fiesta / No. 250
Una fiesta mistérica
De lo que no se puede hablar, hay que callar.
Ludwig Wittgenstein
Ludwig Wittgenstein
Un aura mistérica gobierna la fiesta. Si llamas por teléfono para pedir informes, nadie te dirá nada hasta que ellos se cercioren de que sabes el nombre y vocación del lugar al que marcas. La búsqueda de discreción llega a tal punto que, si mandas un mensaje por WhatsApp desde su página, el bot lo redacta como si se tratara de la reservación para una fiesta de cumpleaños. "Hola, estoy interesado en ir a la fiesta de Erik" dice el mensaje automático para sugerir que se envía a un salón de fiestas cualquiera, uno que no levantaría sospechas ni críticas. Como mostró Kubrick en Ojos bien cerrados (con sus proporciones guardadas), en este tipo de celebraciones hay silencios que son obligados, elipsis que permiten volver a la normalidad al día siguiente.
Pero los espacios conservan una gramática, un sistema de interacciones y símbolos que se prestan a ser desentrañados. Del club, destaca su ambientación afelpada, una recepción en penumbra, una recepcionista joven que te da la bienvenida al lugar. Todo colabora para gozar de cierta comodidad, para la recuperación efímera de una sexualidad más expansiva, para alcanzar un breve retorno a los rituales de la poligamia que fueron frecuentes en otras épocas, antes de la ascética condena (platónica y cristiana) del cuerpo.
Geografía del club
En la recepción nos informaron sobre la geografía elemental del club: la zona común y el playroom. La primera no es distinta a un bar cualquiera. No hay nada que haga sospechar las actividades que preludia. Al centro, una pista de baile y un discreto DJ que toca piezas conocidas sin distraer demasiado, sin levantar ningún furor especial. Se trata más de un lugar de calma y acaso de socialización, un atrio que prepara a los asistentes a las actividades más íntimas del playroom. En la zona común, las parejas se observan, están pendientes de los nuevos, a veces se verá a alguno cruzar las mesas para acercarse a una pareja, intercambiar números, saludos. Se ve también a las parejas platicando, mirando atentamente alrededor, en una tensa calma por saber lo que ocurrirá más tarde.
Al fondo de la zona común está el otro espacio, el playroom. Se encuentra protegido por una pesada puerta que nos da la idea de un espacio hermético. Al girarla, entramos al epicentro de la noche. Delicadas cadenas caen del techo, amplias colchonetas generan un zigzagueante laberinto alrededor de éstas. Acompasa ese camino alfombrado y de aromas frutales el ir y venir de escenas explícitas en pantallas que podrían animar a algunos asistentes. Al fondo, un suave habitáculo adecuado para la fragilidad del cuerpo. Iluminado con luces led rojizas que sugieren una mayor privacidad, pero también —las argollas y otros aditamentos de soft bondage— una oportunidad de exhibir el talento performático de los asistentes en prácticas menos convencionales.
Aunque el neófito tenga la impresión de una radical libertad en el club, lo cierto es que un entramado riguroso gobierna todo encuentro. Sólo en la zona común es posible beber, sólo en el playroom está permitida la desnudez, y en ambas zonas (vigiladas permanentemente) no se permiten fotografías ni videos. Incluso en el playroom una chica —indiferente al exhibicionismo de los demás— entra cada tanto para cerciorarse de que no haya bebidas o sustancias ilícitas y, quizá más importante que eso, de que todo encuentro sea consensuado, que el espacio esté libre de cualquier tipo de violencia. Se intenta entonces que todo se lleve a cabo a partir de la elemental regla del ambiente y el sentido común: "no es no". Como queda indicado en su página de internet, quien quebrante este principio fundamental se expone, cuando menos, a ser expulsado definitivamente del club.
Los pioneros, las chicas y Hokusai
Al filo de la madrugada, cuando la noche parecía reducirse sólo a la promesa de una sexualidad ampliada, una pareja se dirigió decididamente al playroom. Minutos más tarde, los encontraríamos juntos y mirando intermitentemente a los espectadores que se fueron sumando. Uno de éstos se abrió paso entre la pequeña multitud y con palabras y movimientos que encontré delicados, logró el consentimiento breve pero decidido de la chica. Así, la pareja logró ampliarse. Eran los pioneros de la fiesta, quienes fundaron la noche de las correspondencias entre los cuerpos.
