No. 142/CRÓNICA

 
Crónica de un andariego


Raúl Gerardo Orrantia

FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS, UNAM

 

 

En mi infancia fueron las lecturas maternas de Los viajes de Gulliver y de La isla del tesoro en versiones infantiles. Años después descubriría mi gusto por películas de acción y aventuras: nunca olvidaré la serie de Indiana Jones. Recuerdo además que mi padre me hablaba de un tal Gérard d’Aboville, quien en 1981 atravesara remando el Atlántico, y de Stéphane Peyron, cuya hazaña fue la misma, diferenciada únicamente por el empleo de una tabla con vela móvil. No hace mucho tiempo descubrí, entre libros de contabilidad y finazas, La odisea, y aunque todos conocemos la historia de antemano, leerla fue una experiencia inolvidable. Así fue cómo el gusto por los hombres aventureros y decididos se asentó en mí profundamente. Por las mismas razones me enteré de la existencia de un hombre llamado Evodio Frausto Valera, nacido en León, Guanajuato, que hiciera la proeza de recorrer a pie 21 000 kilómetros para llegar de Tijuana a Buenos Aires. He aquí los hechos.   

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En 1939, acompañado por un amigo, Evodio Frausto Valera se trasladó a Baja California con la idea de enrolarse en el ejército francés; sin embargo, no fue aceptado. Sin trabajo ni dinero, decidió caminar hacia el sur, siempre hacia el sur, hasta llegar a Argentina.Su amigo no compartía la idea y al anochecer del 25 de febrero de 1940 se despidieron, deseándose buena suerte: Evodio había comenzado su odisea. El escaso equipaje consistía en un ánfora con agua, café molido, sal, carne seca, algunas latas, una manta, pistola y carabina, sin olvidar la cámara fotográfica. Tardó nueve días en llegar de Tijuana a Mexicali; y de allí a Sonoíta, Sonora, otros diez más. Pasó por Magdalena, Hermosillo, Guaymas, Obregón, Los Mochis, hasta pisar la bella Mazatlán. En esta ciudad ya se comentaba algo acerca del aventurero, y fue recibido por el famoso pistolero Valdés, mejor conocido como El Gitano. Tras algunos días de trabajo, pues debía recaudar fondos, dejó Mazatlán. En Nayarit convivió con los coras y los tepehuanes; en Guadalajara descubrió que los periódicos publicaban crónicas de su incipiente gesta. Una vez en el Distrito Federal, abordó el tren con rumbo a Tierra Blanca, Veracruz. Días después conocería Tabasco, Campeche y Yucatán. En Quintana Roo se adentró en la selva de Kobak dispuesto a dejar el país, pero en Santa Cruz Chico, cerca de un cocotero, contrajo paludismo. Ocho meses debieron transcurrir para que se curara, sin ayuda de ninguna medicina, asistido únicamente por los oriundos. Finalmente salió del país por el pueblo de Consejo y se internó en Belice. Un año y dos meses habían pasado desde la partida en Tijuana: su fuerza física, su serenidad en momentos de completa desolación y su inquebrantable ánimo no mostraban rasgos de agotamiento, sino al contrario, siempre estaba listo para continuar la caminata.

En Guatemala fue detenido y encarcelado dos días. Tras ser verificada la historia que Evodio contaba a los guardias, fue llevado ante el entonces presidente de la república Jorge Ubico, quien lo liberó inmediatamente, deseándole la mejor de las suertes. No obstante, la historia se repetiría: en Honduras fue detenido, encarcelado dos días y una vez más fue liberado por el presidente, en este caso Carías Andino. Tiempo más tarde llegaría a León, Nicaragua, donde en un asilo siquiátrico conoció a la hermana del celebérrimo escritor Rubén Darío. Estuvo, asimismo, unos días en Costa Rica, en la hacienda del otrora gobernador de Tabasco Garrido Canabal. En el trayecto a Panamá, al atravesar el Cerro de la Muerte, unos bandidos le despojaron de la carabina y la pistola. Las autoridades estadounidenses permitieron que Evodio cruzara el canal y, además, le regresaron las armas que le habían sido robadas. El 15 de enero de 1942 pisó tierras colombianas. Frente a él se extendía la impenetrable cordillera del Darién; sin embargo, el valiente Evodio Frausto Valera no dudó en atravesarla. El primer intento fue fallido, pues enfermó de malaria cuando cruzaba el río Bayano y tuvo que esperar dos meses para intentarlo otra vez, con buenos resultados. Arribó a Guala, localidad donde no se habla el español y, según la costumbre, debió superar la prueba de permanecer tres días sin entrar a la comunidad. Aprobado el examen, se abasteció de lo necesario y al día siguiente continuó la travesía. Amistosamente, los nativos eligieron dos hombres para que acompañaran a Evodio, pero éstos tenían la orden de desorientarlo para que no llegara al océano Pacífico, sino al Atlántico. Mas nuestro amigo no era hombre confianzudo y con pistola en mano les hizo ver su error. Seis días después estaba en la ruta correcta.

