I
A esas horas en que la luna se ve más blanca, el timbre del teléfono lo despertó. Supo que sería la Marcia fúnebre de Beethoven. Lo supo de inmediato porque el reloj del cuarto tintineaba la medianoche, porque sintió la angustia de una mosca atrapada en la telaraña. Esa noche Dan Schuster se había quedado dormido sin concluir El Señor de las moscas de William Golding. Y prefería seguir soñando con Jack tocando la caracola que contestar la llamada. Pero debía hacerlo, si no, el sonido se prolongaría, como otras veces, hasta el amanecer. Golpeó con el codo una cafetera y derramó el líquido viscoso sobre La metamorfosis de Kafka, hojeada por el viento que soplaba en bocanadas a través de las persianas. Estuvo inmóvil unos minutos, mirando el teléfono encima de una pila de tesis y un tratado sobre las moscas. No tenía deseos de tocarlo. El zumbido de un insecto lo impresionó. Había entrado por debajo de la puerta y ahora volaba en zigzag por el apartamento. El viento había callado. Dan Schuster evocó la mosca resignada que sepultaron en el mismo ataúd de Virginia Wolf y que ocupó el orificio derecho de su nariz; evocó también su propia muerte, pues ésta al parecer llevaba días zumbándole como una mosca sobre una miga de pan. Finalmente se decidió. Alzó el auricular lentamente y tuvo que aguardar como otras ocasiones: dieciséis minutos con veinticuatro segundos (tiempo que dura la sinfonía) para que su interlocutor se dignara a responder. La espera le pareció interminable. La llamada seguía como al inicio. Sólo un pequeño aleteo interminable al final de la música.
No sabía si lo que pasaba se debía al exceso de trabajo del que era presa o a una sujeción de los sueños. Más que ver a las moscas como seres asquerosos y molestos, las quería tanto que ya formaban parte de su entorno y de su felicidad. Cazarlas era su delirio y su feroz manía. Y verlas guardadas detrás de los envases transparentes, su consuelo. Sus preferidas eran las de panzas verdes y amarillas, de cabeza leonada. A las que notaba enfermas las amarraba de alguna de sus patas con estambre de colores: el verde era para las jóvenes, el rojo para las maduras y el gris para las demás. A todas les ponía nombre y les pintaba con anilina la letra inicial en alguna de sus alas. Soñaba adquirir de ellas su reflejo. Se había acostumbrado a encontrar restos de comida por todas partes. A veces, luego de despertar, continuaba quieto sobre la cama, como mosca perpetuada, y se miraba fríamente en alguna que se parara sobre la sábana.
Aquella noche salió aprisa de su habitación, con el rostro marchito y la mirada yerta. Miró hacia arriba del edificio y descubrió la luz de un cuarto encendida. Subió rápidamente: sentía aún el zumbido de un insecto mezclándose con la melodía. Por varios minutos musitó el nombre de Prudom, pero no hubo respuesta. Los cuartos eran de una sola pieza con el baño al fondo, por eso, luego de correr la cortina desde afuera de las ventanas, notó que aparentemente no había nadie. Su regreso fue sombrío como el aspecto de aquel lugar. Permaneció de pie frente al reflejo de sus persianas, hasta que un aire helado que escapó de su dormitorio lo apartó del pequeño letargo en el que había caído. Quiso recuperar el sueño pero no pudo siquiera juntar los párpados. Mejor salió a la calle en busca de una distracción.
II
Acabado el espectáculo, sólo las luces iluminaban el mutismo junto a las huellas de los concertistas. Antes de acomodar la tramoya y apagar las candilejas, Mijail Prudom bajó a uno de los asientos del teatro, parecía una mosca en medio de tanta luz. Por un rato se imaginó al lado de las luminarias de la música clásica que han dejado rastros de sonoridad en las paredes. Sin embargo, el chiflido del velador lo volvió a la realidad.
Al abrir la puerta del edificio notó, como otras veces, la luz encendida del cuarto de Dan Schuster. Observó por unos segundos a través de las persianas y vio una cantidad copiosa de moscas que volaban en el interior. Estuvo quieto varios minutos. Después subió a su cuarto y se tendió, perturbado, sobre la cama. Para calmar los nervios levantó del suelo El misterio de la muerte de Tchaikovsky y comenzó a leer mientras en el cd se escuchaba música de Satie. Fiel a la usanza, encendió un cigarrillo que lo ayudó a controlar las imágenes de la habitación de abajo, que ahora volaban en su mente.
Había tanto silencio que pudo escuchar el aspaviento de una mosca atormentada, caída en la tela de una araña en un ángulo del cuarto, y que antes de convertirse en un platillo suculento buscaba a toda costa liberarse. Tanta era su angustia que logró desprender una pata, pero la araña, con su andar parsimonioso y juguetón, la succionó desde la cabeza. Las arañas eran sus peores enemigas, aun más que los seres humanos, ya que habían logrado encontrar un modo sutil de engañarlos, de enfadarlos. Por eso los hombres han inventado toda clase de artimañas para liberarse de las moscas, desde las bolsas con agua colgadas en la puerta hasta el matamoscas, pasando por aspiradoras, insecticidas y venenos.
