Parada aquí, otra vez, con el viento en la cara y la lluvia encharcando mi reflejo. Dios es grande, pero empequeñece a las once de la noche, o sólo duerme temprano, o quizá salió dejando un letrero de vacante, o quizá entre la estratósfera y el cosmos la gracia divina fluctúa ambivalente entre ser Dios o Diosa y éste es el momento del cambio; de cualquier modo tengo la necesidad de rezar en estos momentos. Desde pequeña he renegado de la doctrina, de las faldas azules de tergal, los chalecos y el salmo de monjas educadoras; pero aún así tengo el vicio de rezar como cuando tenía seis años e ingresé al Colegio del Sagrado Corazón.
Cruzar la calle. Avanzar unos cuantos metros para perderme en la inmensidad de la plancha vacía del monumento a la madre. Queda la opción de tomar un café del Vips de Sullivan mientras veo la tierna transacción de sexo y trescientos cincuenta pesos; queda la opción de pararme en la esquina a probar la suerte de mis cincuenta kilos, pero la verdad me da flojera sonreír y mostrar la pierna. Además, por exceso de ropa estoy en desventaja con ellas; mis pantalones de mezclilla no compiten con la licra rosa, ni con la micro falda turquesa, ni con el vestidito negro flotante y barato.
¿Cuánto por un beso? A los quince una ida al cine con palomitas, helado, refresco y mi regreso antes de medianoche podría haber sido un buen precio, pero la frase “me quiero casar con los labios pintados de rosa” ameritaba una oferta más atractiva; el poco ingenio de los Sutanos me desilusionaba. ¿Cuánto tendría que pedir por dejar al descubierto la blancura de mis piernas? ¿Tendré casta de cortesana o de ramera bíblica? ¿En un hotel, en su casa o en la mía? Aquí está el Compostela, televisión con cable y los imprescindibles canales pornográficos; sábanas blancas y colcha de flores sobre una cama pudorosa que acalla los candentes rechinidos; dos vasos y una botella con agua; cómoda, mesita y una silla que sirve para fortalecer las pantorrillas al hacer el arriba y abajo; dos toallas grandes y dos pequeñas. Un buen servicio al cuarto a cambio de una generosa propina, pero con el afán de no ser clasificado como hotel de paso no dan condones y yo no traigo; esperar que los traiga él es esperar que el perro no moje el asiento del baño al orinar. ¿Y si es ella? Podría levantarme una “ella” o levantarla yo. Decisiones. ¿Unas enchiladas en el Sanborns de Antonio Caso o un acostón en el Compostela con la morenita de top negro y falda roja? Para el acostón serían trescientos del hotel, trescientos cincuenta de la morenita y la pena de no saber qué hacer con dos bubis ajenas. Las enchiladas son a cincuenta, trece del café y veinte de los Camels —¡no venden Camels!—, serían Delicados con filtro. Creo que ganan las tradicionales, aunque…
El trabajo me obliga a estar muy temprano en Coyoacán, para la espera nada mejor que un buen café y la mejor opción es el Bizarro. Sentada frente al espejo, hundida en el sillón, perdida entre canciones de The Cure y Dead Can Dance, paladeando un café de olla y un Romeo y Julieta mientras el tiempo pasa.
El pequeño vampirito de lentes redondos y palidez púbera manejando con avidez la I-Mac para enterarse de las novedades de Show no mercy; la pareja que entre beso y beso consume Coronas, él con un pantalón más pardo que negro y la playera estampada con la inmortal imagen de Ivonne de Carlo, ella con los hombros descubiertos y un vestido de terciopelo rigurosamente negro, ambos con las manos enguantadas y esos anillos que siempre me han invitado un gramo de coca. Raquel con el luto perpetuo y la lágrima tatuada al hombro trayendo cervezas con o sin limón y llevando envases siempre vacíos; un alguien que porta orgulloso en el pecho la estética imagen de Jack Skeleto y abraza a Fulana que muestra su complacencia con La Pantera Rosa al llevarla en la playera blanca; otro que comiendo una baguette recita los versos de El cuervo de Poe; y alguien más que con chaleco, camisa de olanes y bastón me recuerda a Dorian Grey. En verdad hay ecosistemas raros y a veces tengo la sensación de que el mío está extinto, o quizá sólo existe tras los muros del convento.
Mi ritmo cardiaco enlazado directamente con el extasiante y arábigo ritmo de Cántara, el segundo café de olla y Raquel trayendo el croissant de pavo ahumado forman el escenario para que el samsung sth-n275 me arranque de mi purgatorio neogótico.
—¿Ya estás en posición, Natalia?
—En realidad estoy en el fondo de un escusado. Quedaste de hablar a las diez treinta y ya pedí el desayuno.
