Yo soy feliz aquí con mis muertitos; es más, en mi casa ni me hallo. En serio, si no, ya me hubiera jubilado. Juan Cobarrubias Torres lleva treinta y seis años trabajando para la UNAM, los últimos diez en el servicio forense de Ciudad Universitaria. Juanito pues, para la banda.
Empezó junto con varios de sus compañeros como trabajador de intendencia en el Hospital General. Desde el principio estuvo en contacto con cadáveres, y más adelante se le hizo el ofrecimiento, al igual que a todos los que tenían la secundaria terminada, de recibir una capacitación y someterse a un examen de conocimientos generales para obtener el grado de forense. Vas a trabajar menos y te van a pagar más. ¿Sólo por estar con muertos? Yo le entro.
Hoy, como todos los días, Juanito sale de su casa en Taxqueña a las 6:15 de la mañana. En cuanto se instala en el quinto piso del edificio “B” empieza a sacar a los muertos de los contenedores de aluminio ubicados a las orillas del aula de disección que será utilizada para la primera clase. El trabajo se divide entre los compañeros que comparten el turno: siete en la mañana y cuatro en la tarde, además de otros dos y el chofer, que están en el anfiteatro. Los muertos que Juanito o alguno de sus colegas coloca en las mesas son utilizados para la clase de anatomía de los que cursan el primer año en la licenciatura de médico cirujano. El primer día de clases hay alumnos que se desmayan o que vomitan, ya después se van acostumbrando.
Al cruzar la puerta para ingresar al pasillo de las salas de disección el olor a fenol (ácido fénico) penetra violentamente la nariz amenazando con quedarse ahí aún un par de horas después de haber abandonado el recinto. Claro que Juanito ya está acostumbrado. Es para hidratar la piel de los cuerpos y que se pongan así, suavecitos. Toca la pierna de un cadáver que se sume como esponja bajo la presión. Si se secan ya no sirven. Además, ahuyenta a los bichos. Si te fijas, aquí no hay un solo insecto.
Juanito reacomoda los cuerpos de una clase que se canceló; los devuelve a los sarcófagos temporales, dos en cada uno. Antes de levantar las mesas limpia los restos de piel y los deposita en un contenedor aparte. Después, con la sonrisa de un mago que no se cansa de sacar al conejo del sombrero en las fiestas infantiles, pasa al aula de enfrente y empieza a deslizar a la luz otros cadáveres. Los de la siguiente clase no tardan en llegar; es más, ya uno que otro se va asomando por ahí y por la puerta atraviesan cada vez más murmullos que acompañan el plat plat de las mesas de aluminio recibiendo el peso de los muertos.
Los cadáveres que llegan a la Universidad son prestados por distintas instituciones: el Servicio Médico Forense (Semefo), algunas casas de protección social y varios hospitales. Si un cuerpo no es reclamado, entonces lo mandan aquí. Juanito abre el primer contenedor. Ésta es una viejita y la mandó una casa de protección social, un asilo. Seguramente está aquí por muerte natural. Éste tiene golpes. Mira, aquí se ven. Lo mandó el Semefo, que es el que más nos presta. Probablemente estuvo en un accidente o lo mataron.
Cuando llegan, los cadáveres no han sido sometidos a ningún tratamiento. Aquí los forenses los preparan inyectándoles alcohol y formol para que puedan conservarse hasta que sean requeridos. Se les corta el pelo y las uñas, y luego se colocan en bolsas o contenedores con fenol al dos por ciento. En el anfiteatro, que se encuentra en la parte de abajo del edificio, tienen almacenados más de cien cadáveres. Ahí, en el quinto piso, hay aproximadamente otros ciento cuarenta.
Los encargados llegan todos los días en una camioneta con más cuerpos. Alejandro González los recibe. Él es uno de los auxiliares forenses asignados al anfiteatro y lleva tres años trabajando ahí formalmente, aunque ya conocía el lugar desde niño. A partir de los dieciséis (ahora tiene veinte) ha pasado mucho tiempo ahí aprendiendo de su abuelo, don Simón. Ahorita tenemos adentro cuatro cadáveres frescos. Ahora yo hago todo el trabajo que hacía mi abuelo: los embalsamo, aparte de conservar el material biológico.
