Allí van los tres: el juglar y su mujer, seguramente una juglaresa, con su hijo que será un juglar; en medio de un camino desierto o con árboles, pero desierto de hombres. Seguramente les va bien pues no todo juglar dispone de un burro o de animal de carga. Es un lujo. Van con el miedo de que se aparezca en el camino algún salteador, o de llegar a un pueblo con la peste negra, o de que sea el último viaje. En el siguiente pueblo esperan agradar a todos con sus bailes, cantos, noticias, chistes, remedos de animales y de clérigos y con sus mofas prudentes e imprudentes; se desnudará el juglar frente a la iglesia para hacer algún chiste obsceno, y los monjes le llamarán demonio. Esperando, siempre esperando, acabar borracho en la taberna… y no acabar solo y enjitomatado.
Los juglares varios
La juglaría es una de las manifestaciones teatrales más importantes de la Edad Media. Hoy mucha gente tiene la visión del juglar ubicada en el estereotipo, cercana más al trovador que al propio juglar. Es difícil hallar los límites entre ambos, pero existen.
El cliché del juglar es el del mensajero errante que viaja con un instrumento de cuerda,* y que canta mensajes, nuevos acontecimientos y hazañas de héroes en verso (cantares de gesta), de villa en villa, para el deleite del público. Aunque esta descripción corresponde más al trovador medieval, el juglar hacía todo esto, mas no solamente.
Es común también que se le vea como a un actor vagabundo y harapiento que se gana la vida con miles de artes escénicas, unas un poco torpes, otras más dominadas. ¿Y los juglares del rey y de los clérigos? ¿Y los juglares que con tanto dinero ganado no se lo gastaban en el antro sino que se compraban casas? El cliché del juglar lo pone en la plaza pública y no en la boda del noble, ni en el templo, escondido, con careta de obispo.
Existía toda clase de juglares como hoy hay tipos de actores. Y no a todo aquel con un desempeño parecido al del juglar se le llamaba juglar. Generalmente los investigadores los dividen en dos clases: los aceptados por la Iglesia y por los moralistas, y los que no, los no permitidos. Algo es claro: en un principio la juglaría era un arte noble, sin nociones de bajeza profana. Era un arte culto. En 1274, en la “Suplicatió al rey de Castela per lo nom dels juglars”, dirigida a Alfonso X el Sabio, Girardo Riquier lamenta:
[…] que se llame juglar al que hace juegos con monos y títeres, o al que con poco saber toca un instrumento cantando por plazas o calles ante gentes bajas y corre enseguida a la taberna a gastar lo poco que gana, sin que ose nunca presentarse en una corte noble. La juglaría no es esto pues es inventada por hombres doctos y entendidos para poner a los buenos en camino de alegría y honor.1
Hay que tener cuidado con su clasificación porque hay numerosas manifestaciones teatrales en la Edad Media a las que podría llamárseles juglarescas. Es claro que éstas son artes menores que la del juglar, “tipos afines”, como les llama Menéndez Pidal, pues el adjetivo que quedó al fin y al cabo, sea despectivo o bueno, es el de juglar. “[…] el antiguo nombre de ‘juglar’ quedó como sinónimo de ‘chocarrero que trata y habla siempre de burlas’ o como truhán vagabundo y de mala vida’[…].”2 Al final, el pueblo parece haberle ganado el juglar a la nobleza. Aunque fue de todos, la vida del juglar en el pueblo se hizo, valga la redundancia, más popular. Es ahí donde está más presente el humor.