Una vez solo, agobiado por las calamidades del clima y del cansancio, divisó desde la cumbre de una montaña el archipiélago de San Blas. Inició el descenso: siete horas de caminata para regresar al mismo sitio donde había empezado, ¡estaba perdido! La exuberante vegetación no dejaba ver el horizonte; debía abrirse camino entre la espesura; el agua se había acabado; no quedaba un solo pedazo de comida. Tranquilo, como era su proceder, decidió dormir para recuperar energías e intentarlo a la mañana siguiente. Tampoco aquel día halló la salida. No le preocupaba, sin embargo, partir de allí, sino encontrar alimento y agua. Comió hojas y raíces para calmar el hambre, masticó todo en busca de líquidos, su boca estaba seca y pastosa; en aquel delirio perdió el conocimiento. Al despertar, como una bendición, halló algunas palmeras con cocos. Bebió y comió hasta saciarse, pero la salida aún estaba oculta. Un día más necesitó para descubrir campos de cultivo, señal inequívoca de la proximidad de la población. Aquel lugar era Alicantí. Las autoridades, gente amable, lo pasearon por todo el archipiélago y lo acompañaron hasta Puerto Valdía. En el viaje conoció Santa Martha, lugar donde descansan los restos de Simón Bolívar; Cartagena, Medellín y Bogotá. Quince días permaneció en la capital antes de retomar la caminata. La primera población ecuatorial en pisar fue Tulcán. De nada sirvieron las advertencias, pues Evodio avanzó por los helados páramos y días después llegó a Quito. De allí se trasladó a Guayaquil, cruzando el Chimborazo. Del frío pasó al calor del trópico: allí donde el sol levanta ámpulas y se pega a la piel como sanguijuela para chupar toda el agua del cuerpo. En estas condi- ciones tenía que caminar, siempre caminar, si es que deseaba conocer Perú. Hubo de andar por las noches y descansar en las mañanas. Tardó un mes y quince días en llegar a Lima. En la capital pudo reponerse y asearse. Una vez recuperadas las energías, retomó el viaje y comenzó el ascenso a los Andes.

No cabe duda de que Evodio Frausto Valera tenía un sólido espíritu aventurero. ¿Cuántas cosas había visto en el camino?, ¿qué pensamientos pasaban por su mente en aquellos interminables momentos de soledad? Conocía ya el helado viento, el insoportable calor del trópico, mas le faltaba la nieve, asesina sigilosa.

