No. 135/CUENTO

 
La mancha en el techo


Vania Rosas
UNIVERSIDAD PARÍS 7 / INSTITUTO PASTEUR




Abres los ojos y es de mañana. No puedes moverte. Crees que todavía estás dormido, soñando, como cuando alguien te persigue en las pesadillas y no puedes correr. Ves, escuchas, sientes sobre tus labios el viento que entra por la ventana abierta. Quieres agitar los pies, las manos y lo más que consigues es voltear el rostro para ver la hora en el reloj. No puedes hablar, emites sonidos gu­turales, quieres gritar. No puedes moverte.

Tienes frío y piensas en ella, se ha ido. No hay nada que hacer. Le dijiste que no la necesitabas, que se fuera. Nadie vendrá. Antes de irse dejó la ventana abierta en señal de desafío. Empieza a llover. El viento deja caer algunas gotas sobre tu ca­ra, la mueves hacia el otro lado para no mojarte tanto. Un escalofrío te recorre el cuerpo. Intentas desplazar tu brazo pero no reacciona. Cierras los ojos para que al abrirlos todo haya terminado. Sueñas que están juntos, que se aman, que la deseas, pasean por un parque, te tropiezas y no puedes levantarte porque has perdido la capa­cidad de moverte. Abres los ojos y miras el reloj. Han pasado pocos minutos. Crees que puede ser pasajero y que recuperarás el movimiento.

vaniarosas-1.jpgCada vez tienes mas frío y sabes que estás mojado. Te cagaste porque huele a mierda. Cierras los ojos unos instantes. Escuchas las alas de un insecto. Es una mos­ca atraída por la suciedad. Se para en tu boca. Mueves la cabeza y se va. Regresa y ves sus grandes alas y su cuerpo verde tornasol. Una mosca adicta a la caca. Hay otras moscas volando del excremento a tu boca, ida y vuelta. El sonido de sus alas te produce ansiedad. So­plas hacia arriba para que se vayan, pero regresan, vuelves a soplar, siempre regresan. Sacudes el cuello y esta vez se quedan en tu mejilla. Cada vez hay más moscas en la habitación. Se oyen moverse de un lado para otro. Sólo ves algunas. Sólo sientes algunas.

El perro llega corriendo y se sube a tu cama. Huele tus desechos y camina sobre ellos, los lame, se los empieza a comer. Se rasca el lomo sobre tus piernas y tu vientre. Te lengüetea la cara, la boca. Piensas que tiene hambre como tú y no puedes hacer nada. Tienes sed. Cada instante es una incógni­ta, te preguntas qué te ha pasado, si es una enfermedad o los efectos de la ruptura con ella.

Decides dormirte de nuevo para evitar la situación. Duermes y al despertar el pe­rro sigue a tu lado. Crees que es de tarde porque ya casi no puedes ver el sol. Tie­nes sed, mucha sed. El perro te relame la boca y recorres con la lengua la comisura de tus labios. La textura de su baba te provoca ganas de vomitar y volteas la cara para no ahogarte, devuelves bilis, tu estómago está vacío. Lloras. ¿Por qué no hizo como las otras veces, cuando le dijiste que no la querías ver nunca más y se quedó? Ahora no tienes a nadie. Tu familia no está cerca. No tienes amigos. Se fue de una vez por todas. Te dejó ahí tirado en la cama como un residuo humano. Lleno de ca­gada y vómito, con un perro y moscas por compañía.

vaniarosas-2.jpgHa dejado de llover y te sientes aliviado porque empezarás a calentarte, pero tam­bién atraerás más moscas. Intentas no pensar en ello. El perro te ha hecho una he­rida en el brazo, te rasguñó con una de sus uñas. Apenas la alcanzas a ver. Le escurre un poco de sangre. Las moscas se aproximan. Es de noche. Te duermes.

Despiertas. Crees que estás soñando. No puedes mover­te. Ves la pus que rodea la herida. Es muy pequeña, pero como no podías lavarla y las moscas de caca se pararon en ella, ahora está infectada. Miras al techo durante horas. Tie­ne una mancha y te concentras en ella imaginando formas. Escuchas al perro que arrastra algo. Tienes tanta hambre que quieres que se acerque con algún resto de comida hacia tu cara y sólo escuchas que se va. Suena el teléfono, podría ser ella. Deseas que regrese. Al no responder probablemen­te piense que te pasó algo. No, más bien pensará que no quie­res contestar.

Hace un día soleado. Te dejó. Le pedías que cerrara las ventanas para que no entraran ni las moscas ni el polvo. A ve­ces le dabas algunas cachetadas, pero la querías y estabas seguro de que a ella le gustaban tus malos tratos. Lloras. Te arrepientes por todo lo que le hiciste. Las lágrimas saladas escurren a los lados de tus mejillas y sientes cómo caen, imaginas que mojan la sábana sucia y manchada. Intentas calmarte pa­ra no producir mocos, pero sigues llorando.

A medida que van pasando los días el olor se vuelve cada vez más inmundo y putrefacto. Te acostumbras a la presencia de las moscas y no haces nada por evitar­las. La infección de la herida debió empeorar porque te duele. Sientes cuerpos di­minutos que se expanden, se contraen y se mueven caóticamente sobre tu piel. Han aparecido gusanos que se alimentan de la lesión. La comezón y la ansiedad que te producen son insoportables. Tratas de concentrarte imaginando formas en la mancha del techo, como en las nubes.

Ella podría estar a tu lado, cuidándote. Ya habría llamado a un médico. Te habría dado de comer, te habría limpiado. Pero se fue porque tú le dijiste que lo hiciera. Tienes mucho frío y probablemente fiebre.

Han pasado un par de días, días infinitos. Ahora ves menos, hueles menos, sien­tes menos. Has dejado de oír al perro. Quizá se murió o se escapó por la ventana, pe­ro no lo viste porque ya no mueves la cara. Duermes. Despiertas. Observas la mancha del techo y te imaginas que va creciendo como si quisiera comerte. Duermes.


Ilustraciones:
Xilografías de Gabriela Vázquez Carlos, ENAP-UNAM

 



Vania Rosas es mexicana, estudia el doctorado en mi­crobiología y forma parte de“El Taller de París”, grupo de escritores que se reúne semanalmente en esa ciu­dad para leer y discutir su trabajo. Para mayores in­formes sobre ese espacio: http: //untaller.com