Del apretujamiento al danzón involuntario, permita el libre cierre de puertas, ¿por qué no se hará a un lado la gorda ésa de la puerta?, mire, mire, le traemos la oferta, la promoción, solamente Dios, el Salvador, Nuestro Padre, puede ofrecer perdón, salieron de San Isidro procedentes de Tijuana, ya sé que no soy un gran payaso ni un gran cómico pero… ¡ay, viejo cerdo, vaya a manosear a su madre, cabrón!, no puedo hablar ni oír, vendo esto para ayudar a mi familia: $5.00. Atención pasajeros, próxima estación La Ciudad Tirana, favor de no permanecer en los vagones.
¿De dónde sale tanta gente? ¿Adónde se dirige? ¿Cómo es posible fracturar tan impune y frecuentemente, las leyes físicas del espacio? Los túneles de la Ciudad de México y sus temporales habitantes demuestran que en cuestiones de espacio vital cualquier rinconcito, cualquier resquicio es bienvenido en esa vorágine de cuerpos que sin más se dirigen a encontrar el destino. Destino que a lo más se disfraza de rutina, de la infinita caminata hacia Lo Mismo, todos los días, durante todos los tiempos. La rutina del camino hacia el trabajo, hacia la escuela, hacia la cita interminable. Testigo mudo de la desesperación por el desempleo, de la mendicidad como forma de vida, de la música que al confundirse con el ruido se vuelve a sí misma ruido, de los jóvenes en busca de un poquito de oscuridad que ante la inaccesibilidad de un, ya no decente, barato cuarto de hotel se arrancan las entrañas en cada beso, de la secretaria cuidándose el peinado y maquillaje con certeza milimétrica, del abonero con el portafolio lleno de esperanzas y el estómago hecho un mar de bilis. Todos callados, los que van sentados ronronean la ironía de un sueño inexistente, los parados se dejan arrastrar por el movimiento azaroso del tren que pide un poquito de habilidad para sortear las olas del equilibro, improvisados surfers de la cotidianidad.
El Servicio Metropolitano de Transporte es uno de los elementos sin los cuales la Ciudad de México sería inconcebible. Más allá de otros medios de transporte: los camiones, los trolebuses, los microbuses, los taxis, los mismos autos de uso particular, en realidad, el transporte en esta ciudad es por antonomasia el Metro, el tren subterráneo que recorre la ciudad de punta a punta y que desborda los límites geográficos del Distrito Federal para internarse en el espacio inmarcesible de la mancha urbana. El aumento desproporcionado de la población ha ocasionado que la ciudad crezca a sus anchas, de tal forma, se tiene que encontrar una manera para que los millones de seres que habitan ese caos cotidiano puedan llegar al sitio que les confirma la existencia. La red de trenes del Metro de la Ciudad de México se presenta como la panacea a este problema de movilidad ciudadana por la supervivencia. Movilidad que por otra parte es consecuencia de una ilógica distribución de los centros de actividad económica y de una escasez de alternativas que no permiten ejercer la capacidad de elección. Para alguien que vive a tres horas de su trabajo, el argumento irrebatible es aquel de “mientras haya trabajo, pues aunque sea tan lejos”. El Metro entonces se vuelve referencia inmediata de una ciudad que se autofagocita en su propia desesperación, las horas pico son el ritual mediante el cual la ciudad implosiona en sus propias entrañas la masa que de tan irreconocible deviene inconfundible.
La masa es la ciudad, y en la ciudad el Metro es el lugar por excelencia para la reelaboración de esa comunión a fuerzas, del reconocimiento del cuerpo, propio y ajeno, del coctel ineludible de esencias de impensables orígenes, de la incomunicación con el próximo, del coqueteo discretamente cínico, del desmadre grupal, de la lectura del diario que cada vez figura más la descripción de una realidad inmóvil, de la necesidad de reconocerse como igual a esos seres que viajan cómodamente sentados en vagones anaranjados, de la inevitabilidad de escuchar a artistas animados por la necesidad o los amigos, de merolicos con argumentos aprendidos de memoria, del olor de chocolates de contrabando de a dos por cinco, del espectáculo de la miseria tratándole de limpiar los zapatos al oficinista agotado y con mil deudas encima, de los faquires olorosos a chemo al revolcarse febrilmente sobre una cama de vidrios verdaderos, del campesino al que le fueron arrebatadas sus tierras en la sierra de un lejano pueblo y ya se acostumbró, durante años, a pedir le ayuden a juntar para el pasaje de su eternamente postergado retorno, del travesti que esquiva todas las miradas y se mira a sí mismo irresistible, de la multitud que se reconoce como algo inevitable.
