CDMX / No. 246

Cualquiera puede entrar, ninguno puede salir



Cuando el Desplazamiento Forzado Interno (DFI) arrastró a mi familia a la Ciudad de México en 2012, yo tenía nueve años. Cada noche en el apartamento H —que no era nuestro— yo esperaba que llegaran mis padres, pero nunca lo hicieron. Mis padres se quedaron en Morelia, a la capital llegaron Ethel y Eriberto. Incluso dejé de referirme a ellos como “mamá” o “papá” y comencé a llamarlos por sus nombres, una ignominia enorme para ellos que crecieron hablándole de usted a sus progenitores.

No eran los mismos, o tal vez yo cambié. Estaba furioso con ellos por traerme a una ciudad que me hacía sentir enfermo todo el tiempo (no estaba acostumbrado a la calidad del aire), por haberme alejado de mis amigos del Instituto Integral Gestalt, y por hacerme cambiar una casa de dos pisos con habitaciones individuales por un cuarto prestado que compartíamos entre todos en el apartamento de una tía sobre Eje Central. Claro que en ese entonces yo no entendía que ellos tampoco tuvieron opción, me di cuenta con el paso del tiempo.

La mayoría de las cosas que pasaron en esa época las entendí muchos años después leyendo a escritoras como Ángeles Mastretta, Fernanda Melchor, Inés Arredondo o Dahlia de la Cerda. Mis papás nunca me las explicaron. “Estabas muy chiquito, creíamos que no te dabas cuenta” me dijo mi mamá hasta que cumplí 21 (este año) y se dio cuenta de que conservaba recuerdos muy vívidos de nuestra vida en Morelia: las cuotas que pedían los Zetas, el bloqueo de avenidas transitadas para la quema de autos, las narco-mantas, las balaceras, el atentado granadero del 15 de septiembre en 2008… 

Normalicé tanto la violencia que rodeó mi crianza que incluso en la actualidad me cuesta trabajo entender las caras que ponen mis compañeros, amigos o conocidos cuando les cuento algunas de estas experiencias. Les quiero explicar que es bellísimo el Centro histórico de Morelia, que no hay monumento en la capital que compita con la belleza de la Fuente de las Tarascas, que la comida de allá es deliciosa; pero no lo entienden.

No me quejo porque yo tampoco los entiendo cuando me dicen que han pasado toda su vida en la misma colonia, cuando me dicen que toda su familia lleva generaciones acá o que sus tacos favoritos son los de pastor. Cuando yo llegué a la Ciudad de México (que en ese entonces aún era el Distrito Federal) me encontré con un ambiente cosmopolita que me abrió los ojos de una forma brutal, pero a los nueve años y con unos padres indispuestos a orientarme, no lo entendí.

He tenido oportunidades de regresar a Morelia y de mudarme a otros estados, pero no las he tomado porque la Ciudad de México me atrapa. He coincidido con personas de Chihuahua, de Tijuana, de Guadalajara que ahora residen en la CDMX y todos tenemos en común que odiamos la comida, la contaminación, los “malos modales” de los capitalinos, la prisa con la que se vive la ciudad, pero seguimos aquí, no nos queremos ir.

Me comporto con la ciudad como me comporto cuando me gusta un chico: lo miro feo, lo critico con mis amigos y hago todo lo posible por no dejarle saber que me gusta (porque eso le da poder). Aunque es evidente que estoy a sus pies, que me encanta y que estoy dispuesto a ignorar todos sus defectos con tal de estar con él. Y creo que así nos pasa a la mayoría de residentes de la ciudad que no nacimos acá.

La Ciudad de México me enseñó lo que mis padres no pudieron. Me abrió horizontes de diversidad que fuera de ella nunca hubiera descubierto: religiosos, sexuales, de clase social, étnicos, etcétera. Estoy seguro de que si me hubiera quedado en Morelia sería un niño golf pretendiendo ser heterosexual y estudiaría negocios, contaduría o administración. Esa versión de mí odiaría la persona que ahora soy, pero la persona que ahora soy también odia esa versión hipotética. Estoy muy agradecido de no haberme convertido en ella.

Ahora que resido acá desde hace 12 años, la gente de Morelia reniega de mí. “Ya llevas mucho tiempo allá” me dicen, como si estuviera faltando a un principio intrínseco de mi tierra natal; en cambio, mis compañeros de universidad me dicen que ya no cuento como foráneo, que ya soy chilango. Les digo que no, que cómo creen, pero en el fondo yo también lo sé.

Le saco provecho a todo lo que está en la Ciudad de México y que no encuentro en ningún otro estado: la centralización cultural, académica y comercial. Estudio en la UNAM, voy a conciertos, ferias del libro, exposiciones de arte cuando puedo, y me gusta tomar avenidas grandes como Tlalpan, Dr. Vértiz y Periférico para ver a la gente. Y me gusta, aunque nunca lo admitiré en voz alta (esto no cuenta porque es por escrito).

La Ciudad de México (como cualquier capital) tiene más hijos adoptivos que legítimos, hijos que reniegan de ella como si no fuera la mejor oportunidad que se les ha presentado en su camino. Pero una vez que entras, ya no puedes salir. Se fusiona la magia chilanga con tu espíritu de forma imperceptible, y cuando regresas de visita a tu tierra natal el ritmo de vida, el silencio y la monotonía aburren. La Ciudad de México te atraviesa el cuerpo en cuanto la pisas, tanto que asusta. Es un monstruo y te puede comer.