Lupus eritematoso
Qué manera de llamarle a esto mariposa,
como si aleteo, destello esquivo de sepia, azul o plata;
como si de pronto amarillo en un resto efímero de lluvia.
Ninguna
mariposa
tiene este tinte de carne casi abierta, pero virgen
de sol, de campo libre.
Te dicen: mariposa.
Como si acto seguido hubiera que embutirlo todo, todo de algodones,
cerrar todas las ventanas, la luz
está proscrita
desde ahora
y para siempre,
hasta que los huesos se disuelvan en sal blanca,
y la piel en retorcidos laberintos de eritema.
Qué ganas de correrte las cortinas, de sacudirte la niebla persistente en la pupila
y enseñarte los penachos de un fresno inaugurando el año,
allí,
justo en la esquina
de tu casa.
Pero ya estás toda cruzada de pespuntes,
llevas encima un amplio mapa histórico
que indica
la migración de la fístula,
el orto rosáceo del mezquino,
la neuritis que boreal, metálica, se embute en tu cadera.
A esto
le dicen
lobo.
Pero bueno fuera, mejor al menos una mordedura
que esta geología imprecisa,
demasiado acelerada
de úlceras y aullidos,
de torrentes de sangre corrosiva desbordándose
en la sordina permanente de tus cócleas.
Sacar, sacarte todos esos algodones,
dejar que entren el polvo, las palomas, el salitre,
abolir las gasas y el silencio,
susurrarte: mantequilla, Samarcanda, esmerilado.
Mostrarte el fresno
de la esquina.
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