No. 127/POESÍA

 
Agua en la memoria de junio



Carlos Ramírez Vuelvas
FACULTAD DE FILOSFÍA Y LETRAS, UNAM



ramirez-vuelvas01.jpgI

Qué me dicen las cosas
si corto es su nombre breve.
Se vuelven hacia mí con tantas manos
como si antes de tocarme supieran qué me duele.
Cada elemento de este cuarto me habla en el desierto.
No he de nombrar la tristeza de la fuente
ni he de llenar con sortilegios la palabra,
que sólo mana agua del poema
cuando rompe, labrada de cantera, la frente.
La cosa se arrepiente y deja en el vacío
todo lo que siento. Muerde palabra tu sitio inasible.
Canta para que de nuevo el mundo nos habite.
Que otros den su maldición o ennoblezcan lo que miran,
mía es la memoria de las cosas.
Ahora están vibrando.
ramirez-vuelvas02.jpg
II

Pueble de nuevo la fantasía la piel del mundo.
Que se llene otra vez de figuras fantasmales,
con la belleza arrogante de la terrible
y dulce mano de la naturaleza.
Puéblese el camino de música nocturna
porque sagrado es lo primitivo.
No importe la mirada del futuro
ni se nombre la memoria tras cristales.
En toda esencia de las cosas un Dios nos nombre,
que cada instante sea uno.
ramirez-vuelvas03.jpg
III

Ah los nombres olvidados en el recuerdo que soy.
Terrestre, terriblemente humano entre las calles,
me acostumbro a no dormir, a llenarme de todo lo que veo,
y no sentir la mesa sino lo que la mesa siente
y escuchar palabras en la ventana habitada por memorias,
penetrada siempre por estaciones y equinoccios.
Porque un día descubrí mi temor a la muerte, con un miedo de montaña,
como una palabra enorme aún no escrita.
Y siento mi corazón tan lleno de todo esto, tan plenamente humano,
que alza su mirada nocturna todos los días para salir de la ventana que soy.
Dejen ahí mi cuerpo, mi nombre. Denme el olvido y el silencio.
Sólo quiero un saludo de porcelana, un rumor ajeno de mariposa,
para levantarme siempre entre el ruido cotidiano.
ramirez-vuelvas04.jpg
IV

Veo pasar el tiempo con cierta sencillez de ajenjo,
con la tranquilidad del valle que respira.
Y no rindo tributo al aire que se pega con violencia a la piel
ni al sol que da su hálito caliente a la voz.
Verlo todo desde el puesto de quien vigila con los ojos apagados
sin temer a las calles ni a los hombres.
Abandonarse al paso de las horas sin esperanza,
ni caprichos de infortunio, ni el desasosiego escribiendo estas palabras.



Vramirez-vuelvas06.jpg

Que ya nada quiero decir escriban todos.
No me importan allá donde las noches se incendian
ni la poca voluntad del asesino.
Qué me dicen a mí los triunfantes, el laurel, los que progresan
escupiendo su franqueza en el vacío.
Qué a mí, señores de buena voluntad, el título del miedo.
Entiendan el crujir del vidrio en sus dientes cuando lean lo escrito.
Ya nada he de decir sino palabras mudas
sino lenguas sangrantes, detenidas en el filo de la lejanía.
Y sentirlo todo en el puño cerrado del corazón
y sentir con limitada voluntad
la vehemencia, lo anticipado, lo antiguo.
Y decirlo todo con una mano en la aorta y otra en la cava
y consentir el pulso y callarme y dormir.
ramirez-vuelvas05.jpg
VI

Quebrar la lira en las rodillas.
Ver cómo arde la infancia en el lago de la noche
o en la página arrugada del espejo en la pupila.
La muerte va diciendo en voz baja mi nombre,
todo aquello que no fue, que no es, que no ha sido.
Siente cómo se levanta la estatua cotidiana de la nada
cuando relincha una yegua en medio de la sien.
ramirez-vuelvas07.jpg Una hembra blanca, otra roja, allá la negra,
y tiemblan sus manos al tocar la frente viril que las desea.
Es la innombrable que nos pasa como pasa el sesgo
en el cuerpo de la planta, como un turbión de relámpagos
partiendo en mil pedazos este cielo.
Después a galope puro, a tambor violento hacerle frente,
combatir con fuego la danza frenética del día.
Cruzan hombres las aceras nubladas de los meses
y una estación sin dueño. Y en el calendario sucesivo
alguien mira en su pasado la sangre que delira
en las cuerdas de cobre y de diamante de la lira.