orrantia2.jpg Y no le importó que la nieve le cubriera las rodillas, caminó y caminó. Sin embargo, el clima era más duro de lo que creía: a poco menos de medio kilómetro del campamento Morococha, Valera cayó inconsciente. Pero la suerte una vez más estaba de su lado. Desde lejos, William B. Chaaf se había percatado de todo y fue en su auxilio. Él, un fortachón canadiense, era el jefe del campamento. Evodio nunca imaginó que ese hombre fuera el mismo que él ayudara años atrás, cuando era policía en el Puerto de Veracruz. El canadiense, en ese entonces muy pobre, recogía colillas de cigarro en el parque. Conmovido por tal suerte, Valera le ayudó económicamente durante varias jornadas hasta que, un día, William desapareció. Y fue por ello que el ahora jefe del campamento no dejó ir a Valera sin que antes aceptara 1 500 soles. Perturbados por los tejes de la vida, los viejos amigos se despidieron. Veinte días tardó en llegar al Cuaco, donde conocería al otrora cantante José Mojica, que se hallaba en el convento franciscano de La Recolecta, uno de los más humildes del país. Tras sendas confesiones de sus soledades, Evodio se dirigió a Machu Picchu. Después llegó a Copacabana, primera ciudad de Bolivia; nueve días más tarde arribó a La Paz. Allí conversó con el presidente de la república, el coronel Villarroel, quien lo recibió amablemente. El 12 de diciembre de 1944 abandonó La Paz con rumbo a Ururu, donde vivió dos días junto a los mineros de las empresas estadounidenses. Evodio quedó pasmado y triste al observar las condiciones inhumanas en las que vivían los trabajadores. La Navidad de aquel año la pasó en Cochabamba, en compañía de dos ingenieros mexicanos encargados de construir una presa. Conoció, asimismo, Santa Cruz y San José de Chiquitos. Llegó a Roboré enfermo de paludismo, por lo que debió descansar seis días bajo el cuidado de un médico militar. De allí lo llevaron hasta Puerto Suárez, a orillas del río Paraguay, frontera con Brasil. Una vez en este país, caminó por Columba, Puerto Esperanza y Campo Grande. En este último punto conoció a los buscadores de diamantes, con quienes convivió y trabajó durante seis días. Uno de ellos le obsequió un pequeño diamante que Evodio habría de vender tiempo después obligado por la situación económica. Tardó un mes y catorce días en llegar a Sao Paulo en condiciones deplorables. Fue en esta ciudad donde más entrevistas le hicieron y donde le ofrecieron más banquetes y ditirambos. Con mucha pena, pues este lugar le había fascinado, se dirigió a Río de Janeiro, cuyo recibimiento no fue menos espectacular. Allí permaneció un tiempo y luego regresó a Puerto Esperanza.

Ya en Paraguay, el primer sitio que visitó fue Puer­to Guaraní. Doce días demoró en llegar a Asunción, donde fue acogido por el presidente Moriñigo, quien lo invitó a un paseo en avión por todo el país. Aban­do­nó Paraguay por Encarnación y arribó a Posada Mi­siones, tierra argentina. ¡Final­men­te, des­pués de cin­co años y tres meses desde aquel día en que salió de Ti­jua­na, Evodio Frausto Valera caminó por Buenos Ai­res!

El tiempo pasó. Evodio se esta­ble­ció en Argentina: había conseguido un em­pleo y vivía bien, pero una no­ticia en el periódico despertó su es­­pí­ritu. Un grupo de ex­plo­radores es­calaría el Aconcagua. De­cidió par­ti­ci­par en la expedición, mas a última hora todo se can­ce­ló. Sin em­bar­go, ya en las faldas del Aconcagua, se enteró de que un grupo militar ha­­bía as­cendido en bus­ca de los cuer­pos de los esposos Link, in­tré­pi­dos alpi­nis­tas falle­ci­dos en la ci­­ma, y resol­vió alcan­zar­los. El mayor Ugarte só­lo le per­mitió su­bir hasta Ni­do de Cón­dores, a 5 500 metros. Re­gresó con­tento a Buenos Ai­­res, al trabajo. Ar­gentina le había gustado y tal vez allí se hubiera quedado si no hubiese reci­bi­do la no­ti­cia de que su madre se hallaba enferma.

El 5 de ma­yo de 1946 zarpó rum­bo a Mé­xico. Un mes y cator­ce días des­pués, Va­le­ra de­sem­bar­có en Tampico.

Aquí termina la aventura de un Odiseo mexicano, nacido con alma de acero. Muchos ya habrán escu­cha­do esta proeza; los menos, como yo, no estaban ente­ra­dos. O tal vez me equivoque y sea al revés, pues no faltan los incrédulos, cuya lista empieza con mis ami­gos. Para aquellos pocos que tengan duda e inte­rés no deben ir a ningún museo o panteón, sino al viejo de­partamento del señor Francisco Bustos Zagal, allá en Tlalnepantla. Ahí, en un desgastado armario, junto con algunos pasaportes suyos, donde seguramente es el me­jor lugar para un intrépido mexicano, des­can­san las casi olvidadas cenizas de Evodio Frausto Vale­ra, muer­to en la Ciudad de México el 19 de julio de 2000.