Al fondo del anfiteatro, Alejandro tiene acomodadas las tinas donde están los cadáveres preparados; afuera están los frescos. Se tiene que esperar a que se les ponga verde el abdomen, ahí es cuando se empieza a prepararlos. El olor es parecido al de arriba, las imágenes son aún más fuertes. Entre los muertos frescos uno trae todavía sangre en la cara y el agujero negro que dejó la bala arriba del ojo derecho parece capaz de amarrar la vista de cualquiera para evitar que mire hacia otro lado. Alejandro va de aquí para allá. Trae puesta una playera con el estampado de la catrina, pero en cuanto entra la cubre con una bata. Hace las cosas como si estuviera ordenando cajas de cartón. Para mí es un trabajo como cualquiera. Aunque todos le tenemos miedo a la muerte, yo aquí he aprendido mucho de ella. Claro que a veces, cuando estoy solo, me empiezo a sentir sofocado, y si se llega a ir la luz sólo siento las miradas de los cuerpos. Entonces salgo y respiro y me acuerdo de que todo es un ciclo. Mi abuelo decía que a veces escuchaba voces, pero a mí nunca me ha pasado nada de eso.
Luz María Sánchez —Luchita— es auxiliar en un laboratorio. Trae una bolsa de cartón llena de ratas para que las incineren. Cuando veo que llegan cuerpos nuevos ni me asomo, eso es puro morbo. Somos materia, así pienso yo. Lo que sí he visto es gente que viene por familiares. Es terrible, sobre todo cuando los ves llorar. Lleva treinta y tres años y cuatro meses trabajando aquí. A pesar de que no es su área siempre tiene que ir al anfiteatro y, por lo tanto, está en contacto con los cadáveres. Yo creo que le voy a tener miedo a la muerte cuando me toque a mí, ahorita no me impresionan. Aunque cuando llegué sí me metieron un susto. Estaba buscando la salida, allá arriba en el edificio, y mis compañeros me dijeron que era por tal lugar. Entonces, abro la puerta y veo como cinco camillas con muertos encima, fue horrible. Son muy especiales los compañeros. Cuando los hijos de Luchita eran chicos los fue trayendo a que vieran a los muertos, con una plática previa de su madre. A los seis años los niños entendían perfectamente la vida y la muerte. Como querían saber dónde trabajaba los traje; al más chico no lo he traído. La grande estudia biología y sabe muy bien de todo esto aunque cuando estaba chica, una vez se me asustó porque se le movió el brazo a un muerto, pero luego pasa así por los químicos que les inyectan. Yo creo que fue bueno para su educación, aprendieron algo que no se aprende en la escuela.
En cuanto se entra a las aulas de disección, donde Juanito sigue trabajando, golpean las pupilas las imágenes de algunos cuerpos a través de las bolsas de plástico hinchadas con exudado, en las que se acumulan pequeños charcos del químico de hedor insufrible. Están acomodados en estantes, como enciclopedias de anatomía de gran formato listas para ser abiertas y estudiadas. Ya en las mesas, el color café que adquieren los cadáveres después de la preparación los hace parecer iguales. En la mesa del fondo descansa uno con tatuajes apenas perceptibles (tiene uno de la santa muerte); a la de la primera mesa ya le están creciendo vellos en las piernas y en el pubis. Sólo porque están desnudos se puede notar el género, aunque el miembro de los hombres parece más bien un globo de tejido desinflado. Sin embargo, de primera impresión, los rostros café-grisáceos y las pronunciadas arrugas hacen que todos tengan la misma falta de expresión, como una serie de fotografías para pasaporte. Aquí tiene que estar todo ordenado y bajo control. En la oreja tienen esta etiqueta, mira. Tiene que ser así porque llega a pasar que vienen los familiares a recoger a su muertito.