Estampas rojas y amarillas para una ciudad un poco triste
La virgen se apareció en el Metro. Verdá de Dios. De repente y sin aviso de por medio, la santa virgencita de Guadalupe, patrona y madre de todos los mexicanos se apareció en uno de los andenes de la estación Hidalgo de la línea dos, la azulita. Hasta allá fuimos a ver si era cierto tal portento, uno nunca ha sido creyente, pero si le dijera que en cuanto vi la silueta en la pared sentí algo rebonito, como si dentro de mí se hubiera prendido una lucecita. Había un montonal de gente, hasta parecía que estaban regalando algo, las filas eran bien grandotas y el andén estaba llenísimo. Ya ni me acuerdo cómo logré colarme hasta mero enfrente y allí fue donde la vi. Tan rechula la virgen, ya tenía unas veladoras ahí en sus pies. A ver si no se enoja. Las autoridades van a sacar el bloque de la aparición para que no interrumpa el servicio. Pero si la virgen se apareció en los andenes debió ser por algo ¿no cree? Pero de que es la virgen, es la virgen. Yo ese día, después de verla, nomás me persigné y me fui a buscar trabajo.
Son famosos, ya los conocen dondequiera. De oído y por referencias. Trabajan en la línea dos y en la de la Universidad. Como si de repente entráramos en el túnel del tiempo, los acordes de “Yellow submarine”, “Lady Madonna”, “She said, she said”, “All you need is love”, “Love you to”, retumban en los oídos de los viajeros. El cuarteto do Liverpool reducido a tres tipos que con las guitarras bien templadas y las voces amaestradas por la costumbre ya no sólo entonan las canciones de los Chidos, Maestrazos Beatles, ahora también venden un cassete. Para los nostálgicos de a deveras. She loves you carnalito y por ahí con lo que gusten cooperar. Los viajeros escuchan con atención, su presencia es un asalto a la monotonía, una alegría momentánea. No importa que los greñuditos estos no sean tan guapos como John, Paul, George y Ringo, cantan con harto sentimiento. Hasta pronuncian decentemente. En fin la canción de despedida, “Yesterday”, y hasta ahí llega el tour sesentero. Hasta ahí llega la finta a la realidad. Los músicos salen del vagón. Algunos dejan asomar discretamente una sonrisa. En el vagón (submarino) amarillo de al lado algo extraño sucede.
Evidentemente es un gay, un maricón, un pinche puto. ¿Qué no les dará vergüenza andar así por la calle? Ya ni la chingan, qué bueno que mi papá se murió antes de ver estas mamadas. ¿Qué chingados está diciendo? Que pide ayuda para una casa de asistencia a seropositivos. Puta madre aparte de maricón, sidoso. Que lo ayude su chingada madre. Si andan por ahí de puercos desnaturalizados que se atengan a las consecuencias. Bonito me voy a ver yo dándole del dinero que tanto me cuesta. Si quiere algo que trabaje. Pobrecitos de sus padres, aunque de seguro también tienen algo de culpa de que estos hayan terminado donde están. Si no fuera porque no me gusta hacer el ridículo, ahorita mismo les cantaba sus verdades. Ya se van, mejor porque me ponen muy nervioso, qué tal que estornudan o algo y me contagio de la enfermedad esa. Mejor me cambio de vagón, o ya de plano espero el próximo tren. Yo no entiendo por qué no los matarán a todos.