ramirez-vuelvas08.jpg


(Intermedio en el Pacífico)

Sentado sobre el farallón donde principia el mundo,
sobre el filón de dientes del mar,
viendo la inmensidad de la ola y la bahía,
el resplandor funesto de la sombra de sal.
Aquí, lejos del manglar, a lengua abierta
del corredor marino, bajo la amenaza del sol,
del estallido azul y del rencor violento del tropel del mar.
El tiempo muerto, la pulcritud del silencio
que recorre al trópioo en invierno.
Haber cantado antes con el colmillo del curricán
prendado a una efigie solar. Haber degustado
todo el acontecimiento de la fauna marina.
El mar inolvidable de la infancia, frenética embestida del que fui.
Ah el que vio anochecer con un dejo de fósforo en la playa.
El que nunca supo del tamaño del miedo, la ostra salina que es la piel,
el derredor lúgubre del estallido.
Y allá, en la orilla, el dedo índice de la nube
escribe un nombre que se parece al mío.
Un río que empieza en la premonición de la muerte
estremece mis pies.
Y vienen cormoranes y gaviotas trazando un aguacero de cristal sobre el cielo.
ramirez-vuelvas09.jpg
Las runas del mar son el aposento de la sal y el recuerdo,
dentro de la inmensidad azul que todavía la memoria no puede ahogar.
Y todas las reminiscencias de hembra que guardan las playas.
Por eso, cuando la marea baja, una mujer prepara té de albahaca
y los hombres descienden la frente en señal de luto.
Y el mar se arrepiente de no haber conocido nunca cuerpo de virgen.
La mar como una incisión amarga en la frente de los niños.
Los peces de calor que crecen en el trópico
lamentando su pasmosa densidad de agua sexual.
Y cómo se anticipa el olor salobre de los barcos,
el dolor herrumbre de las pequeñas barcas, de los navíos enormes que habitan
lentamente la piel del agua como tatuajes en la bahía.
Y la vela que atiende el sentido del viento,
como una larga cabellera expuesta en las palmeras,
que aprende el ritmo norte y el vaivén repentino de la soledad.
Cómo no llorar entonces, cómo no recurrir al nombre de una mujer amada,
al cuerpo que una noche fue tormenta en nuestro mar,
a la palabra que no se ha dicho y está ahí, flotando como un presentimiento de
    muerte.
Y pensar que la nostalgia es una canción aprendida por los marineros antes de
    nacer,
o una mancha de aceite, la invocación de las ancianas sobre las sábanas de la
    playa,
entre dunas de oro que un dios benigno puso en la manifestación del llanto.
Y nuevamente el mar sobre la arcilla, sobre el resto de los cocoteros
y en el sudor de los hombres confiados a bien morir.
La insondable soledad recorre nuestros pies
en busca de aquellas piernas de adolescente.
El silencio de la bahía como una costumbre de velorio.
Nuevamente cormoranes cruzan los mares del sur
para escribir por siempre la luz del asfódelo.
La flor del trópico en la boca es la pluma de otra ave
que también ahora llamaremos desasosiego.
ramirez-vuelvas10.jpg



VII

Antes de conocer el mar y la espina,
mucho antes de muchachas doradas en la playa,
el cardo en las rodillas me nombraba.
Me llamaba la sentencia, el hálito del látigo,
una estatua de sangre para guardar por siempre los nombres de mis padres.
Ahí quede constancia, ahora que no tengo,
la sala, los rincones, la guitarra.
Ahora que me duermo en el remordimiento enfurecido de la mar,
el aire anticipado de flores por el suelo,
descanse en paz el amarillo letal de los enfermos.
ramirez-vuelvas11.jpg
VIII

