No. 135/CUENTO

 
El indigno


Eduardo Uribe
FACULTAD DE FILOSOGÍA Y LETRAS, UNAM

I


Conocí la historia por mi padre. Recuerdo que una noche, antes de dormir, él me arrullaba con un cuento infantil que nunca me había gustado. Ésa era la enésima vez que lo oía y mostré poco interés. Mientras hablaba, yo veía tras él un enorme espejo que mi madre ordenó colocar justo frente a mi cama. Mi padre era muy emotivo al narrar: hacía gestos, modulaba la voz, alzaba y agita­ba los brazos. Fascinado por el espejo, interrumpí a mi padre y luego le pedí que me explicara por qué veía su espalda en el espejo. Guardó silencio, sentado al bor­de de la cama. Esperé, ansioso, la respuesta. Me dijo que los reflejos no existían, que se trataba de seres expulsados del Paraíso por su delicadeza, por su ineptitud en la vida. Como castigo, estaban condenados a un infierno en que debían imitar los actos de los humanos. Mi padre guardó silencio de nuevo, esa vez por más tiem­po. Yo aún veía el espejo cuando me besó en la mejilla y salió de la habitación. Du­rante varias semanas pasé las horas frente a los espejos, imaginando las formas de sus habitantes y, en las comidas o antes de dormir, pedía a mi padre que contara otra vez la historia, y yo oía, al fin, como el resto de los niños, fascinado más por la repetición que por la innovación. Luego olvidé todo, o comencé a sentirme atraí­do por otras cosas, no lo sé.



 

II



Todas las mañanas leo los periódicos. Me gusta estar al tanto de la realidad. Además, mi empleo en la sucursal bancaria me lo exige. Aunque no me satisface del todo, acepté ese trabajo para dar a Norah lo que se merece, para ser felices juntos. El sa­crificio de algunas de mis aspiraciones vale la pena por la relación que llevo con ella. Y es que es tan hermosa… A Norah debo que esa historia que mi padre me contaba volviera a mi memoria. Anoche, mientras hacíamos el amor, hubo un instante en que volteé hacia el espejo, vi su bella espalda y recordé todo en ese preciso momento. Sonreí al pensar que Norah podría ser uno de esos expulsos del Paraíso y con más pasión la acaricié. La besé como si quisiera hurgar el mundo en su boca.

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III



Norah habló al trabajo para avisarme que no comería conmigo. Luego de dudar un rato, marqué el número de mis padres y les dije que iría a comer con ellos. 

Mientras mi madre preparaba la mesa, pregunté a mi padre por aquella vieja his­toria de los espejos; quería saber cómo se había enterado de ella. La respuesta fue más detallada de lo que esperaba: en una sobremesa con los amigos, se discutía so­bre la voluntad y el sometimiento, cuando uno de ellos narró la limitada vida de cier­tos seres condenados a repetir los actos de los humanos, dispersos por todas partes, pero sobre todo en los espejos. Mi padre salió de la reunión con los amigos, casi todos muertos ahora, y se dirigió a casa. Subió a mi cuarto cuando yo aún estaba despierto.

—Por coincidencia, esa misma noche, tú me hiciste la pregunta sobre el refle­jo, y como yo tenía la idea fresca… Después, cada vez que te contaba la historia le añadía algo nuevo, hasta que tú hiciste tus propias versiones y dejaste de pedirme que te la contara. Ahora que has crecido podría darte otra versión, pero de tono ale­górico, sobre los infiernos particulares que vivimos— se calló porque mi madre nos avisó que la mesa estaba lista.

Acabamos de comer y después mamá tuvo la idea de bajar del armario los álbu­mes con viejas fotos. Las miramos, pero no por mucho tiempo, porque yo debía vol­ver a la sucursal bancaria.




IV



No sé si ya he dicho que soy muy feliz con Norah, pero que su belleza se me impone al grado de hacerme dudar… Claro que no de ella; ni temo, siquiera, que me engañe. Se trata de dudas que siempre he tenido y que son parte de mi perso­nalidad: algunas veces no termino de comprender cómo es que ella, tan guapa e inteligente, aceptó vivir conmigo. Ayer me pregunté esto y pasé largo rato frente al espejo, igual que en mi infancia, aunque en esos tiempos las preguntas eran de otro tipo. De niño me decía “por qué se repite lo que hago”. Si yo movía una mano, veía exactamente lo mismo del otro lado. En una ocasión estuve frente al espejo durante horas, sin cambiar siquiera de postura. Anoche fue parecido, has­ta que Norah llegó, pasada la medianoche, y me encontró en mi contemplación absurda.



 

V



Hemos ido a un almuerzo en casa de mis padres. A la hora del café hablamos de cosas graciosas y Norah contó que me ha­bía encontrado frente al espejo en repetidas ocasiones, una de ellas desnudo, a medianoche. Todos reímos y después hu­bo un breve silencio que corté:

uribe-2.jpg—No me has dicho —dije a mi padre— si tu amigo men­cionó alguna vez cómo supo la historia de los seres en los es­pejos.

—¿Cuál amigo? —me preguntó extrañado.

—El de la historia de la que hablamos la última vez.

—No sé de qué me hablas.

Por más que insistí esa noche, mi padre aseguró no saber nada de cuanto le decía. Mi necedad fue tanta que hice subir a mis padres y a Norah a la habitación donde yo dormía de niño. Apenas abrí la puerta, noté una ausencia: la del espejo. Interrogué a mi madre.

—Nunca hubo aquí un espejo —respondió, dibujando una sonrisa complacien­te e interrogativa.

Me acerqué a la pared, a tientas, como un ciego. No había signos de la posible presencia del espejo. El pesado marco de madera en que se apoyaba tenía que fi­jarse a la pared —yo recuerdo que era inamovible. Verifiqué si había una marca, la más mínima, o cualquier cosa que me indicara la presencia del dudoso objeto. La pared estaba intacta. No insistí. Comprendí que cualquier intento por explicar el viejo cuento sería inútil. En el peor de los casos, añadir algo haría creer a mis pa­dres y a Norah que estaba enloqueciendo. Decidí dejar allí la historia como si todo fuera una broma, aunque no entendí quién era el bromista y quién el burlado.



 

VI



Hoy por la mañana, mientras me vestía para ir al banco, me acerqué al espejo para arreglarme, según el porte esperado en un empleado bancario. Norah aún dormía y, como nunca me ha gustado despertarla, hice todo en silencio. Terminé de anudarme la corbata. Frente a mí, el hombre vestido de negro dio vuelta, se despidió de No­rah con un beso en la frente y salió de la habitación. Y ella siguió allí, tan bella, y sin darse cuenta.

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Ilustraciones:
Aguafuertes de Ruth Hernández, ENAP-UNAM