Entre copa y copa se acaba mi vida
Miguel Aceves Mejía
Por los cien años de Malcolm Lowry sólo podemos hacer dos cosas: beber o leerlo.
Si optamos por lo primero, conviene aclarar que no honraremos su memoria bebiendo hipócritamente, besando la copa cual damas en fiesta de 15 años; o en su caso, con un pretexto inútil, como beben del cáliz los sacerdotes. Conviene recordar que el alcohol era una de las pasiones de este gran beodo. Como tal, lo menos que podemos hacer es beber hasta alcanzar la sobriedad, según sus propias palabras.
Hasta la sobriedad no es otra cosa que enfrascarse en una guarapeta maratónica, ésas en las que es frecuente cambiarse el nombre: ponerse idiota y apellidarse pendejo impertinente. Citando a otro alcoholicazo, se trataría de empinar el codo hasta ver esa luz blanca y clara del alcohol, como la definió Jack London.
De ser ésa la intención, en esta mesa —y en todo el recinto— deberíamos llevar, mínimo, tres braguetazos entre pecho y espalda. Al cabo que por mezcal no podríamos detenernos: Guerrero es el segundo mayor productor del néctar de agave.
Para Lowry no habría sido problema beber hoy, mañana y pasado, pues pertenecía a esos pocos escritores que realmente pueden trabajar habiendo ingerido licor. Seguramente era como Raymond Chandler, quien en sus cartas confesó: “Físicamente el alcohol no me hace falta para nada, pero sí espiritual y mentalmente.”
El trago afianza la reflexión; propicia el psicoanálisis empírico; busca respuestas a preguntas no formuladas; sana raspones en la piel del espíritu; balancea el andamio psicomotor que nos permite actuar como seres normales y, además, pone la mente y el cuerpo en una extraña sintonía.
Lowry era un dipsómano consumado y, probablemente, un dipsómano admirable, mas no por eso simpático ni mucho menos tolerable.
El morelense Carlos Antonio de la Sierra, autor de Bajo el volcán y el otro Lowry, afirma: “Valentín López, ex cronista de Cuernavaca, conoció a Lowry. Se acordaba de él porque era el güero ebrio que pateaba las canicas a los niños. Por su parte, Raúl Ortiz y Ortiz, traductor de Bajo el volcán al español, no conoció a Lowry, pero fue muy amigo de Margerie, la segunda esposa del escritor. Raúl me platicaba que odiaba que Margerie viniera a México y se quedara en su casa. Las razones eran obvias: la esposa de Lowry también era alcohólica; desde las doce del día que se despertaba, empezaba a beber y no paraba hasta la medianoche. Raúl, por cortesía, la acompañaba en la medida de lo posible, pero oraba todos los días por que se fuera cuanto antes.”
En cuestión de alcoholes Lowry tenía un hígado de diez cilindros. Gordon Bowker, en la voluminosa biografía Perseguido por los demonios, cuenta que hacia 1949 Malcolm bebía, como media, tres litros de vino tinto al día, más dos litros de ron. A consecuencia de la bebida tenía várices desde las ingles hasta los tobillos. Sus desmayos y vómitos de sangre comenzaron a volverse frecuentes. Recuerda que algunos de los amigos de Lowry tenían un par de maletas siempre al lado de la puerta, las cuales se usaban para excusarse y fingir que se iban de viaje si los Lowry tenían la ocurrencia de visitarlos por unos días.
Lo anterior no es nada del otro mundo. Como reza un conocido dicho popular: nadie soporta a un borracho, a menos que se trate de otro borracho. No se necesita un análisis riguroso para intuir por qué Jan Gabrial abandonó a Lowry durante su primer viaje a México. Afortunadamente para Lowry, esta ruptura y su afición a la bebida le sirvieron de inspiración para escribir su novela.
Martin Amis dijo de nuestro autor lo siguiente: “El alcohol se convirtió en el combustible de su vida inflamable que lo vio peleador (llegando a noquear a un caballo de una trompada), perdedor serial de manuscritos, pasajero en trance y tránsito perpetuo, marino, preso, internado, deportado, mitómano, heredero de una fortuna modesta, responsable de la bancarrota de dos matrimonios y rey Midas al revés.”