—Hubo complicaciones. A la una y cuarto debes estar en la iglesia. En la tercera fila te hincas y rezas o finges que rezas. Dame un distintivo.
—Una gargantilla y una cruz de plata.
—No olvidas a las monjas.
—Salúdame a tu madre.
—Recoges el paquete y te pierdes todo el día hasta que recibas mi llamada.
Queda suficiente tiempo para seguir escuchando la fina selección de Raquel; Human Drama al turno. Ya no puedo mirarme en el espejo porque ese lugar es ocupado por un par de niñas que olvidaron ir a la escuela; colita y trenzas respectivamente, pantalón a la cadera y falda de gamuza, chamarra de Bershka y blusa de Soho. Ambas tienen la pinta de haber escapado de un manga, es probable que yo haya escapado de cualquier escrito de Hoffman o de Gautier o de Polidori.
Una de ellas saca una cajetilla de Marlboro mentolados, lo ofrece con un gesto muy bien estudiado; sonrisa ligera, la ceja arqueada. La otra acepta y yo desespero. ¿Y si me acerco? Mido los pasos mientras muevo las caderas al acercarme a ellas. Les ofrezco fuego con mi encendedor niquelado; ambas dudan, pero la dueña de la cajetilla acepta y luego la otra. Yo enciendo el último Romeo y Julieta y el humo se libera para ir directamente a sus rostros. El olor marca la diferencia entre un buen cigarro y el artificio de los mentolados.
Autumm Tears llena el espacio y el crujido de la puerta estremece un poco a las niñas, mi mirada otro tanto. Una tiene diecisiete y la otra un poco más. Ninguna de las dos sabe cómo alejarme, tampoco saben cómo ignorarme. Me decido por las trenzas, siempre son excitantes, sobre todo cuando imaginas a Merlina y como proyección de un futuro feliz llega la imagen de Morticia; la Morticia de los años sesenta… La tomo de la mejilla y ella se sorprende, me acerco y se perturba al sentir tan cerca mi respiración, logro hacer que se pierda en mi mirada mientras desnudo la suya, está confundida, tiene miedo, pero sé que ha iniciado el proceso de lubricación. Sus labios palpitan y hay un destello en sus ojos, ahora tiene la certeza de que la voy a besar. Ahora lo desea.
—Un terrorista dijo alguna vez: “El hombre deja de ser virgen sólo hasta que ha matado a otro hombre.” Y yo creo que aplica exactamente igual para las mujeres. ¿Quieres perder tu virginidad?
—No me gustan las mujeres— el timbre de su voz tiembla.
—Porque no me has conocido, preciosa—. Que frágil es la orientación sexual, que fácil alimentar el deseo. Sus labios se separan y la punta de su lengua me invita. Su amiga mira perpleja cómo nos acercamos, cómo…
Casi no vengo al jardín del arte porque quedé muy desilusionada al saber que antes, en estas enormes rejas, había pájaros como si esto fuera un aviario y ahora sólo hay plantas de maceta y basura. El frío logra hacer que extrañe el abrigo que dejé en el Pasadena, de haber sabido que estaría a medianoche en la Cuauhtémoc no hubiera aceptado. Ni siquiera pude ir por las enchiladas; en cuanto acabe esto tomo un taxi Cuauhtémoc-Mixcoac elevador-cuartopiso, servicio al cuarto, ducha de agua tibia y a dormir que los ángeles
también tienen sueño.
¿Y si al gato le chillan las tripas? Un, dos, tres, tienes trenzas otra vez. En esto es fácil perder; un descuido y requiescat in pace. Si mi madre me viera diría que me vería más bonita de secretaria, pero para qué me manda a un colegio de monjas con biblioteca de estantería abierta. Un accidente, una bala perdida, mejor dicho, una bala bien encontrada; ya lo dijo Belascoarán, siempre hay una bala esperándote. También está la posibilidad de párate ahí y te pelas si te mueves, un mal abogado, un juicio de año y medio y otros veinte de condena. Si mi padre me viera diría que de azafata tengo las piernas, pero para qué me manda a un colegio de monjas con laboratorios donde aprendes anatomía con un bisturí en la mano.
Es la hora, mujer. Ahí está, como lo dijeron. Gabardina verde marrón, aproximadamente ochenta kilos, feo y vulgar. Camino hacia la resbaladilla, enciendo el cigarro acordado
y él se acerca.
—¿Cuánto por el servicio completo?
—Te equivocaste de calle, galán.
—Sólo intento combinar placer y negocios.
—Hacer negocios conmigo es ya un placer.
—Hay un hotel aquí cerca y para el “friecito” que hace…
—Dicen que eres un soplón y quien lo dice no está de buen humor.