Me dedicaré, pues, exclusivamente al humor del juglar de la calle, el que andaba de pueblo en pueblo, que puede ser el mismo que el que visita la casa del noble. Es cuestión de ventas. No se le puede dar lo mismo al pueblo que al noble. El juglar no ofrecía el mismo espectáculo a las distintas clases. El juglar palaciego provocaba placeres más eruditos, aunque siempre cabe la risa mala leche. “[…] en las cortes de los grandes […] [los juglares] dicen denuestos e ignominias de los ausentes para agradar a los demás.”3 Es más, el juglar palaciego es génesis del otro, pues esta figura aparece primero en la corte (por algo se queja Girardo Riquier con Alfonso X el Sabio). Así como el drama litúrgico sale de la iglesia para popularizarse y convertirse en juegos medievales y otros eventos, el juglar sale del palacio. Si antes viajaba de palacio en palacio, ahora viaja de pueblo en pueblo con características más lúdicas. Podríamos decir que más ricas y más atractivas, aunque un poco grotescas. “La distancia entre ambos tipos (el juglar cortesano errante y el juglar común) sólo se acorta cuando el cantor cortesano pierde el favor de la corte y tiene que encontrar a su público por las esquinas de las calles, en las posadas y en las ferias.”4
Dios dio al Papa y el diablo al juglar**
Segreres, remedadores, bufones, juglaresas o juglaras, soldaderas, ciegos, zaharrones, sotis, cazurros, caballeros salvajes, clérigos juglares, entre muchas otras, son algunas de las manifestaciones juglarescas de las que se tiene mención, en las que sólo el bufón y el trovador asemejan al juglar en popularidad. Muchos creen que las mujeres no practicaban esta actividad pero tal parece que sí. Las soldaderas, por ejemplo, no sólo actuaban y bailaban sino que también ofrecían servicios carnales. Los otros tienen una característica común con el juglar, que es la burla.
La risa, don —o mal— que Dios —o, más bien, el Demonio— le dio a los hombres —y parece que a las hienas— es una sensación, una emoción difícil de provocar al espectador. El actor, cuando hace reír al público, rezuma en el cuerpo una dosis de alegría combinada con extatismo y vanidad que obliga al vértigo de provocar más. No desea que esas risas acaben nunca. La risa del público induce en el actor la seguridad, el sentirse maravilloso y, por un momento, omnipotente. Es la risa una de las tantas manifestaciones de la atención y del deleite del público en el número teatral (cuando ése es el objetivo del espectáculo).
Pero la risa es profana. “[…] del latín: pro-fanum: el lugar delante del templo.”5 En el ritual religioso, por lo menos en el cristiano —que es del que hablaré en este ensayo por su condición antitética con el juglar—, no se vale la risa. Pero el juglar sí se puede reír de lo religioso. La risa es propia del teatro y de todo arte que tenga que ver con la lírica en la Edad Media. Y todo teatro, lo que debe llamarse teatro, ha abandonado el sitio del templo religioso o sus leyes, es profano. El juglar es profano; la risa que provocaba lo es, por eso se le persiguió tanto.
“La religión y el humor son incompatibles”,6 pero a pesar de esta naturaleza, son hijos uno del otro. Existe cierta interdependencia simbiótica. Si la risa es profana tuvo que haber sido sagrada en un principio, para haber sido profanada; es decir, para que lo sagrado saliera del templo. Hay muchas noticias de la relación de juglares con clérigos: la entrada de lo profano a la iglesia, aunque suene contradictorio. Y si los juglares no iban a la Iglesia, los clérigos iban a la calle a buscarlos. Claro ejemplo es el del Arcipreste de Hita, quien “[…] legó su Libro a todos los juglares que quisieran recitarlo, permitiéndoles expresamente cortar y añadir a su antojo”.7 Aunque no es el único, el Libro del Buen Amor es un claro ejemplo de manifestaciones juglarescas. Obviamente, esto era mal visto.
El juglar, de naturaleza nómada, dionisiaca, se desplaza, informa y sobre todo divierte. Eso es lo que la gente deseaba cuando aparecía el juglar, darle a su vida ordinaria un momento de extraordinario éxtasis teatral. El juglar busca en el humor —un humor hosco, hostil, agreste, tosco, impulsivo, loco y grosero— un fin propio. El juglar es su propia burla, es el claro ejemplo de que el cuerpo es el único instrumento de trabajo del actor. El juglar hace ludibrio de sí misino, y al hacerlo se mofa de todos. Nada de lo que dice tendría gracia, interés en el público, si no fuera por esa cantidad de humor. La información viajaba con el humor, con el ingenio; es publicidad viva. La solemnidad no tendría ningún interés para el pueblo.