Todos los cadáveres están clasificados: fecha, procedencia y un número de identificación. De esta manera, si la gente busca a algún familiar perdido que de una u otra forma fue a dar hasta acá, es fácil que se les haga la entrega del cuerpo. Llegan con su número y la averiguación previa. Ya aquí nosotros nos encargamos de entregarlos, aunque claro, antes se les da una plática para explicarles el estado en el que se encuentra el muertito. Por eso es muy importante que aquí se les trate con mucho respeto, siempre les enseñamos eso a los estudiantes. Es más, el día de muertos les mandamos dar una misa. Los familiares no se asustan ni se ponen tristes aunque los cuerpos estén como están; al contrario, les da gusto dar con ellos después de dos años buscando. Cada vez es más difícil conseguir cadáveres. El acceso a ellos es una ventaja que tienen los estudiantes de la UNAM, pero no puede haber descuidos. El tráfico de cadáveres existe; afortunadamente aquí no pasa nada de eso.
Una clase comienza. El doctor responsable asigna a los estudiantes envueltos en batas azules las diferentes secciones del cuerpo del cadáver. Dos aquí en el abdomen, cuatro en cada pierna, tres en la cabeza, o según como el médico vaya viendo. Después los estudiantes abren y van analizando y aprendiendo anatomía. Aquí, en la cabeza nada más, son como ochocientos nombres. Luego aprenden a suturar y cierran el cuerpo dejándolo lleno de costuras como si la piel fuese un disfraz vacío. Cada estudiante abre y cierra el mismo cuerpo una vez por semana durante todo un año. Cuando termina cada año escolar, los cuerpos son incinerados. Juanito, ya me atoré. ¿Me das una mano? Juanito, a pesar de no haber terminado el último año de la preparatoria, se ha ido llenando de conocimientos médicos a lo largo de todos estos años de servicio. Mi esposa siempre me dice que por flojo no estudié medicina. A mí me hubiera gustado más la química. Pero dejé de estudiar, por las malas amistades y por el futbol.
Cuando Juanito obtuvo el grado de forense se dedicaba a hacer autopsias en el Hospital General. Aquí es más tranquilo el trabajo y me encanta, pero allá era más bonito. Hizo este trabajo durante más de veinte años hasta que, por cuestiones administrativas, lo transfirieron a la UNAM. Ahí aprendí mucho, por los expedientes, de enfermedades y de medicinas. Por eso en mi familia casi nunca vamos al médico. Pa’ qué, si yo ya le sé. Nada más me dicen qué les molesta y yo les digo qué hacer o qué tomar. Sobre todo a mi esposa, que es la que más se queja.
Una vez en el hospital mi compañero había llevado a un señor para que le hiciéramos la autopsia. Lo puso en una mesa al fondo y mientras él se preparaba, yo me adelanté para empezar a abrirlo. Cuando llegué a la mesa, no había nada. Le pregunté a mi compañero, pero él estaba seguro de haberlo dejado ahí. Ah, chingá. Entonces fuimos con la encargada. “¿Oye, y el cuerpo? No está en la camilla y él dice que ya lo había pasado a la mesa.” “No, ya está allá en los cuartos con el médico.” “¿Pues no que estaba muerto?” Resulta que le había dado la catalepsia, y yo ya lo iba a abrir. Lo bueno que no lo había taponado porque normalmente, cuando alguien muere, le tapan con algodón —para que no escurra fluidos— todos los orificios del cuerpo: el ano, la boca, las orejas, la nariz. Y pues se hubiera asfixiado.
Después de tanto tiempo que lleva Juanito aquí, la muerte ya no se ve igual, se vuelve algo más natural y desaparece el morbo. La clase termina y Juanito vuelve a poner todo en orden. Es un trabajo tranquilo y me ha cambiado para bien. Ahora, cuando alguien muere, yo ayudo a mi familia o a mis amigos a entenderlo mejor. Igual y hasta están mejor ellos allá arriba que nosotros aquí. A las tres de la tarde termina su turno. Tiene tiempo de llegar a casa a comer, descansar, ver un poco de televisión y dormir tranquilamente. Siento que ahí voy, más o menos bien, con la chamba y con la familia, con mis muertitos y con mi vida.
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