No. 158/CUENTO

 
Un pez dorado y un loro


Arturo Vallejo



And this is a thought she never explains to
the parrot and goldfish and two white mice.

Carl Sandburg


Una mujer puede ser todas las mujeres al mismo tiempo.

Una mujer que está de pie con un vestido rojo, al lado del Boulevard Michigan, con una lata de Miller en la mano, es una mujer que se llama Sandra. Una mujer que se llama Sandra es una mujer que bebe cerveza al lado del camino porque ya no quiere hacerlo en su sofá, mientras la televisión recita las noticias de las seis. Una mujer así, llena de telenoticias, telenovelas y teléfonos, de periódico y de supermercado. Una mujer cansada de leer cenizas. Una mujer así, que se llama Sandra, soy yo.

Soy Sandra al lado del camino y también soy Sandra la que vive en una casa, en un sofá, en una cocina, en una cama empolvada. Por hoy no quiero ser esa Sandra y prefiero salir, mirar los autos que pasan y la gente que viaja en ellos. Mirar al hombre del traje azul que conduce un Camaro verde botella. Tal vez se bajará en el minisúper y comprará un six pack de Miller Lite, igual que yo, porque la cerveza mexicana me da náuseas. Desde niña me despierto con náuseas todas las mañanas, después de un rato se me quitan y puedo tomar café.

El hombre del traje azul llega a casa (tal vez) y toma cerveza en su loveseat: con televangelistas en la televisión, con su cena para televisión. Está solo o no, pero da igual porque a la soledad no le importa la compañía. Frente al televisor ríe, llora, canta You are my sunshine a grito pelado (tal vez) a viva voz, después se sienta de nuevo mientras espera, aunque sepa que esperará en vano. Jamás sonarán el teléfono o el timbre. You make me happy when skies are grey, you’ll never know, dear, how much I love you. Please don’t take my sunshine away. Espera y se sienta y se levanta, todo en vano. No como yo, que salgo junto al camino y tomo una lata de Miller con mi vestido rojo.

¿De qué color serán las llamas con las que arderá su casa?

Hoy las cosas me importan muy poco, tan poco que los highschoolers que pasan en su convertible amarillo y me gritan Mexican whore!, me dan lo mismo. Me llaman puta porque estoy al lado del camino vestida de rojo y tomando cerveza. No importa porque sé que mueren de ganas de que alguna de sus compañeritas de la escuela acepte acostarse con ellos. No me importa porque en lugar de eso, compran revistas pornográficas y se masturban en el baño a escondidas de sus padres, con la cara ardiendo. No me importa porque sé que me desean y pensarán en mí (tal vez) cuando estén en el baño. Estoy al lado del camino porque no quiero estar en casa. Tomo cerveza porque tengo mucho calor; tomo cerveza al lado del camino porque soy Sandra. En la pared, frente a mí hay una barda pintarrajeada que dice Delenda est…, y yo no entiendo lo que quiere decir.

Y eso es lo que quiero hacer.

Una mujer puede ser todas las mujeres al mismo tiempo.

Soy Sandra al lado del camino pero al mismo tiempo puedo ser otra mujer. Puedo ser una mujer que regentea una casa con chicas y con un timbre que hay que tocar tres veces para pasar. Y al entrar se mira en seguida un pez dorado y un loro, el mismo pez dorado y el loro que están en mi casa, junto al sillón y frente al televisor. Las chicas les hablan y les cuentan sus secretos, esos secretos que no revelan ni a los clientes ni a mí, aunque yo ya me los sepa. Son secretos que se pudren, que se vuelan, que suben en el aire como humo. Secretos que ya perdieron toda capacidad de quemar y que cuelgan inertes en el aire como globos desinflados. O como serpentinas en un poste después del desfile. Puedo ser esa mujer, pero en lugar de eso soy Sandra que está al lado del Boulevard Michigan.

En mi casa, junto al pez, está Jeff. Jeffrey el de siempre, Jeff el que me dice pocas veces (tal vez nunca), que me veo bien; el que no me desea lo suficiente, ni siquiera para llamarme puta. Jeffrey que está recostado frente al televisor con los ojos cerrados, junto al pez dorado y al loro. El querido Jeff. La desesperación me inunda porque la última lata se termina y no sé que hacer. Soy Sandra pero hoy no quiero serlo. Quiero ser una mujer que está en una casa bailando con un soldado de permiso; en la guerra de Corea, la de las islas del Pacífico, la de Vietnam, la del Golfo, la de Irak, da igual cuál. Todas son la misma guerra. El pez dorado da vueltas y vueltas mientras el soldado y yo damos vueltas y más vueltas. Está también el loro; pero no chicas, ni Jeff, que más que soldado de permiso parece marinero en tierra. El humo sube en espirales, dando vueltas y vueltas hasta el techo.

No hay más.

También podría ser, aunque no quiera serlo, una mujer que vive entre los anaqueles de las tiendas departamentales. Una mujer. Una mujer que se llamaría Sandra y que acecha los carritos de las demás. Una mujer que levanta bebés cuando nadie la mira y sale corriendo con una sonrisa entre las lágrimas de los demás. Repetiría esto una y otra vez, hasta que su casa se llene de ruido, hasta que las cenizas se vayan. Una mujer que viviría en una casa donde por lo menos el llanto ha vuelto. Aunque no sea esa mujer, sé bien que podría serlo.

Una casa así no ardería jamás.

Mi cerveza se termina y el Boulevard se va llenando de autos, la tarde se termina y a lo lejos se puede escuchar la letra de una vieja canción. Sittin’ on the Dock of the Bay. El hombre del traje azul habrá llegado ya a su casa y tomará cerveza frente al televisor. La mía se termina y yo todavía tengo sed y calor pero todavía no quiero regresar a casa. Tampoco quiero ir al minisúper y ver al mexicano grasiento: un adolescente lleno de granos que no me quita la vista de las tetas, y que babea y tartamudea. No quiero regresar a casa todavía. A lo mejor no querré regresar nunca.

Soy Sandra pero lo mismo daría ser una mujer en casa, esperando junto a la televisión, junto al pez y al loro. Esperando hasta llorar, hasta caerme a pedazos con la piel reseca por falta de caricias. Esperando viendo noticias hasta no poder más, hasta ya no tener ni siquiera ganas de gritar. Harta del pez, del loro y de las ratas.

You are my sunshine, my only sunshine, and I’ll be sitting ‘till the evening sun, watching the ships roll in, then I’ll watch them roll away again, please don’t take my sunshine away. A lo lejos la canción ya terminó; en cambio, el humo continúa. Soy Sandra, una mujer parada al lado del Boulevard Michigan con un vestido rojo, con una lata vacía de Miller en la mano y que no sabe qué hacer con ella. Yo, Sandra, tengo que decidir si regreso a casa o compro más cerveza y sigo observando cómo pasan los autos. En casa no me espera nada más que Jeffrey goteando sobre el sillón manchado y el pez y el loro; pero sobre todo me espera el fuego. Fuego que, mientras bebo cerveza, consume años y años de aburrimiento. Fuego que dejará tras de sí, únicamente, cenizas blancas.



Arturo Vallejo (Ciudad de México, 1973). Cursó estudios de cine y literatura. Es maestro en Letras por la UNAM. Colabora en diversas revistas y medios impresos y electrónicos. Su primera novela, No tengo tiempo (premio Caza de Letras 2008) fue publicada por la editorial Alfaguara en coedición con la UNAM.