—No es mi bronca.
—Tienes razón; es mía.
Intercambiamos paquetes; él sonríe y al ver sus dientes amarillos recuerdo la importancia de la pasta dental. Ahora me pedirá un cigarro y con el pretexto de encenderlo tomará mis manos, el ingenio es muy limitado en algunos. Ahí viene la petición…
Salgo de la iglesia con el paquete y las instrucciones. Frente a mí, algunas palomas recogiendo las moronas de pan; una mujer vendiendo chicharrones y papas con salsa valentina, algunos turistas que, ingenuos, ignoran que la fachada de la iglesia es falsa. Si camino hacia la derecha llegaré al kiosco y la vieja casa del conquistador. La izquierda me ofrece el café La Selva. ¡Decisiones! No puedo resistir el antojo por un tamal de café de La Selva, pero el samsung tampoco resiste permanecer en el silencio.
—¿Leíste las instrucciones?
—De no ser así, para qué las pones.
—Quizá sea el último trabajo que nos haga, ha estado abriendo la boca de más. Lo confirmo en la noche.
—Te aprovechas de que no cobro por hora.
—Procura estar antes de media noche cerca del jardín del arte, ahí será la entrega.
—¿Mis viáticos cubren una ida al cine?
—No, pero puedes imaginar que yo invito.
—¿Con palomitas, helado, refresco y chocolate?
Inicia el viaje con escalas hacia el Palacio Chino. Pasaré una linda tarde viendo películas. Extraño la majestuosidad del Palacio, con su réplica de la muralla china y esos leones que bien te distraían al ver una mala película. Realmente no logro ubicar si la existencia de los leones es real o parte de mis pesadillas infantiles. Mis padres solían llevarme al Continental, ése sí tenía a los personajes pegados en la pared y en el lobby había juegos montables, si no mal recuerdo vendían golosinas en una especie de trenecito. Ahora se ha perdido la majestuosidad de los cines. ¿Quién recordará al portentoso Real Cinema, al faraónico Manacar, al lúgubre Hipódromo, al esnobista Latino? Hasta el templo de la pornografía, el pervertido Cine Teresa, intenta sobrevivir quitando los provocativos carteles de su suculenta programación. Los grandes cines se han convertido en pequeñas salas o en templos seudo-religiosos; qué grande es la ausencia de Dios que ahora el hombre debe empequeñecer sus salas cinematográficas para no sentirse solo en el universo. ¿Y si antes de ir al cine visito a las monjas del Sagrado Corazón?
Antes cualquier motivo era bueno para alejarme de las monjas, ahora busco pretextos vagos para regresar. Esto está muy lejos del eterno retorno, pero se acerca mucho al deseo de recuperar la infancia perdida. Dicen que todo tiempo pasado fue mejor; es sencillo pensar que el pasado siempre fue mejor por la sola razón de que el pasado quedó atrás, intocable, perdido. Mi pasado siempre tiene la cualidad de etéreo, la calidad de inaprensible.
Una paleta de nuez cubierta por chocolate líquido y recubierta por pedazos de nuez es parte de un pasadopresente-futuro constante, y la paletería que está sobre Tlalpan, cerca del metro Portales, permanece abierta de lunes a domingo, aunque hay que tolerar a los rateros que se camuflajean en los puestos de tacos de guisado. El encuentro entre un ratero de quinta y yo podría ser un sazonador a la tarde de hoy, sólo que voy en dirección contraria. Queda la posibilidad de un viaje en metro y…
Nada como una ducha de agua tibia antes de dormir. El estar en un cuarto piso me da la posibilidad de pararme frente a la ventana contemplando los ocho carriles de Avenida Revolución totalmente desnuda. Por el reflejo de la ventana puedo ver las gotas que se quedaron petrificadas sobre mi piel. No sé si mi cuerpo cumple los requisitos de un concurso de belleza, sin embargo estoy muy satisfecha de la forma y el volumen. ¿Qué pensaría un Mengano al verme así? Nunca he estado desnuda ante un hombre, bueno, a mi padre no lo puedo incluir en la categoría “posibilidad sexual”; el incesto no está en el historial de la familia y ni mi padre ni yo estamos interesados en agregarlo.
A pesar de no creer en las virtudes que ensalzaban las monjas, ciertas cosas quedaron en mí por convicción; convicciones muy distintas a las que tenían mis educadoras. Creo en la castidad. Tengo fe cristiana y, finalmente, desde pequeña he querido ser monja y aún lo deseo. No sé si Dios se alejó de mí o fui yo quien lo hizo o ambos. Creo en él, aún en estos tiempos tan oscuros, tiempos donde cada uno debe clamar en su propio desierto. Yo elegí este desierto y sé que llegará el tiempo en que me reencuentre con Dios y pueda ordenarme como sor Natalia, monja virtuosa del Sagrado Corazón y del Pensamiento Inmaculado.