Satisfacemos las desgracias con la burla. Hay dos versiones de la desgracia: o le burlas o le lloras; depende de cómo se cuente. El cómo se hace el arte es un arte. No todos encuentran la satisfacción en el público. Parece que el juglar sí lo hacía muy a menudo. El juglar explota lo que da. Es un humor extremado, obsceno, que hoy tomaríamos como de mal gusto. Nada existiría del juglar sin el paroxismo de su humor, sin la locura, sin el extremo histriónico.
Me estoy metiendo en el submundo del feudo, la parte agresiva de las calles medievales. Un mundo fanático religioso donde el juglar esperaba cualquier reacción del público: ser admirado o ser abucheado. De cualquier forma, verlo de fuera sería un espectáculo gracioso, pues como dice Henri Bergson “no se saborearía lo cómico si se sintiera uno aislado”.8 Es decir, que seguramente habría una opinión compartida.
No quiero encerrar al juglar en la burla. Es más, estamos en una época donde lo cómico y lo trágico no se encuentran separados; de ahí la riqueza de la satirización de las cosas. El humor ácido. El humor, como dice Octavio Paz, “convierte en ambiguo todo lo que toca.”9 Y es cierto, hay veces que uno no sabe si reír o no. El humor no es simple.
¿Qué buscaba el público de los pueblos visitados por el juglar? ¿Qué humor? Creo que la clave está en lo obsceno. Y es lo obsceno otro rasgo profanatorio. El juglar está lleno de ellos. La obscenidad que puede crear el cuerpo es ilimitada, y más para unas sociedades medievales tan restringidas, reprimidas por la iglesia. Lo reprimido, como es bien sabido, es lo más deseado, y cuando aparece se convierte en risa: una risa de pudor, de “así es mi vecino”, o de “igualito a mi suegra”. “No hay nada cómico fuera de lo que es propiamente humano […]. Nos reiremos de un animal, pero porque en él habremos sorprendido una actitud propia del hombre o una expresión humana.”10 Sin embargo, el humor de este tipo de burlas no se halla en la identificación. “Yo no me comporto tan tontamente como un juglar”, podría pensar el espectador. Podría pensar que otros eran así pero no él. El reírse de alguien no nos identifica con el burlado sino con el burlador. Lo obsceno es por naturaleza violento. Así se nos presenta. Y es también un tanto repulsivo. No es una característica de la belleza. Lo obsceno, por su naturaleza escatológica, pornográfica, es del vulgo; es vulgar. El humor del juglar es un humor vulgar: del vulgo y para el vulgo. Y con el vulgo.
En lo obsceno no encontramos la vulgaridad dicha por ser simplemente vulgar, sino porque en ella hallamos la osadía, la rebeldía que es constante del artista. Una rebeldía contra un status, contra el Estado y la Iglesia. El juglar es continuación, intermedio y génesis del artista que se rebela y que es callado por aquellos a quienes no les conviene que se conozca cierta información, ciertas noticias de la corte o de la Iglesia, que llegaban a todas partes gracias al juglar. El artista como medio de comunicación, como revelador de cosas que el pueblo común no se atrevería a decir. El escenario ha sido, valga la redundancia, escenario de enfrentamiento social, a veces panfletario, otras con calidad artística, con humor complejo.
