayan podido suceder los acontecimientos, el que nosotros hayamos elegido habrá sido, sin duda, el peor.

 




Begoña Alonso Fernández (Burgos, España, 1971) es licenciada en Filología Hispánica y Francesa por la Universidad de Valladolid; reside en Francia desde hace once años y trabaja en la Facultad de Ciencias de la Educación y Ciencias Sociales de la Universidad París XII. Está llevando a cabo una investigación sobre nuevas generaciones literarias y participa en el taller del Instituto de México.