III
Dan Schuster regresó ebrio con una mujer de piernas largas, sumamente delgadas. Cuando entraron al departamento, la mujer empezó a escuchar el zumbido de insectos por todas partes, así como el goteo de una sustancia negra y viscosa que caía de la mesa sobre unos papeles regados en el suelo. La mujer sintió un olor equiparable al de los hombres que vomitan el consumo de la noche sobre su cuerpo desnudo. Entonces vino a su mente una mujer a la que hace poco encontraron muerta a manos de un zoofílico, con una mosca verde y gorda que posaba como para una fotografía sobre sus labios carmesí. Miró a Dan Schuster con nerviosismo, con cierto aire de incomodidad, y se retiró a los pocos minutos de haber entrado. Él solamente la veía. Ya antes había ocurrido lo mismo. Pero esta vez no soportó más. Ese mismo día en la tarde, lleno de incertidumbre,relatóaMijailPrudomloqueestabasucediendo, a pesar de que él le parecía el principal sospechoso, pues sabía de su afición por la música clásica. Incluso había llegado a espiarlo infructuosamente. En cambio, Dan Schuster había sido descubierto varias veces mientras conversaba con las moscas en plena madrugada. Su constante aislamiento mediante libros y monólogos sobre moscas lo hacían padecer alucinaciones (trabajaba en una tesis sobre las moscas en la literatura alemana).
Sonó el teléfono en la madrugada. Dan Schuster subió inmediatamente con Mijail Prudom. Estaba asombrado, nunca le había parecido tan tétrica la Marcia fúnebre. Schuster había descubierto que su amigo no era el culpable.
Unas semanas después, Dan Schuster ya sabía de dónde venían las llamadas. Desafortunadamente, según le dijo a Prudom, provenían de un teléfono público en una calle solitaria, a unas cuadras de ahí. La pesquisa sería aún más difícil. Apenas timbró el aparato, Prudom descolgó y puso el auricular sobre el escritorio; entonces partieron aprisa en un auto, sólo tenían dieciséis minutos con veinticuatro segundos para sorprender al culpable. Mientras Dan Schuster conducía, relataba la historia de la mosca asesina que ofuscó la visión de T. E. Lawrence y lo hizo pulverizar su vida contra una cuneta. Al llegar, observaron que la bocina del teléfono era inservible, colgaba como una muñeca destartalada. Dudaron un poco, posiblemente se habían equivocado. Ninguno de los dos dijo nada, sólo se miraron. Prudom tomó el celular y marcó a casa de Schuster, ocupado. Para sorpresa de Prudom, al día siguiente sonó su teléfono. Nunca había sentido un peligro de muerte tan inminente. Sonó la Marcia Fúnebre… En ese momento intuyó que Dan Schuster provocaba todo, pues él sabía de su afición enfermiza por las moscas.
Más tarde bajó al cuarto de Schuster para poner fin a la broma y lo encontró junto al teléfono con un insecticida semivacío en la mano. El líquido aún se notaba en su barbilla. Las moscas volaban alborotadas en el departamento. Mijail Prudom no podía quitarse una pregunta de la cabeza: ¿qué pensó Dan Schuster antes de morir? Tenía los ojos como dos moscas a punto de reventar. No hubo necesidad de dar tantas explicaciones, además de que no le creerían y de que en lo sucesivo podría ser sospechoso. Lo único extraño que encontró la policía fue un IP con música clásica en el bolso del occiso.
A los pocos días el edificio fue clausurado y Prudom tuvo que mudarse. Una fría noche sonó el teléfono. Antes de levantar la bocina, notó el vuelo intermitente de una mosca en el techo del cuarto. Pensó en la mosca en la que Lao Tse Tung acabó reencarnado.
|
José Antonio Salinas Bautista (Acapulco, Guerrero, 1977). Promotor cultural y escritor. Realizó estudios en la Escuela de Escritores de la SOGEM. Su obra ha aparecido en diversas publicaciones periódicas, y en antologías como El vértigo de los aires (AEM, 2009), 40 barcos de guerra (Independiente, 2009), Cuentos y poemas triunfadores del certamen María Luisa Ocampo (Instituto Guerrerense de Cultura, 2008) y El color de la blancura (H. Ayuntamiento de Acapulco, 2000). Es coautor del libro de cuentos Acapulco en su tinta (H. Ayuntamiento de Acapulco, 2004) y autor del libro de poesía Azul como su nombre (La Trucha Güevona, 2006). En 2004 obtuvo una mención en el Primer Concurso de Cuento Corto Acapulco en su Tinta, y en 2008 el Premio Estatal de Poesía María Luisa Ocampo. Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Guerrero en 2006 y 2008.
|