Me hubiera gustado describir esto así de vulgar, imbuido en el ambiente de la época: la Edad Media está llena de insalubridad. Entre sus calles, entre los cuerpos de las mujeres y de los hombres, entre los animales que cerca del hombre le llenan de parásitos. Incluso la misma nobleza tenía esas características, un poco enmascaradas por el recato. En ese ambiente crecieron los juglares que evolucionaron y perdieron el nombre para transformarse en otro tipo de actores. Los que vienen. Está otra vez el juglar, que se va con la esperanza de muchas dotes. Caerán miles de paños, unas cuantas toneladas de cebada, una noche de tragos invitada por el tabernero, una comida convidada por la dama de la casa, una borrachera deliciosa, y seguirá la fiesta otro rato si el juglar ha sido bien dotado y “cuanto mejor fuera el juglar tanto mejor comía”.11 Y s¡ no, era abucheado, agredido a jitomatazos, y sin comida se iba o le robaban en el camino todo lo que había ganado. Ahí creció el juglar: en un humor grosero y arisco, un humor de la calle que para delectación de la historia del teatro es el qué más riqueza teatral le ha aportado. A pesar de que en todas las etapas de su vida, el teatro ha hallado cabida en las grandes producciones, casi siempre han sido rescatadas sus formas más simples, que son las herramientas primeras del actor: la palabra y el cuerpo, y su mente que rescata de la imaginación todo aquello por lo que lucha social y artísticamente. El teatro de la burguesía, hoy podríamos llamarle teatro capitalista, siempre será respetado y a él asistirá la gente bonita de la época, pero nunca tendrá nada que ver con el teatro hecho para las minorías que en realidad ya son mayorías, y que con toda su ingenuidad sobre las reglas del espectador asistirá a la ficción como a un regalo, como a un evento que no se repite todos los días como sucede en las grandes ciudades donde largas temporadas sustentan la fama. El teatro en nuestros días, en nuestras ciudades, ha perdido en mucho ese carácter eventual, pero siempre habrá quien lo considere así. El teatro es un acontecimiento que está hecho para todas las clases sociales pero que en la calle parece haber encontrado sus máximos exponentes. Esos relegados por la sociedad gobernante, pero esperados por el pueblo que siempre aguarda algo de mágico en sus vidas. No saben que el actor también los espera.
Bueno. “El romanz es leído/ dadnos el vino”.***12
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Dibujos de Said Emmanuel Dokins Milián, Escuela Nacional de Artes Plásticas
*Una vihuela, cítara o lira, comúnmente, aunque el Arcipreste de Hita nos mencione más: guitarra morisca, guitarra latina, laúd, medio canon, arpa, rabé, sinfonía o zamfoña, salterio, baldosa, bandurria, dulcemel, entre los de cuerdas. Entre los de viento: la axabeba, los albogues, el albogón, el añafil morisco, la trompa, la gaita; y los de percusión: atambor, tamborete, atabla, panderete, entre otros. Del Libro de Buen Amor, del Arcipreste de Hita. c. 1227-1234.
** En Andrei Rubliov, película dirigida y escrita por Andrei Tarkovsky, esta frase entrecomillada se la dice un monje a otro, mientras ve a un juglar que ofrece su espectáculo a la gente de una cabaña que les dio refugio de la lluvia. Cuando acaban la lluvia y el espectáculo unos soldados se llevan al juglar como delincuente.
*** Pedir vino era la fórmula juglaresca para pedir paga.
1 Menéndez Pidal, Ramón. Poesía juglaresca y juglares. Ed. Austral. España, 1962. p. 18.
2 Ibídem, p 23.
3 Menéndez Pidal, Ramón. Poesía juglaresca y de juglares. Centro de estudios históricos. Madrid, 1924, pp. 112-113.
4 Hauser, Arnold. Historia social de la literatura y el arte. Tomo 1. Ed. Debate. España, 1998. p. 196.
5 Kundera, Milan. Los testamentos traicionados. Ed. Tusquets. México, 1994. p. 17.
6 Ibídem. p. 17.
7 Alatorre, Antonio. Los 1001 años de la lengua española. Fondo de Cultura Económica. México, 2000. p. 131.
8 Bergson, Henri. La risa. Ed. Austral. España, 1973. p. 16.
9 Kundera, Milan. Op. cit. P. 13.
10 Bergson, Henri. Op. cit. Pp. 14-15.
11 Alatorre, Antonio. Op. cit. p. 116.
12 Ibídem. p. 119
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