En términos mexicanos, Lowry se jugó un amor con una baraja de oro. Él no era de a caballo y le pidió misericordia al rey de copas. Por ello no es casualidad que existan más admiradores de la dipsomanía de Lowry que de su obra. Y los justifico, es más sencillo beber que escribir.
Quizá a eso se deba que su casa de Cuernavaca, en la calle Humboldt (la famosa calle Nicaragua de Bajo el volcán), ahora sea un exclusivo hotel donde te ofrecen, literalmente, que si te hospedas ahí podrás atraer a las musas para escribir como poseído. En esa ciudad también venden paseos para llevar al visitante por los lugares por donde deambuló el escritor inglés, como la barranca, grieta natural que atraviesa gran parte de la ciudad y que hoy es refugio de migrantes indígenas que, al no encontrar un lugar donde vivir, usan como hostal esas cavernas llenas de basura y animales callejeros.
Lowry es deificado cual apóstol maldito de la literatura, aunque sus obras permanezcan sin leerse mucho. Qué curioso, como tantos y tantos escritores. Hemingway, Fitzgerald o el mismo Cervantes acompañan a Lowry en este triste purgatorio.
Parafraseando al irlandés Brendan Behan, podemos decir que Lowry era “un bebedor que tenía un problema con la escritura”.
Afortunadamente, gracias a este problema nos dejó una novela de la talla de Bajo el volcán. Se trata de un minucioso trabajo de orfebrería. No por nada le tomó casi diez años terminarla. Cada escena está trabajada con la meticulosidad de un relojero fino. En cada página la simple trama se transforma, de una línea a otra, en un extraño monstruo plagado de poesía de largo aliento, de metáforas y evocaciones hacia el pasado, o hacia viajes al otro lado del mundo. Una prosa espesa. Sorpresiva. Compleja. Un lamento de desamor proferido desde el rincón de una cantina.
Sin embargo, Lowry sabía en qué momento detonar su prosa como el delirium tremens que nos vuela el cerebro. Sabía reemplazar significado por cadencia, trama por respiración. Esta fineza quizá se deba a que el inglés, antes que narrador, se consideraba poeta. Tanto así que nunca dejó de cultivar ese género.
Bajo el volcán se puede percibir como una novela narrada por un poeta o, en caso contrario, poesía transmutada en novela. El propio Lowry la definió como “música ardiente, un poema, una canción, una tragedia, una comedia, una farsa. Es superficial, profunda, entretenida y aburrida. Es una profecía, una advertencia política, un criptograma, una película absurda y un escrito en la pared.”
En una entrevista, Ortiz y Ortiz reconoció que no supo cómo logró verter a nuestra lengua toda la poesía contenida en la narrativa de Lowry. “No me explico cómo pude traer al español esa música, prosa rítmica, embriagante, violenta y suave, con esa ternura tan lacerada. No puedo aún responder a esa pregunta.”
Lowry llegó a Acapulco el 1° de noviembre de 1936. Conoció la otrora famosa playa Hornos, donde se asoleaban divas como Mirna Loy o María Félix, ahora convertida en uno de los peligrosos y sucios rostros del puerto. Lowry también estuvo en el hotel El Mirador, emblemática hospedería ubicada en la zona de La Quebrada, actualmente en venta por la crisis económica. Seguramente bebió alguna cerveza de la Cuauhtémoc Moctezuma (hoy tan devaluada como el peso) en una de las tantas cantinas de la época y se fue, sin saber que hoy, 73 años después, se instalaría una mesa —una de las muchas mesas— para hablar en su honor.
En memoria de Lowry podemos hacer dos cosas: beber o leerlo. Propongo leerlo, a conciencia. Incluso releerlo una y otra vez, pues es más que evidente que no somos buenos bebedores porque, de ser así, estaríamos en una cantina, no en esta mesa.
¡Salud y pesos!
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