El niño ahogado por la gritería.
La falda de tabaco de una niña.
Una sonrisa de cristal quebrando contra sí a la alegría.
Se ciñe a la cabeza una guirnalda.
Al niño lo cobija el sauce, los árboles del llanto.
El mar resplandece a sus espaldas,
iluminando aquel temor a tantas olas.
El grito de su nombre se disipa.
Hay nueve años en el libro que no abre
cuando empieza a correr contra la infancia.
Cabe en sus mejillas el sonido marítimo, casi natal,
que huele a la entrepierna femenina.
Pero palomas degolladas tiñen de púrpura la mar.
Y se muestra otra vez la hembra
luciendo su estrella bajo la sal de la memoria,
la herida que es el nombre de la infancia, la leche,
la página en blanco del poema.
ramirez-vuelvas12.jpg
IX

En el color sagrado de la cebolla,
en su aroma distante penetrando la cocina,
tormentoso lago de perla,
la cacerola y el aceite, el azúcar de las manos,
la sopa dulce, el rojo corredor
en donde cuelgan las vísceras de los abuelos.
Y otra vez la infancia tiene nombre:
ahora la llamaremos desasosiego.



X

Pero ella llegó dieciséis veces y aprendí a nombrar el fuego.
Vestida con arenas que no conozco, con canciones lejanas aprendidas hace         tiempo.
Dentro del rubí como en el pecho se resolvieron de pronto otros poemas.
Pero ella llegó a la edad del marfil, en el tiempo de la histeria,
para marcar por siempre con lengua fidedigna cada sombra mía,
cada paso oracular en mi espalda. Rozan sus pezones altos la boca del aullido
y afuera están lloviendo poemas como estrellas.
ramirez-vuelvas13.jpg
XI

Entre los libros y la televisión, la muerte.
Qué golpe blanco entre los dientes se soporta
de lanzar su puño como Dios la risotada.
Vestida de ataúdes que no conozco, de fúnebres cristales
en lágrimas y flores, en peceras, la muerte.
Como un bastión de agua y lodo en el baño de casa,
entre sombras desconocidas, parajes nunca vistos,
el dolor de cinco años en un cuerpo ajeno al mío.
Es la fiebre, dicen, cortando la garganta diario.
Detrás, en un cuadro, con hermosos trajes rojos,
con camisas doradas, con estaños y abrigos, envuelto en el bromuro
de música de piano, el niño viendo morir sus días de llanto,
leyendo aquellos libros, descifrando aquella nada para siempre.
ramirez-vuelvas14.jpg
XII

El día sobresale con su violencia gris, con el zumbido negro
del humo que es el tiempo calcinado.
Sobrevive y sale de su caja de oro,
antes guardado en el pecho nocturno como un sueño verde,
como agua y ausencia en soledad de terremoto.
Está pariendo el alba al día y hay restos de sangre en las calles de diez años.
Ahora reconozco este dolor, esta piedra manchada por mi sombra.
Cantado de memoria tu nombre que no sé cómo nombrar, infancia,
viene gravitando entre paredes, entre rumores
de mirtos y azucenas muertas, entre vendas fantásticas en mis pies.
Y cada golpe de la aurora
llega gimiendo como una madre llorando por su madre,
como un acontecimiento sin sentido, como premonición de tiempo muerto,
es el ruido tierno de la roca golpeada por la ola.



XIII

Qué signo hace el dedo del sol en la mañana
Qué muertes entierro cada noche, en cada sombra conocida
Qué eslabón cierro cuando abro una ventana
Qué magnifico dolor siempre aguarda, tiempo inverso en la creciente del río
Qué rumor hace el lápiz con que escribo
Qué me dicen la mesa y la silla, la taza
Y qué forma de partir hacia la nada nunca he dicho
Cómo diré que tu nombre cabe en un oído
Cómo no decir que adolece el que ha crecido.

ramirez-vuelvas15.jpg



Ilutraciones:
Jarumi Dávila, Escuela Nacional de Artes Plásticas