No. 128/CUENTO

 
Ante todo el deber



Miguel Ángel de la Rosa Rodríguez
ESCUELA NORMAL DE ESPECIALIZACIÓN DE NUEVO LEÓN
 
La agonía es dulce en este pozo
Juvenal Acosta


El látigo sonó, metálico, como eco frío en la piel blanquísima de Adriana. Una contracción espasmódica, bella, recorrió veloz y violenta la espalda de aquella mujer. La carne en un segundo se tornó roja, casi púrpura, pero la sangre se negó a salir. El siguiente golpe fue más fuerte y esta vez la sangre, generosa, brotó haciendo un río serpenteante en la media espalda de la mujer atada. De sus músculos escurrían culebras púrpuras.

Uno tras otro, los fustazos cayeron sobre ella como relámpagos fulgurantes. Nada más que ondularse, retorcerse y gritar era lo único que Adriana podía hacer: sus manos, sujetas por la muñeca a una correa de cuero negro, con incrustaciones multiformes de hierro, unida a una soga, la colgaban del techo del sótano donde la tenían. Sus piernas, igualmente inmovilizadas y separadas, dibujaban en el muro una sombra en forma de equis. Crucifixión nocturna. Cristo femenino en el sacrificio ateo del deseo. La noche era del instinto bizarro de sus captores.

delarosa-rodriguez01.jpgAntes de maniatarla, la habían desnudado por completo, vistiéndola sólo con una prenda negra de lencería, como las que usan en las fantasías de sumisión. Semejaba un cinturón de castidad, perforado en el preciso lugar de su sexo. Delgadas cadenas plateadas y piedras rojas incrustadas servían de adorno a ese trozo de vinil que reflejaba las luces de cientos de velas, encendidas especialmente en su honor en aquel recinto en el que se respiraba un aire enrarecido, espeso, que olía a sexo y sudor.

Los latigazos sobre aquella esclava se detuvieron al llegar al décimo. Inmediatamente, tres pares de sucias manos la recorrían con ansia, mezclando sangre con el sudor de Adriana. Nunca antes su cuerpo había sentido aquello: gemidos, resoplidos de aliento agrio sobre su rostro, pechos y nalgas; las uñas clavándose en su sexo la lastimaban: era ofrecida al hambre de aquellos encapuchados que la abusaban y su cuerpo era lienzo en el que se mezclaban sangre y saliva. El llanto hacía hermosos surcos negros en su rostro. Su boca manoseada era ahora una ridícula imagen de colores: rimel, labial, saliva y sangre hacían de su rictus una máscara amorfa de humillación.

De pronto, el violento paseo de aquellas manos se detuvo con el sonido de unas palmas. El sacerdote del ritual oscuro, que se había mantenido alejado, demandaba ahora su turno. Sangre, sudor y lágrimas eran su mejor afrodisiaco.

Lento pero firme, avanzó hacia la mujer lacerada colocándose detrás de ella, y tomándola con una mano del cabello como sólo a un perro se le podría tratar, y con la otra separando sus nalgas, en salvaje ataque penetró contranatura hasta lo más hondo de sus entrañas. El grito de dolor fue silenciado con los de euforia de los espectadores que aguardaban ansiosos su turno en aquel festín podrido. Carroñeros en espera de que su líder se saciara de aquella ofrenda en sacrificio que gemía y lloraba. El acto fue rápido y brutal. Dientes en la nuca, uñas en los pechos. El orgasmo del anciano fue ruidoso, gutural, como de toro en celo.

delarosa-rodriguez02.jpgDespués de él, trece hombres más hicieron de aquel bulto desnudo lo que quisieron. La giraron, la golpearon. Con velas ardiendo y cigarros quemaron la piel oculta de Adriana. El látigo jamás durmió, dejando sólo breves intervalos para los más violentos instrumentos de tortura. Aquella noche, Adriana fue objeto de las más denigrantes vejaciones.

Al finalizar el ritual aquel, dos horas después, el cuerpo macilento, sangrante, en amorfa posición, tirado en el húmedo suelo del cuarto, ya solo, oscuro y en silencio, hacía su primer intento de levantarse. Tenía entumecidos todos los músculos. Pero debía salir. En dos horas más amanecería. De nuevo era lunes y en menos de tres horas, con los golpes disimulados bajo el maquillaje y sus lentes oscuros, debía llegar a la oficina porque después de todo, para Adriana, el trabajo siempre es antes que el amor.



Ilustraciones:
Said Dokins, Escuela Nacional de Artes Plásticas


Este texto resultó ganador del 1er Premio en el Concurso Nacional de Cuento Interuniversitario “Juan José Arreola” 2004, convocado por la Casa del Lago y la Dirección de Literatura de la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM. El jurado estuvo integrado por Víctor Cabrera, Mauricio Molina y Carlos Pineda.