Más tarde, dos chicas que parecían cumplir a cabalidad el "sofisticado" dresscode del club —que recomienda "vestidos, conjuntos o atuendos que resalten su belleza y confianza, siempre acordes con el espíritu sofisticado del club"— entraron confiadas en sus esmerados conjuntos. Cruzaron el playroom y el vaivén de su cabello ondulado, y sus siluetas perfumadas y sinuosas provocaron que muchas parejas permanecieran atentas cuando las dos se entretuvieron, bañadas con la luz rojiza del calabozo, en intercambiar breves caricias y besos. Aunque parecía una puesta en escena planeada para exhibirse o incluso para que sus acompañantes hombres —eclipsados por ellas— mostraran a los demás asistentes (por si sus zapatos Louis Vuitton no eran suficientes) el capital económico que poseían, las caricias y besos se tornaron en algo más real unos minutos más tarde.
Alrededor de ellas, de sus intercambios cada vez más significativos, se fue configurando una escena cada vez más compleja e incomprensible. Era un ir y venir de cuerpos, de brazos y dedos que, en su punto de mayor intensidad, no hizo sino recordarme el famoso grabado de Hokusai titulado El sueño de la esposa del pescador (1814). Se trata de una imagen que tiene distintas reelaboraciones, es una imagen-síntoma (en los términos de la investigación iconográfica) y aparece en el hentai, pero también en películas recientes como La región salvaje (2016) de Amat Escalante. En el grabado en cuestión, dos pulpos sujetan con vehemencia el cuerpo de una mujer que entrecierra lo ojos y se abandona a los tentáculos que parecen más fuertes que su mermada resistencia.
Hokusai parece hablarnos de un erotismo expansivo e incontrolable que no es lejano a lo que ocurre en las orgías donde el dos de la pareja fundacional permite una adición lenta pero sostenida de miembros que van creando un ser distinto. Así, lo dual se convierte en un organismo vivo de múltiples extremidades que recuerda la vivacidad de un molusco. Detrás de las rejas de la mazmorra, bañados todos con luz rojiza, alrededor de los besos de las dos chicas, se iba articulado un nuevo ser cuyas extremidades —tentáculos sin un inicio claro— se movían en diversas direcciones. Un ser de corta vida en el que acaso entreví la objetivación corporal de la frase de Rimbaud: "yo es un otro".
***
Al salir del club, muy de madrugada, uno no puede dejar de estar sorprendido por la supervivencia de lo antiguo en lo moderno. Recuerda entonces que lo transgresor o disidente muchas veces no es sino actualización de cosas que fueron olvidadas o convenientemente ocultadas. Como sucede con los tatuajes o con el arte contemporáneo, todo aquello que podríamos considerar reciente o rupturista, abraza en su seno a lo antiguo. En este caso, las prácticas swinger parecen sobrevivir sus inicios mistéricos y rituales para revitalizar la vida urbana, para dar un remanso corporal que la ciudad y la vida laboral niegan.
Toda transgresión es una recuperación. Los asistentes parecen buscar aquello que se perdió en algún momento en la historia, y vuelven a la experiencia tumultuaria como si ésta se tratara de una constante que nos define más allá de las contingencias de la historia: premodernos, modernos, posmodernos. Quizá no seamos mucho más que cuerpos.
No obstante el fondo común, hay transformaciones en estas prácticas. Por ejemplo, hoy se prescinde de la búsqueda de unión divina (como en la orgía premoderna) y lo que encontramos son más experiencias de trascendencia corporal, experiencias de trascendencia sin trascendencia (Ernst Bloch) sin visos de salvación religiosa que no sea el reencuentro del Homo Eroticus (Maffesoli) que retorna a su edén perdido.
Como quien se involucraba en un rito, quien visita estas fiestas sabe que algo en sus preconcepciones sobre el cuerpo, sobre sus posibilidades, sobre sus prejuicios, se ha transformado. Con seguridad, como en todo rito iniciático y mistérico, los asistentes preferirán olvidar o mantener en silencio lo vivido hasta que la noche y el deseo los convoquen de nuevo.