Le hubiera hecho caso a mi mamá, me hubiera venido de pantalones a la cita de trabajo. Pero es que esta falda me queda requetebién. Si no fuera por todos estos viejos cerdos seguro que me la pondría más seguido. Ese pelón de enfrente no deja de mirarme desde hace rato, ya le hice de muecas y me tapé con el suéter y ni así deja de estar moliendo. Qué bueno que me subo desde la primera estación, que si viniera parada ya quién sabe cuántas torteadas me hubieran puesto. Es lo malo de cuidarse para no estar tan fodonga. Lo que sea yo me hago mis ejercicios y de vez en cuando tomo fuerzas para seguir las dietas que si no, estaría más gorda que una ballena, con eso de que todas las mujeres en la familia de mi mamá son gorditas. Pero yo no, no señor, si aunque no lo quiera aceptar muchas veces me dan los trabajos nada más por la percha. Ya mero que si estuviera como la tía Eduviges me darían empleo, si la pobre ya no puede ni subir escaleras. Por eso yo me cuido. Quien quita y mi jefe, el que ahorita me va a entrevistar, sea guapo y decente. No como todos los anteriores que sin decir nada, con los ojos le arrancan a una hasta las pantaletas. Ay, ese maldito pelón que no deja de mirarme. Ganas me dan de hacerle una grosería pero ¿para qué? Capaz que me sigue y me quiere hacer algo y con lo zacatona que es la gente para defenderla a una, prefieren pasarse de largo y hacerse los desentendidos. Y los policías, ay no, no. Si todos son iguales, por eso ni novio tengo, como dice mi mamá: “Los hombres son como los perros, nada más se echan su miada y se van”. Por eso yo no me voy a casar. A ver, voy a acomodar mi currículum así bien bonito, no de balde hasta lo pasé a engargolar. Aquí están las fotos y las cartas de recomendación. ¿Y la dirección? ¡Chin, la dejé sobre la mesa de la cocina! ¿Y ahora qué hago? Ni modo que me regrese. Pues ya ni modo, eso me pasa por andar pensando puras pendejadas.
Aquí estoy, observando pasar la vida mientras ésta me ignora olímpicamente. La vida es una mierda. No entiendo por qué la gente se esfuerza en “vivir la vida de la mejor manera”. Como si realmente valiera la pena. No entiendo cómo se pudieron juntar todas las cosas malas que le pueden pasar a un joven cualquiera y tomarme a mí como conejillo de indias. Todo ha pasado tan rápidamente que no atino a comprender si realmente esto que me pasa es cierto o sólo es parte de una macabra pesadilla. ¿Realmente existo o soy solamente un personaje patético en una historia fantástica? Y véanme, aquí estoy. No sé cómo pude llegar a este punto. Tal vez fue después de haber terminado la escuela. En ese momento en que mis padres me exigieron que buscara un trabajo, que ya estaba suave de estar de pinche holgazán tirado en el sofá de la sala viendo la televisión. Que me volviera una “persona productiva”. Y ahí va el ingenuo a buscar trabajo. Mi padre me recomendó con uno de sus compadres para que me diera el empleo. Y me lo dio. Lo que le cagó al ruco fue que resultara más inteligente y capaz que él mismo, a pesar de restregarme en la jeta cada que podía eso de “su gran experiencia”. Cuando empecé a poner en evidencia lo idiota que era me comenzó a presionar hasta que consiguió lo que buscaba: que pidiera mi renuncia. El sermón de mi padre fue lo peor: “Acaso crees que vas a encontrar trabajo así como así, eres un inconsciente, tú crees que las relaciones laborales son para echar desmadre, ni creas que te vuelvo a ayudar, etcétera, etcétera, etcétera”. Luego vino lo de Teresa. Yo la quería un resto. Era la única mujer por la que realmente podía decir que sentía algo en este mundo. La amaba, por qué no decirlo. ¿Y qué pasó? Pues que bastó que se fuera de excursión con sus amiguitos del club para que regresara con la novedad de que había encontrado al amor de su vida. Que lamentaba lastimarme pero que no podía seguir engañándome con respecto de sus