¡Joder! Es la cuarta vez que suena el samsung el día de hoy, comienza a atosigarme.
—¿Qué tal la película?
—Sentimental y roñosa.
—¿Y el paquete?
—Revisado.
—¿Y el soplón?
—Despachado.
—¿Con tu firma?
—Lo verás mañana en la nota roja. Un orificio en el pecho y otro en la frente. Sin testigos y en silencio.
—Siempre dos tiros, ¿verdad?
—Te llevo en el corazón y en el pensamiento.
—Te han elegido para un pez muy gordo.
—¿Qué tan gordo?
—La suma que pagan es fuerte. Los contratistas bien podrían ser fundamentalistas o narcos. Mucha plata de por medio y mucho el riesgo. Después de que hagas el trabajo tendrás que desaparecer un buen rato.
—¿Qué tan grande puede ser el blanco?
—Nada que esté por encima de ti. Y hay mucha plata.
—Sabes que eso no me interesa, asesino por convicción, no por dinero o placer.
—La información te llegará por la vía de siempre. Espera a que suene el celular. ¡Que tengas dulces sueños, Natalia!
—Rezaré por ti esta noche.
Matar. Moisés gravó como quinto mandamiento “No matarás”, pero al día siguiente Dios le ordenó a su pueblo elegido exterminar a todo aquel que no le adorara. Yo no sólo quiero ser parte del pueblo de Dios, quiero ser su esposa y he de cumplir su palabra. No creo que tenga nada de malo cobrar extra por eso, siempre y cuando elija a la víctima con la misma precisión que al cordero de Pascua. ¿Qué habrá en cartoon? Mañana temprano pediré un desayuno continental y trataré de darme tiempo para visitar a las monjas.
***
Tengo la necesidad de la necedad. Quizá porque a diferencia de mis compañeras, nunca quise jugar a ser una princesa, quizá porque nunca creí en el cuento del príncipe azul y, ante ellas, tuve que defender mi postura. Postura difícil de explicar cuando estás rodeada de un grupo de niñas que leen a escondidas novelas rosas de galanes hermosos. Y cuando se acaban las razones, la única salida posible de toda discusión es la necedad. No sé qué tan patológico pueda ser renunciar a las historias de amor antes de los trece años, lo que sé es que resultaba muy aburrido creer en el final feliz. El final, siempre, es final y ya; si no, no sería final. Queda esa alternancia de final, de lo que vendrá después; eso que las monjas llamaban la resurrección. Pero en ese sentido no hay final, por lo menos no total. Tampoco creí en su definición de la resurrección al final de los tiempos; ahora, por profesión, no quiero creer en ella. Hacer un trabajo dos veces no es ético, mucho menos práctico.
Cambiar de profesión a estas alturas no lo veo viable. ¿Qué otra cosa podría hacer? Además, me gusta la comodidad de dormir en un hotel distinto cada semana, así aseguro que las raíces jamás saldrán. Muy a mi manera vivo el éxodo. Sólo falta el arca y la alianza, pero no todo se puede pedir. Quizá le cambie el tono al celular porque éste me está fastidiando.
—Deberás ir al Majestic.
—Aquí estoy bien.
—En el comedor estará el enlace. Revisas la información hasta que estés en la habitación. La reservación fue hecha a nombre de Natalia Fercón.
—No he aceptado el trabajo.
—La cruz sigue siendo tu distintivo.
—No me has escuchado.
—Al atardecer recibirás una llamada en la habitación.
Hay veces en las que me siento como mero instrumento
y eso no me agrada. ¿Dónde queda el libre albedrío?
El libre albedrío y el experimento fallido de
Dios…
Pensar que éste era el techo de la ciudad, nada por encima de la catedral. Ante mí la ciudad de los palacios opacada por edificios que bailan al ritmo de los siete grados Richter. Campanas al vuelo, cada una con su historia, cada una con su nombre. La plancha con sus danzantes y a un costado el convoy. Ese hombre no sabe que le quedan cuatro días de vida; de saberlo, qué haría. ¿De cerca o de lejos? La distancia y una buena ventana generarían desconcierto, gente atropellada, disturbios. No es mi estilo. Prefiero mirarme en los ojos del otro, que mi imagen se quede impregnada en la retina y dar la extremaunción. Aunque la pregunta no es cómo lo haré, sino, ¿lo haré?
Ilustraciones:
Xilografías de Sergio Galván, ENAP-UNAM
|