sentimientos. No mames. Pero ahí no acaba la cosa. Ayer mis padres me descubrieron fumando mariguana en mi cuarto. No entiendo. ¿Por qué los adultos se encabronan tanto cuando “invades su espacio”, pero tienen acceso directo a toda tu intimidad? Pues total que después de lo del trabajo mi padre andaba que se lo llevaba la chingada conmigo y me corrió de la casa. ¿Mi madre? Ella no dijo nada, ni siquiera cuando traté de agarrar algunas de mis cosas y mi padre dijo que sólo tomara lo que considerara que era mío, o sea nada, total que me salí sólo con lo que llevaba puesto en ese momento, que no es mío pero que pienso regresar en unos minutos. Al menos logré sacar mi walkman. La música es una de las cosas que valen la pena de la vida. Creo que la única. Lo sé ahora que escucho esta canción (“Lo puedo ver y pienso que mi miedo es cierto”*). Todos me hacen sentir como una basura y lo malo del asunto es que yo mismo empiezo a creerlo. (“Miedo de tomar la vida/ olvido que puede salvarme/ vivir sin miedo a la angustia/ vivir sin miedo a la locura”). Por eso estoy aquí viendo pasar a los fantasmas en que se han convertido todos los habitantes de esta ciudad, autómatas que corren presurosos a tomar el próximo tren con el deseo de que los vomite a las calles y a la rutina. (“Cómo puedo alimentar mi ser/ Siento que todo va a acabar/ pero el tiempo puede desmentir/ cada cosa que puedo pensar”). Lo único que realmente me molesta de todo esto es ese letrero al fondo del andén: “Dale otra oportunidad a la vida”. Como si una llamada telefónica fuera el cordón para lanzar al drenaje toda esa mierda que se llama sociedad. La gente ha dejado de existir. Todo se ha vuelto mierda. (“Trato de entender la vida/ pero hay algo que me impide continuar en este absurdo”). Allá viene el tren, el gusanito anaranjado ha mostrado ya sus luminosos ojos. Sólo quiero pedirles un favor: después de lo que voy a hacer, métanse los minutos de silencio por el culo. (“Esta angustia que me impide estar/ sólo siento que me va a matar/ si supieras cómo puedo amar…”).
La gente muestra signos de malestar en el rostro pero nadie se atreve a externar sus sentimientos. Llegarán tarde al trabajo, a la cita, a la escuela. El tren se ha parado a la mitad del camino y una tonada flamenca suena por los altavoces. Nadie dice nada porque la muerte aún es una cosa respetada. Ni siquiera la prisa puede vencerla. Los socorristas sacan los restos del incidente. Una chamarra de mezclilla ensangrentada, más allá un reloj digital, acá un tocacintas que extrañamente no ha dejado de tocar. Al fin aparece el cuerpo, una cara de alguien que no rebasa los veintidós años de edad. En sus ojos se asoma temerosa una lágrima. Un socorrista encuentra un papel arrugado en uno de los bolsillos de la chamarra: “No se culpe a nadie de mi muerte”.
Ep-ilógico
En el mismo lugar en el que habitan el deseo y la desesperación, la burla y el arrepentimiento, la prisa y el alucine, la soledad y la muerte. La ciudad se despierta en los vagones, se duerme en los vagones, la ciudad transita por los túneles y vías, la historia de la vida está encerrada en las paredes de concreto. La realidad está afuera y es la misma de siempre. A los demás no les importan las historias tristes, ni las alegres, ni las demás. Vivimos tan deprisa que nos hemos acostumbrado a no ver nada entre estación y estación. Afuera el cielo gris se acostumbra a nosotros. Miramos con nostalgia el sitio donde deberían verse los volcanes, los guardianes del lago de asfalto. La ciudad afuera del Metro nos espera, ya tendremos tiempo para regresar a perdernos en sus entrañas, a soñar los imposibles que nos torturan, a intentar las osadías que ni sobrios. Mientras, el viaje ha llegado a su fin. Pasajeros de Caóspolis, favor de no permanecer en los carros, este tren terminó su servicio.
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